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Siguiendo a Vargas Llosa, el nuevo Premio Nobel

Un apasionante análisis de la obra del genial escritor peruano, designado Premio Nobel de Literatura 2010 recientemente, realizado por el también peruano Samuel Escobar.
MUY PERSONAL AUTOR Samuel Escobar 08 DE OCTUBRE DE 2010 22:00 h

Soy uno de los muchos peruanos que se regocijaron el pasado jueves 7 a mediodía en España al enterarse de que la Academia Sueca había otorgado el Premio Nobel de Literatura al escritor peruano-español Mario Vargas Llosa. Y es que vengo siguiendo a Vargas Llosa desde 1963, cuando apareció su primera novela premiada La ciudad y los perros.

Por entonces trabajaba yo en la Argentina con los GBU y en la redacción de la revista Certeza. Quedé impactado, casi deslumbrado, por esa novela: el cuadro magistral de los adolescentes de Lima, la capital peruana, que mi paisano arequipeño había conseguido pintar en su novela, era un retrato de las luces y sombras de la realidad peruana. Nuestros caminos se habían cruzado fugazmente en la Universidad de San Marcos en Lima a la cual él ingresó dos años después que yo. Mientras él militaba en el grupo comunista Cahuide, yo era parte del grupo literario Esténtor y después con algunos amigos fundamos el Círculo Bíblico Universitario al cual dediqué mi energía y militancia.

Yo había aprendido del maestro Juan A. Mackay que para entender las señales de los tiempos en un país o una región las buenas obras literarias eran imprescindibles. Y el extraordinario teólogo-predicador cubano Cecilio Arrastía nos había repetido muchas veces que como predicadores debíamos leer las señales de los tiempos y que las buenas novelas latinoamericanas eran un excelente medio para conocer las realidad dentro de la cual nos tocaba anunciar el Evangelio. En ese sentido la obra de Vargas Llosa me ha ayudado mucho a entender mejor no sólo el Perú y Latinoamérica sino también la condición humana en todas partes.

Cuando apareció su segunda novela, La casa verde (1966) yo me encontraba haciendo estudios doctorales en la Universidad Complutense de Madrid. No fue lectura fácil porque Vargas Llosa introducía técnicas literarias novedosas, pero una vez que pude seguirle el hilo me hizo recorrer la selva peruana y viajar luego hacia la costa en un itinerario deslumbrante y cruel. Recuerdo en especial un momento de la novela en que describe la obra misionera de unas monjas católicas españolas que se sacrificaban en el duro ambiente de la selva para “civilizar-cristianizar” a algunas niñas indígenas, como Bonifacia la heroína de la novela quien al no poder volver a su tribu fue a dar a la costa, a una ciudad donde terminó como prostituta.

Cuando apareció su novela Conversación en la catedral en 1969 yo estaba viviendo una vez más en la Argentina que se debatía en medio de una crisis social aguda y violenta. La novela describe el ambiente corrupto y abusivo creado por un gobierno militar en el Perú, como trasfondo del drama personal de un joven escritor que enfrenta el fracaso de su vocación, y la vergüenza de un poder policial omnímodo puesto al servicio de grandes intereses económicos. Eran los años en que la “revolución cubana” se presentaba como el modelo a seguir para los otros países latinoamericanos y aunque por entonces Vargas Llosa simpatizaba con la causa cubana, el estilete del novelista al explorar la tragedia de su país iba mucho más profundo que un simplista análisis de lucha de clases.

La próxima novela de Vargas Llosa Pantaleón y las visitadoras (1973) volvió al paisaje selvático del Perú y con una técnica magistral y una intención risueña e irónica nos comunica la aventura de un típico militar de carrera que tiene que cumplir órdenes para un proyecto ridículo: proveer satisfacción sexual organizada y metódica a los soldados de las guarniciones apartadas. Leí esta novela mientras con mi familia trabajaba en el Canadá como director de los GBU de ese país. Todavía recuerdo la experiencia de reírme a solas en el autobús en la ciudad de Toronto con las peripecias del teniente Pantaleón Pantoja en la calurosa selva tropical, mientras afuera caía la nieve.

Se puede decir que con La tía Julia y el escribidor (1977) se cierra un primer ciclo de la novelística de Vargas Llosa. Hay un elemento autobiográfico en ésta como en todas sus otras novelas y el autor ofrece una crónica risueña de la peripecia de una iniciación amorosa en medio de los altibajos económicos de un recién casado en situación precaria. En capítulos alternativos va ofreciendo los capítulos de una típica radionovela, cuyo autor que domina esa especial técnica literaria artesana se va confundiendo con la maraña de personajes, episodios y pasiones que ha ido tejiendo para ese gran público que también llena los estadios y disfruta de “lo popular.”

Puede decirse que este primer ciclo de sus novelas fue casi todo escrito mientras Vargas Llosa vivía en Europa, lejos de su patria, aunque su temática es siempre peruana. La acción de todas ellas transcurre en el Perú, y nadie podrá negar que ofrecen una radiografía magistral de la condición del ser peruano. Siempre me interesó ver cómo trataba Vargas Llosa la temática de lo religioso y espiritual, pero me parece que en esta primera etapa hay casi un agnosticismo en cuanto a ello. Este aspecto no está del todo ausente, y aparece en la medida en que las obras retratan la totalidad de la vida, pero en ningún momento es central para la narración, ni el narrador se detiene a retratarlo en forma especial. Mis observaciones sobre este tema desde una perspectiva teológica aparecieron en dos trabajos: uno en la revista argentina Certeza en 1981 y el otro publicado como separata por el Seminario Evangélico de Lima.

Con la novela La guerra del fin del mundo (1981) se inicia un nuevo ciclo de la obra novelística de este premio Nobel. Esta obra monumental se basa en el estudio del sociólogo brasileño Euclides da Cunha Os sertões que describe y analiza la guerra de Canudos, un levantamiento popular anti-moderno dirigido por un fanático religioso y que fue masacrado por el ejército brasileño. Como en otros casos, Vargas Llosa ha tomado un hecho histórico y luego narra, a su manera, historias de ficción vinculadas a ese hecho histórico y que permiten entender algunas de sus dimensiones que de otro modo no se alcanzarían a distinguir. En términos de técnica literaria puede decirse lo mismo de La fiesta del chivo (2000) que retrata la vida en la República Dominicana durante el dominio totalitario del “Benefactor” Rafael Leonidas Trujillo. En ambos casos el novelista realizó un trabajo de investigación largo, disciplinado y minucioso antes de escribir sus novelas. Es lo mismo que ha hecho en la novela que se publicará el próximo mes de Noviembre, El sueño del celta (2010), basada en la vida del diplomático británico Roger de Casement, quien denunció las atrocidades del colonialismo en el Congo africano y las de los comerciantes y políticos en la Amazonía sudamericana.

Un libro clave para entender a Vargas Llosa y su obra literaria es El pez en el agua (1993) unas “Memorias” en las cuales los recuerdos de adolescencia y juventud van intercalados en capítulos alternativos con la narrativa de su aventura política que duró de 1987 a 1990, y en la cual fue candidato a la presidencia de su país. Consiguió agrupar a las fuerzas conservadoras de centro y de derechas pero fue derrotado por un candidato prácticamente desconocido que atrajo el apoyo popular y especialmente los votos evangélicos y de algún sector de la izquierda. Un libro publicado el año pasado con el título de Sables y utopías (Aguilar, 2009) es una antología de escritos de Vargas Llosa que permiten trazar el curso de su evolución política desde su izquierdismo juvenil hasta la postura que define hoy como la de un liberal.

Habiendo seguido la carrera de este peruano español y universal con el interés propio de un predicador, interesado en la literatura como índice de las “señales de los tiempos”, me alegra profundamente que haya recibido el Premio Nobel. Bien merecido lo tiene por la vastedad y la calidad literaria de su obra y por su manera de intentar comprender lo que significa ser humano en nuestro tiempo. Creo que ha sido un acierto el del jurado de Estocolmo que le concedió el premio “por su cartografía de las estructuras de poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota.” Tenemos aquí todo un desafío, una agenda, para el criterio teológico. El tema del “poder” es un tema permanente para quien cree que Jesús es el único Señor y acepta lo que enseña la Palabra de Dios acerca de la condición humana.
 

 


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