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El frío de Sartre

La semana pasada me referí a los últimos escritos autobiográficos de Juan Pablo Sartre, recientemente aparecidos. Mencioné su primera obra en la que trata de sí mismo, LAS PALABRAS, donde arremete contra su abuelo, el hombre que lo crió al quedar huérfano. Dice de él que era un gran hipócrita. El abuelo ostentaba importantes cargos en la Iglesia Evangélica. Sartre lo acusa de doblez, fingidor y farsante, con un comportamiento místico en la Iglesia y un opresor en el hogar. En esto se escuda el f
EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR Juan Antonio Monroy 27 DE NOVIEMBRE DE 2010 23:00 h

La rigidez del abuelo proyectaba sobre el pequeño Sartre un concepto tirano y déspota de Dios; esta perversión de la personalidad le asqueó y la combatió a lo largo de toda su vida. Continúa diciendo en LAS PALABRAS:

“Me era preciso un Creador, y se me daba un Gran Patrono. Ambos eran lo mismo… Charles Schweitzer era demasiado comediante para no tener necesidad de un Gran Espectador; pero casi no pensaba en Dios más que en los momentos de punta. Seguro de volver a encontrarlo a la hora de la muerte, lo tenía alejado de su vida”.

La fingida santidad de aquel severo abuelo protestante, que colaba el mosquito y se tragaba el camello, repugnaba al Sartre niño, que exigía aires más puros y más auténticos. Recordándolo, el filósofo prosigue en LAS PALABRAS: “Corría el riesgo de ser una presa para la santidad. Mi abuelo hizo que me diera asco para siempre: al verla por sus ojos, esa locura cruel me repugnó por la insulsez de sus éxtasis, me aterrorizó por su desprecio sádico del cuerpo. Las excentricidades de los santos apenas tenían más sentido que la del inglés que se metió en el mar con su smoking”.

La Biblia afirma que la hipocresía religiosa no sirve sino para desprestigiar las verdades espirituales. Quien pretende pasar por religioso y virtuoso sin serlo, causa a los demás un daño mayor del que se hace a sí mismo. Las palabras más duras de Cristo fueron pronunciadas contra los que procuran salvar las apariencias, en tanto que interiormente no existe motivo alguno de espiritualidad.

En LAS PALABRAS, Sartre denuncia el vacío religioso y las actitudes farisaicas observadas en su propia familia y en la sociedad de su época. Dice: “Los domingos, estas damas van a veces a misa para oír buena música. Ni una ni otra practican, pero la fe de los demás les predispone al éxtasis musical. Creen en Dios el tiempo necesario para saborear una tocata… Era católico y protestante a la vez; en mí se unían el espíritu crítico y el espíritu de sumisión… Me enseñaban la Historia sagrada, el Evangelio y el catecismo, sin darme los medios para creer; el resultado fue un desorden que se convirtió en mi orden particular…”.

Estas contradicciones influyeron decisivamente en su personalidad en cierne. Todos los medios son buenos cuando son eficaces, dice Sartre en LAS MANOS SUCIAS. Y todos los medios pierden su eficacia cuando no están aconsejados por la sinceridad.

El filósofo, creemos que un poco a la ligera, atribuye su incredulidad a los medio superficiales que tanto el abuelo como los demás miembros de la familia emplearon para acercarle a Dios en los años de la infancia. Sartre recuerda en LAS PALABRAS: “En el fondo, todo esto me abatía: no me condujo a la incredulidad el conflicto de los dogmas, sino la indiferencia de mis abuelos… Dios me habría sacado de apuros: yo habría sido una obra de arte firmada”.

¿Puede aceptarse como determinante de su ateísmo la razón dada por el filósofo? A un hombre de su altura intelectual, que da al mundo obras como CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA, se le puede exigir otro tipo de responsabilidad. No cabe justificar toda una vida de militancia atea basada en la malformación religiosa recibida en la niñez. El propio Sartre nos dice en SAINT GENER, COMÉDIEN ET MARTYR, que “lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros”. Aplicando el aforismo a su propio caso, él pudo haber transformado aquella religiosidad vacía que le rodeó durante la niñez en una fe personal basada en la lógica de la revelación. Pero no quiso.

No quiso o tal vez no supo escuchar a tiempo la llamada de Dios. En EL DIABLO Y EL BUEN DIOS Sartre afirma que “un elegido es un hombre a quien el dedo de Dios arrincona contra un muro”. Exacto. Pero no contra el muro de la incredulidad para condenarlo, sino contra el muro de la gracia, para salvarlo.

No ha existido ni existe un solo ser humano a quien Dios no haya dado, en algún momento de su vida, una oportunidad de salvación. Sartre no fue una excepción. Como los magos de Egipto que pugnaban por imitar las plagas provocada por Moisés, Sartre vio el dedo de Dios en forma de mirada amante. Lo cuenta en LAS PALABRAS: “Durante varios años aún –dice- mantuve relaciones públicas con el Todopoderoso; en privado, dejé de tratarme con Él. Una sola vez tuve el sentimiento de que existía. Había estado jugando con cerillas y había quemado una pequeña alfombra. Me disponía a maquillar mi delito, cuando, súbitamente, Dios me vio; sentí su mirada dentro de mi cabeza y en mis manos. Me puse a dar vueltas por el cuarto de baño, horriblemente visible, como un blanco viviente. La indignación me salvó; me enfurecí contra una indiscreción tan grosera; blasfemé; murmuré como mi abuelo: “Sagrado nombre de Dios, del nombre de Dios, del nombre de Dios”. Nunca me volvió a mirar”.

Eso fue, al menos, lo que él creyó. A los doce años solucionó, a su manera, el problema de la existencia de Dios. De LAS PALABRAS es también esta confesión: “Una mañana de 1917 –Sartre nació en 1905- en la Rochelle, estaba esperando a mis camaradas, que debían acompañarme al Liceo. Tardaban y, no sabiendo ya qué inventar para distraerme, decidí pensar en el Todopoderoso. Al instante se precipitó por el azul del cielo y desapareció sin explicación. No existe, me dije con un asombro cortés, y creí arreglado el asunto. En cierto modo, lo estaba, pues jamás he tenido, después, la menor tentación de resucitarlo”.

Puede que no lo hiciera en su vida, pero casi toda su obra, con la excepción, tal vez, de EL SER Y LA NADA, está impregnada de una preocupación no disimulada por el problema de Dios. En tanto que Orestes, el personaje de LAS MOSCAS, llega a su verdadera grandeza cuando descubre que no hay Dios, que el hombre está solo en el Universo y es dios de sí mismo, tema esencial en la filosofía sartriana, en EL DIABLO Y EL BUEN DIOS Sartre afirma que “no hay más que Dios; el hombre es una ilusión óptica”.

Charles Moeller, que dedica 137 páginas al estudio de la obra de Sartre en el tomo segundo de LITERATURA DEL SIGLO XX Y CRISTIANISMO, cuenta un episodio poco conocido del autor de LA NÁUSEA.

Durante su estancia en un campo de concentración nazi, entre 1940 y 1942, Sartre compuso una pieza teatral para distraer a los prisioneros del campo con motivo de la fiesta de Navidad. Se titulaba BARIOLA, EL HOMBRE QUE QUISO MATAR AL NIÑO JESÚS. En la mañana de Navidad, Bariola acude al portal de Belén para matar al Niño Jesús. Lleva un puñal en la mano. Ante la puerta del establo, Bariola suelta el puñal sollozando: “Señor, dadme fuerza para amaros”. Más tarde, los pastores, después de marchar los ángeles que habían anunciado el nacimiento, se quejan diciendo: “¡Qué frío hace! ¡Qué frío!”.

La idea de Sartre en esta obra es que el anuncio del Salvador no cambia nada en el frío de este mundo. Y, sin embargo, lo ha cambiado todo. Sartre, que comprendió tantas cosas, vivió en permanente “desconocimiento del verdadero semblante de la gracia”, como afirma Moeller. También Estragón, el personaje de ESPERANDO A GODOT, tenía frío y estaba cansado de tanto esperar la llegada del personaje misterioso. Eso no sorprende al creyente. La ausencia de Dios hiela el corazón. El mexicano Octavio Paz dice en PUERTA CONDENADA que “el fuego del infierno es fuego frío”. Y no hay peor infierno que el rechazo voluntario de Dios. Sartre ya no tiene frío.
 

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