Qué le falta a mi fotografía

Llegas a tu casa, vas al ordenador y descargas lo captado. Amplías la imagen de tu foto favorita hasta que ocupa toda la pantalla. Los colores son bonitos y la imagen es fidedigna porque lo que aparece se corresponde con el sitio en que has estado y no se puede negar que refleja la realidad que has visto. Sin embargo tienes una cierta -tan relativa como inequívoca- frustración porque no sientes, ni mucho menos, lo mismo que unas horas antes.

La imagen omite el movimiento de las hojas de los árboles. El río que baja hacia el valle ahora lleva agua silenciosa, estática y sin ruido al chocar contra las rocas que no hace espuma blanca al batir consigo misma en la caída.

No se puede comparar el azul sobre las montañas con el cielo abierto de hace un rato, ni están presentes las montañas altas e imponentes que tenías a tu derecha, a tu izquierda y detrás de ti.

Tampoco sientes los pies doloridos por el esfuerzo de la caminata y las irregularidades del terreno. No te llegan los olores de la naturaleza, ni de tus ropas, ni de tu propio cuerpo. No tienes el sol pegándote en la piel ni notas su calor suave y peligroso mezclado con el frescor que va repartiendo el agua del río mientras baja.

Se han quedado atrás la tranquilidad y la desocupación que daban oportunidad a tus sentidos para recibir el impacto físico y en tiempo real de todo lo que la creación trasmitía.

Hay una barrera sutil entre lo virtual y la realidad misma que te impide alcanzar ahora, en primera persona y sin intermediarios tecnológicos, la vivencia que pretendiste almacenar en megabytes. Falta la voz del Creador que pese a la ausencia de palabras se hace notar por encima de argumentos y contraargumentos de los que se empeñan en que no salga en la foto.

Siempre queda el recuerdo de las sensaciones corporales, del paisaje activo y vivo y, cómo no, de las vivencias innegables.