Lo cortés, de hecho, no quita lo valiente y es que, como muchos dicen, los publicistas y los psicólogos no solemos dar puntadas sin hilo. Es decir,
casi nada es gratuito, en el sentido de que todo esconde un por qué, una intención. En la publicidad que vemos y oímos casi siempre está de fondo la figura de ambos, en plena y absoluta colaboración, como forma de potenciar los efectos de lo que pretende ser un buen anuncio y, sobre todo, un reclamo eficaz de cara al potencial comprador y consumidor.
Pero a veces,
cada vez más, diría yo, el contenido publicitario es engañoso y lanza mensajes que, recibidos por personas con una capacidad más bien baja para la crítica y la autocrítica, dan lugar a problemas que van más allá del consumismo sin más. El caso de los adolescentes es, sin ir más lejos, uno de los muchos en los que podríamos pensar. Personalidades aún en vías de desarrollo bien receptivas a cualquier “pista” que les oriente o les ayude a poder conseguir aquella imagen digna de sí misma que les permita mostrarse ante los demás no tanto como son, sino como les gustaría ser.
Pero no sólo ellos. Cada cual atraviesa por sus propias circunstancias particulares y esas circunstancias, especialmente cuando son complicadas o dolorosas, merman nuestra capacidad para ser críticos y ser capaces de hacer un verdadero buen uso incluso de los mensajes veraces y bienintencionados. Cuán difícil, por añadido, será cuando los discursos van cargados de contenido capcioso y dudosamente beneficioso.
Pero no pensemos, ni mucho menos, que sólo las “personalidades” débiles están destinadas a caer bajo el influjo y el embrujo en muchos casos de la publicidad agresiva y engañosa. Todos nosotros tenemos una curiosa facilidad para dejarnos llevar, para asumir con total facilidad cualquier mensaje que nos diga lo que queremos oír, que endulce nuestro ego, que nos dé indicios sobre cómo agrandarlo, o que refuerce alguno o muchos de los valores a los que nos hemos abonado como sociedad últimamente.
En estos meses atrás, sin ir más lejos, escuchaba algún anuncio en la radio como mínimo dudosamente veraz en que se decía de forma literal
“Ver es creer, pero si lo sientes, lo sabes”. Y a continuación iban verdaderamente al fondo del asunto, que era animarte a ir al centro comercial correspondiente. ¡Pues vaya mentira! ¿Desde cuándo sentir algo es saber algo? ¿Quién es primero aquí, el valor social del pensamiento emocional, en el que sentir es lo más importante por encima de la realidad, de los hechos o más bien este tipo de publicidad es sólo el reflejo de lo que la sociedad piensa? Seguramente haya buena mezcla de ambas cosas, pero en cualquier caso, sea quien sea quien lo promueve en primer lugar, es una soberana mentira.
Igual que el eslogan de uno de los productos de moda, en que puedes canjear un vale de ocio entre una larga lista de posibilidades. Los publicistas en este caso han querido sellar sus esfuerzos por convencer al consumidor con un
“Porque el verdadero amor empieza por amarse a uno mismo”. Puro altruismo, vamos. Y es que no se puede estar más errado, más lejos de lo que significa el amor verdadero, claramente anclado en el servicio a los demás, como bien sabemos los cristianos, cuyo Señor y Salvador vino justamente a eso, a humillarse y servirnos hasta la muerte aun cuando por Su condición de Dios todopoderoso hubiera merecido recibir pleitesía por parte de todas sus criaturas. Pero este mensaje, o el del altruismo y el darse al prójimo no gusta. Lo que nos encanta es que nos endulcen el oído y que nos cuenten lo que queremos oír, aunque sea una completa patraña.
La publicidad es, en muchos casos, incluso agresiva en este sentido, pasando por encima de todo con tal de “colocar” el producto en cuestión.Siempre recuerdo en este sentido un anuncio de una conocida entidad bancaria de este país que, después de animar de forma bastante correcta a los jóvenes y no tan jóvenes a abrir una cuenta corriente con ellos, terminaba el mensaje en un tono lleno de sorna y, bajo mi punto de vista, con bastante mala idea. “¡Ah! ¿Que no la tienes? (acompaña cierto tono de desprecio y clara intención de ridiculizar) pues saluda a tus papás de mi parte…” Y ahí es donde ponen la guinda al pastel, el punto verdaderamente culminante del anuncio, y terminan riéndose del espectador entre ellos, para mostrar la publicidad agresiva en su estado más puro. Ni edulcorado ni nada. Amargo tal cual podría ser decir directamente
“Si aún estás en tu casa con tus papás por no tener una cuenta con nosotros no mereces ni el beneficio del respeto”. Es francamente duro. Todo vale. Si no compras el coche del anuncio, a la luz del eslogan que lo acompaña, no sabes por dónde pisas ni dónde tienes puestos los pies, porque el vehículo es “sólo para los que saben lo que quieren”. Y si siguiéramos por este camino, este sería el cuento de nunca acabar, como ya habrán podido suponer.
Para que la publicidad y tantas otras cosas no tuvieran la influencia que tienen sobre nosotros, las personas, en todos los sentidos, tendríamos que poner bien en marcha nuestras cualidades críticas.El problema, en sí, ni siquiera lo tiene la publicidad o el publicista en sí mismos, sino el consumidor poco reflexivo, lo cual no exime de la necesidad de una publicidad veraz y responsable. Esto, a la luz de la realidad que vivimos, parece que cada vez lo ejercitamos menos. Solemos eludir responsabilidades, no hacernos dueños de nuestros actos, sino delegar en los demás lo que nosotros y sólo nosotros decidimos. Pongamos, por ejemplo, lo que sucede ante la presión de grupo. Erradicar este fenómeno parece impensable.
Ya desde los tiempos de Noé lo identificamos claramente, pero lo que marca la diferencia, al margen de la mucha o poca presión de grupo que exista, es la reacción del individuo. ¿Qué sucede, por ejemplo, con los adolescentes y los amigos? Esta es la eterna discusión entre padres e hijos, sin darse cuenta tantas veces de que
la verdadera esencia del problema en potencia no se encuentra en el grupo y su presión, sino en el individuo, al que hay que enseñar a ser responsable y decir no a lo que no le conviene. La culpa de que los menores consuman alcohol, por poner otro ejemplo, ¿quién la tiene? Pues llama la atención que menores y progenitores sigan responsabilizando, en muchos casos a vendedores, gobernantes y diversas y variadas fuentes, antes de asumir críticamente el papel que cada uno, principalmente quien lo consume en primera persona, juega. El tabaco nos da otro ejemplo del estilo, más ahora que vuelve a retocarse la ley que regula su consumo en lugares públicos. Pero por más que se regule la ley el responsable sigue siendo el propio consumidor, que ha de aplicar sentido crítico y cívico al asunto.
Prolongar indefinidamente esta lista no tiene demasiado sentido en este espacio, pero ya supondrá el lector que sería ampliable hasta límites casi inverosímiles.
La gran cuestión que bajo ningún concepto quisiera eludir, a fin de cuentas, es la responsabilidad que cada uno tenemos ante cuestiones publicitarias, cotidianas y más aún, eternas. ¿En quién delegamos nuestro sentido crítico? ¿En quién nuestras responsabilidades? ¿Nos exime esto de que algún día se nos requieran? Si en este espacio para el sentido crítico llegamos a alguna conclusión que requiera en nosotros un cambio de ritmo, merece la pena no dilatarlo. Las propias responsabilidades no siempre saben esperar.
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