El autor de
Artes dice de él que “estando en Sigüenza como profesor público de Teología, fue llamado a Sevilla para que fuese orador sagrado en la catedral por un tal Alejandro [Pedro Alejandro, antiguo compañero de la Complutense] que lo precedió en ese cargo”.
Señala este autor que su fama de biblista y predicador que traía de Alcalá no fue probada por la realidad de los hechos, lo que llevó al interesado y al propio cabildo catedralicio a una situación incómoda. Sin embargo, su contacto con Rodrigo de Valer, el nada cuerdo (según la Inquisición) predicador laico de Sevilla, lo puso en el camino de la eficacia.
Sea como fuere el caso, Juan Gil (Dr. Egidio) al poco se convierte en el predicador afamado y maestro insigne de la iglesia sevillana (también, y eso es lo que nos ocupa, de la iglesia clandestina evangélica que ya se empieza a formar en dicha capital).
Se nos refiere esta nueva situación así: “Se percataban los oyentes de la fuerza de una doctrina que era ya transmitida en gran consenso por tres varones de autoridad eximia: Egidio, Constantino y Vargas … De aquí surgían continuas quejas ante los inquisidores sobre aquellos tres defensores de la verdad, pero principalmente sobre el doctor Egidio, que, como aventajaba a sus compañeros tanto por sencillez de ingenio como por autoridad, así también provocaba a los enemigos de la luz no sólo más abiertamente sino además con más frecuencia.” (
Artes de la Santa Inquisición, Sevilla, Mad, 2008, pp. 280-90.)
Desataron sus enemigos su furia enardecida por la envidia al conocer que había sido propuesto por el Emperador para ocupar la sede episcopal de Tortosa. Acusado de nuevo (ya lo fue antes por defender a Rodrigo de Valer) ante la Inquisición, sufre un proceso de varios años, en el que finalmente (1552) es obligado a abjurar de algunas proposiciones, declarar otras como falsas y otras como sospechosas (hay edición de todas estas proposiciones), y condenado a un año de cárcel en el castillo de Triana y otras prohibiciones y penitencias (en cualquier caso, nada comparable con lo que vendría luego a sus compañeros en Sevilla o Valladolid). No entramos aquí en las peripecias de su proceso (ha sido tratado por José C. Nieto en
El Renacimiento y la otra España, Genève, Droz, 1997).
Murió a finales de 1555 y fue enterrado con los apropiados honores en la catedral de Sevilla.
Hemos de suponer el disgusto del tribunal inquisitorial al enterarse, cuando ya se desató la persecución contra la iglesia sevillana en 1557, que aquel Dr. Egidio se les escapó vivo de las manos, siendo, como demostraban los abundantes testimonios, el consumado maestro y pastor de la iglesia reformada clandestina: extensa y formidable. Lo que no hicieron a su cuerpo, lo hacen con su memoria:
sacaron sus restos de la tumba y los quemaron en el auto de fe de 1560, junto con los de Constantino.
Permitan que apunte
dos indicaciones antes de pasar a contemplar el paisaje que muestra la naturaleza de nuestra iglesia del XVI en la figura del Dr. Egidio.
La primera, constatar que es precisamente la documentación del proceso contra Egidio el que proporciona una especie de confesión de fe de lo que creía la iglesia chica (frente a la “grande” de los fariseos, como ya se ha señalado en otras ocasiones) de Sevilla. Las proposiciones que abjuró o matizó son todo un cuerpo teológico de pura doctrina “protestante”.
El otro apunte es la providencial circunstancia de este proceso en la toma de posición de Antonio del Corro, pues al conocer sus pormenores, descubre que aquella iglesia chica, de la que Egidio era columna, era la suya también.
Veamos ahora el paisaje de la iglesia cristiana católica de religión reformada de Sevilla en la figura del Dr. Egidio (me temo que algunos, con los esquemas religiosos confesionales actuales, no atisbarán el cuadro ni para saber si está al derecho o al revés, si hay que ponerlo en horizontal o vertical).
Resulta que
la figura principal de esa iglesia, pudo ser obispo de Tortosa. Sus enemigos lo impidieron, pero el propio Emperador lo propuso. Él, como Constantino, Vargas y otros, fueron parte de la vida oficial de la iglesia sevillana, con gran reconocimiento y aceptación de la sociedad.
El entramado “evangélico” de Sevilla era tal que uno de sus pilares pudo ser obispo, otros mentores fueron su propio arzobispo (en un momento determinado), y el viejo inquisidor Antonio del Corro, uno de sus amparos.
De la alta sociedad, puede decirse otro tanto: una buena parte de la misma estaba involucrada en la actividad de la iglesia chica. La nobleza, igualmente. Artesanos, comerciantes. El propio cabildo catedralicio. Toda la sociedad en su conjunto.
Como Stefanía Pastore ha sugerido, la iglesia reformada de Sevilla (y su comarca, una notable extensión) tuvo que ser destruida “desde fuera”, con “caballos de Troya”, especialmente los jesuitas. Así, efectivamente, ocurrió (esto es algo fundamental, aunque no se pueda extender a las otras localidades donde se daba presencia evangélica, pero con una impregnación social menor.) La contrarreforma en Sevilla no fue algo de desarrollo natural, sino un injerto a sangre y fuego puesto en su tronco por intereses ajenos.
Otra parte fundamental del cuadro: la figura notable de Egidio en su flaqueza. El pastor derrotado en la cámara de tortura. Abjuración y retractación pública. Quien busque triunfalismos, aquí no los encontrará. Tampoco derrotismo: derribados, pero no destruidos.
Como avisa Juan Pérez de Pineda en su
Epístola Consolatoria (Sevilla, Mad, 2007): “Porque los hombres sean flacos y tropiecen, no por eso es flaca ni débil la verdad de Dios que han enseñado. Porque ellos desmayen, no desmaya ni falta ella … La verdad de Dios en nada depende de los hombres … Si ha habido ahora flaqueza en muchos que no pensábamos, la flaqueza no es de la verdad, sino del hombre. No tengamos por cosa extraña ver flaquezas en los hombres, porque en cuanto son hombres, todo su caudal es de flaqueza y desfallecimiento … Por tanto, en las caídas y flaquezas de los otros, mirémonos como en un espejo para conocer en ellos nuestra propia flaqueza, y humillándonos delante de Dios, porque vosotros no somos sino desfallecimiento para el bien … Y si acontece que tropiecen y caigan con el peso de la cruz, y hagan falso juicio, reprobando la verdad que habían de aprobar, y aprobando la mentira que habían de reprobar, esto les servirá para mayor bien suyo, para ser enriquecidos de verdadera humildad y de confianza en sólo Dios, cuya bondad suele sacar de grandes males grandísimos bienes … Por esta vía vienen a saber por experiencia que ni las honras, ni las riquezas, ni la nobleza de la carne, ni los favores humanos, ni el saber ni la estima de los hombres, valen nada en esta batalla, sino sólo la fe y confianza en el Señor, y podados de esta manera, y hechos chiquitos y humildes, quedan unidos con la vid que es Cristo, y más propios que antes para recibir sus dones … Mas él, por haberse encargado de ellos, y haberles prometido perdón, no los desechó, aunque ellos lo desecharon; no los negó, aunque le negaron; no los dejó perecer, aunque de voluntad se habían metido en la perdición; mas perdonados, los restauró y sanó de todas sus caídas … Así ahora, aunque vencidos de flaqueza hayamos caído con la cruz, no nos desechará Dios, porque nos ha aceptado por suyos y hecho promesa de vida; y lo que su misericordia toma una vez a su cargo, no lo toma para dejarlo perecer, y no ayudarle en sus necesidades y curarle sus llagas, sino para glorificarse en ello y darle vida eterna. Porque cuando nos recibe, no nos recibe con condición de que nosotros haremos bien, y seremos fieles, y perseveraremos en la bondad, porque esto no puede ser según nuestro natural tan corrompido, mas nos recibe en condición de que Él será nuestra vida, nuestro perdón, nuestra firmeza y perseverancia, nuestro Médico y medicina, nuestro Maestro, nuestra salvación y perpetuo Redentor”. (Disculpen lo extenso de la cita, pero no sabía dónde cortar)
Efectivamente, sin atender a este colorido, siempre nos quedará distorsionada la visión del paisaje de la iglesia española reformada del XVI. Una iglesia que supo reconocer a los lobos que venían con piel de ovejas; pero también supo ver a las ovejas que se dejaron la piel en el potro de tortura, que no aguantaron cuando la Inquisición apretó las cuerdas (esto es algo literal, era un método de sus torturas) y les quedó su vida en la carne viva de su flaqueza. La llaga de uno era la de los demás, era una iglesia redimida.
El autor de
Artes dice que Egidio dejó algunos comentarios en español al Génesis, a la epístola de Pablo a los Colosenses, a algunos Salmos y al Cantar de los Cantares, “sumamente doctos y que desde todas partes revelan piedad cristiana y un corazón lleno del espíritu de Dios”, y que “como una especie de delicias singulares para la iglesia están guardados por varones fieles para uso de la misma”. Sin embargo, “las que escribió dentro de la misma cárcel, e incluso entre cadenas, superan tanto a las otras en piedad singular y en afectos excitados por el auténtico espíritu de Dios, que cualquiera podrá ver en ellas cuán gran auxilio presta a las almas piadosas y renacidas la presencia real de la Cruz para sentir con perfección acerca de las cosas divinas”. El maestro que edifica a la iglesia antes de su derrota en la tortura, es el mismo que la edifica luego cuando regresa derrotado. Sigue la comunión, porque no está basada en la fuerza humana, sino en el beneficio de la Cruz. Esta es demostración de que la iglesia chiquita no era ceremoniática ni artificial.
Egidio: ¿me amas?; sí, Señor tú sabes que te amo. Apacienta mis ovejas.
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