Por no haber, no hay ni cadáver, con todo lo que ello supone para una familia que, aunque ya desde la ausencia de su niña vive en la nada emocional, en el vacío completo que deja la pérdida trágica y sin sentido de una hija, nieta, sobrina, persona y menor principalmente, con todo lo que de antinatural eso tiene, ha de revolverse forzosamente jornada tras jornada, vez tras vez, en la más absoluta de las “nadas”. No se vislumbra, al menos, nada de valor, de mínima dosis de esperanza, no ya de recuperarla, sino de que se haga algo de justicia, que es difícil por no decir ya imposible.
Nada de pistas, nada de empatía ni mínima pizca de dolor por parte de los responsables de la agresión culminada en asesinato, nada de declaraciones, nada de poder despedirse, aunque sea simbólicamente, de unos restos que puedan adjudicar a su ser querido, nada de perspectivas de mejora o cierto nivel de alivio por la acción de la justicia, nada de que a cualquiera de los implicados se les ocurra soltar prenda respecto a cualquiera de los detalles que rodean al macabro suceso… nada de nada de nada. Y es que este caso es, a todas luces, uno de los más terroríficos a los que nos hemos tenido que enfrentar como sociedad, no tanto por el hecho del asesinato en sí, que ya es bastante y que, por desgracia, no es del todo novedad, sino por todas las canalladas añadidas que han rodeado el suceso desde el primer momento.
Desconozco la legislación en otros países y no sé en cuántos de ellos permitirían que una pandilla de críos por edad, pero adultos sin lugar a dudas por la envergadura de sus actos, la sangre fría con la que se manejan en éste, nuestro mundo adulto de leyes, abogados y juicios, y la necesidad de que asuman una responsabilidad adulta estuvieran, literalmente, “mareando la perdiz”, volviendo locas a las autoridades, a los españoles y principalmente a la familia de Marta, a quien matan una y otra vez con cada silencio, con cada pista falsa, con cada sonrisa por lo bajo.
Porque cada una de estas estocadas, no me cabe duda, son interpretadas por estos animales como un éxito personal. Uno a cero, dos a cero, tres a cero…
¿hasta cuándo?, me pregunto yo. Y lo que obtengo es el vacío por respuesta, la nada como eco, la tristeza como constante… aunque muy menguada, claro, porque mi Marta no falta. Falta Marta del Castillo, que es la Marta de otros padres, pero tan querida por ellos como yo quiero a mi niña, también Marta. Y sustituir una vida por nada es probablemente la mayor de las tragedias a las que unos padres tienen que enfrentarse.
Con ellos no se ha tenido misericordia ninguna. Al abuelo de la niña le faltaban estos días casi las fuerzas para hablar, sobre todo porque no podía aportar ningún elemento de novedad: los sinvergüenzas que se la cargaron siguen sin hablar, sin manifestarse, riéndose de todos nosotros, riéndose de todos ellos y alimentando así probablemente los mismos complejos y falta de autoestima que les llevaron a no saber aceptar un NO por respuesta y terminar con la vida de Marta. Prefirieron, sin duda, el silencio de un cadáver, aunque tuvieran luego que deshacerse de él, que la voz de cualquiera negándose a sus deseos.
El silencio de fondo, siempre el silencio… ¡Qué triste, qué frustrante cuando es el silencio lo que reina en la vida de las personas, cuando en vez de hacer uso legítimo del don de la palabra que nos ha sido dado prefieren el silencio como bandera para hacer daño a otros! No es ese silencio que es bálsamo para el que sufre, sino el que se usa para atacar, para que las heridas duelan más, para que no puedan cicatrizar. “No sólo no me duelo con tu dolor”-dice ese silencio, manteniendo la mirada- “sino que pondré todas las estrategias a mi alcance para agotar todos tus recursos de curación, para evitar que puedas alcanzar cualquier medio que pueda aliviarte”. Y así siguen los miembros de la familia de Marta, con los que me solidarizo por mucho más que porque nuestras hijas compartan nombre. Lo que ellos sufren, lo que el silencio de otros les hace vivir, simplemente no tiene nombre.
¡Cómo duelen los silencios! Estos chicos callan porque saben que “por la boca muere el pez” (sólo hay que fijarse en lo poco que le ha durado la coartada a uno de ellos en cuanto ha empezado a hablar su novia, o cuán rauda se ha desmarcado de la escena la abogada de alguno de ellos también por creer que sus defendidos no se lo cuentan todo -¡vaya novedad!). Pero, principalmente, son conscientes de que el silencio mata. Y antes que morir ellos, prefieren matar a otros, ¡qué duda cabe! Lo que seguro consideran intolerable es pasar el resto de los días de su vida a la sombra de una cárcel (cosa que, por cierto, no ocurre ni habiéndose cometido las mayores barbaridades en este país). Y no piensan (o quizá sí, a la vista de los hechos) que lo verdaderamente inaguantable es que alguien tenga que vivir con el dolor de la pérdida, con el pesar de la ausencia, y con la nada añadida que les da el silencio. Porque ese silencio en el que se han parapetado unos no les permite avanzar a otros, ni les proporciona ese clavo ardiendo tan necesario a veces para agarrarse y manifestar con fuerza la ira, la arcada y el sin vivir que les produce todo esto.
El silencio es un arma en manos de aquellos que quieren dañar a otros. Nada hiere más que el silencio usado selectivamente, con alevosía, en la frialdad calculadora de quien sabe que es inquietante y una de las mayores fuentes de desgaste emocional para quien necesita saber, escuchar, que se le hable y que se le tenga en cuenta, principalmente. Porque uno no habla con aquello que le sobra, que le resulta redundante, o que simplemente no tiene valor para él. No hablamos con las paredes, los muebles o el par de calcetines que llevamos puestos. Y cuando dejamos de hablar a quien tenemos cerca, le cosificamos, le hacemos inerte, lo ignoramos como ignoramos a menudo todo aquello que no nos sirve.
A aquellos a los que uno quiere les da siempre el beneficio de la palabra, de dirigirse a ellos, aun cuando se tenga algo negativo que decirles. La palabra, a ver si nos enteramos, no se le niega a nadie, ni al peor enemigo. Conozco parejas en las que el silencio es usado como forma abierta de agresión, de hacerles llegar a cosas que, de otra manera, no harían. Es una forma de presión y manipulación, de vejación, violencia encubierta y maltrato cuyas heridas son increíblemente difíciles de demostrar, pero claramente imposibles de borrar. Por eso sigo sin entender cómo es posible que las personas dejen de hablarse, que los amigos dejen de hablarse, que padres e hijos dejen de hablarse, que maridos y esposas dejen de hablarse. Cuando el silencio se emplea como arma, como forma de dañar a otros, privándoles del diálogo, de la sensación de compañía o comprensión, es quizá de las dagas más peligrosas, de las que hacen más profundas heridas en el alma, de esas que nunca se curan.
El silencio es en ocasiones, sin embargo, símbolo de calma, de quietud. Para quien está cargado, la ausencia de palabras, de ruido, es como un bálsamo cuando es usada con ese fin. Quienes quieren ayudar a otro y no saben qué decirle ante momentos de dolor, lo mejor que pueden hacer es acompañar en silencio.Job hubiera agradecido en sus amigos, por ejemplo, bastantes menos palabras de las que recibió (
Job 19:2). Pero él clamaba también día y noche a Dios, pidiéndole y rogándole que no callara ante su clamor y su dolor. Deseaba que Dios se manifestara con palabras, anhelaba sus respuestas y sentía el silencio que venía de él como una muestra inapelable de Su ausencia y abandono. La diferencia entre Dios y nosotros en la utilización del silencio es que en el corazón de Dios siempre está el anhelo de hacernos bien porque nos ama profundamente, hasta la muerte y muerte de cruz.
¡Qué diferente es Dios a nosotros, tanto en Sus silencios como en Sus palabras! ¡Qué llamativo es que Dios nos haya dado Su Palabra, el Verbo mismo, y que sea a través de ellos que la salvación llega a nosotros!En la Biblia el silencio tiene connotaciones positivas y negativas, como en la vida misma. El lugar del silencio es el lugar de muerte, donde ninguno quisiéramos vernos (
Salmo 94:17 o
115:17). Ante el clamor del que se duele, el silencio acentúa y perpetúa la herida. Sólo en el Verbo por excelencia, en Su revelación, en Su mensaje de vida, es que nuestra alma tiene su consuelo y el silencio eterno su solución.
Ojalá el bálsamo de las palabras del Verbo mismo llegue a esta familia destrozada por el dolor y el silencio y puedan algún día decir, como dijo Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.(Evangelio de
Juan 6:68)
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