He dado un rodeo amplio. Me he dejado llevar por el viento otra vez. He tardado días enteros en cubrir unos pocos kilómetros, sin pliego de novedad alguna. Un resquicio en las montañas volvía a parecer más practicable de lo que realmente era. Un anuncio de lluvia era el eco de otra amenaza anterior.
El color del terreno desde la distancia sorprendía a los ojos; a los míos, más pardos y adustos, como curtidos por el descubrimiento de terracota donde se creía el inopinado derrumbe de un risco; o el hallazgo de suelo pizarroso donde se soñaba con un bastante prematuro suelo quemado. Confío en la ambigüedad de la materia que conforma este suelo, pues hay momentos en que hasta la inconsistencia del terreno se transforma en opinión irrebatible. Llego a lugares donde quien habla es el entorno, y yo sólo escucho.
El entorno dice: nada nuevo bajo este cielo encapotado, aunque a ti te parezca lo contrario. Cruzo los Andes por el Futaleufú, atravesado a su vez por el
adkintawe que corre raudo por las ramas de los árboles, pero sólo por el lado chileno. Rodeo Los Lagos cruzando puentes de madera largos y pesados. Poco antes de llegar al Pacífico, al aeropuerto de Chaitén, me detengo en
El Amarillo a descansar un poco; veo una especie de tótem tosco de bienvenida. Me quedo entonces en
El Amarillo. El Pacífico se destroza con la resaca de su oleaje, y puedo olerlo, pero nada más. Tendrá que esperar para nuestro reencuentro definitivo.
La Patagonia, y en el fondo toda Sudamérica, se estropea cuando se pretende delimitar; se desvanece al imponérsele límites; se diluye cuando se le quiere abarcar, y la precisión carece de sentido. Nunca se sabe cuándo empieza o acaba una ciudad, ni se toma conciencia de la ubicación hasta que uno ya está en sus entrañas. Estoy en Chaitén pero no estoy en la ciudad, sino en un área que se abre y cierra por razones que no comprendo, sin saber a qué leyes de migración o dejadez obedecen sus movimientos.
Al fondo el Corcovado, muy al fondo, rodeado de lagos que imposibilitan su acceso. O al menos para alguien de mi experiencia alpinista, bastante pobre por cierto.
Una placa compartida por dos casas cuenta la historia de su última erupción, que convirtió lo que ahora se denomina Viejo Chaitén en ciudad fantasma. Hay eucaliptos y el viento es fuerte como algunas de las especias para las tortas puntiagudas con huevo y patata que he probado por aquí. Como las gotas minúsculas que se suspenden en el rompimiento de las cascadas cercanas. En la placa y en la manera de disponer los edificios, pintados con prisa, detecto cierta condescendencia con respecto a la tragedia, lo suficientemente lejana ya para detener el progreso. Pero no hay que temer el sufrimiento. El sufrimiento estaba antes que nosotros. La vida se hizo de volcanes. Y el lahar nos alcanzará tarde o temprano.
Compro una motocicleta a un lugareño que trabaja midiendo la temperatura de las termas a distintas horas del día. Tiene pedales. Es negra de base, y se viste de óxido verdoso. Falla el faro trasero y sus neumáticos son anchos. Al principio es un poco difícil mantener erguida la dirección, y me caigo en un par de curvas cerradas. Consume poco, a pesar de todo, y ha visto mucho mundo, según su anterior dueño, un hombre de mediana edad de Lautaro.
Los guantes cochambrosos, muy útiles para guiar el manillar, vienen de regalo. Produce un ruido ensordecedor, y recuerdo que en mi adolescencia usaba una botella vacía de plástico con algunas piedras pequeñas, enganchada en la rueda trasera de la bici, para lograr un sonido parecido a éste. Aparco la moto en la puerta de la caseta donde voy a dormir, y echo un vistazo a las montañas.
La niebla baja para complicar un poco más las cosas. O bien para charlar.
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Capítulo 4. Puede ver aquí el último artículo (capítulo 3) de Tierras:
En la selva fría
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