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El último «paseo» de Gabriel

Continuamos la historia, hasta su final, del antiguo cocinero del Hotel Palace Gabriel Sánchez, coincidiendo con el inicio de la guerra civil, narrada y revivida por sus nietas Sara y Febe Jordá.
MUY PERSONAL AUTOR Sara y Febe Jordá 18 DE JUNIO DE 2010 22:00 h

Gabriel Sánchez (y II)

En el capítulo anterior dejamos a Gabriel Sánchez, misionero en Castilla encomendado por la iglesia de Chamberí, recién trasladado con su familia a Navaluenga, provincia de Ávila, junto al río Alberche, al pie de la Sierra de Gredos. Los que habéis estado en el lugar recordaréis, sin duda, el imponente puente romano que se refleja limpiamente en el agua, disimulando haber sido testigo de vilezas y ruindades humanas a través de tantísimos siglos.

Allí alquilaron, gracias a una hermana de la iglesia en Madrid, el local de una cantina y, domingo tras domingo, en un pueblo de doscientos cincuenta habitantes, se reunían para el culto evangélico unas doscientas personas. Si la reunión comenzaba a las siete de la tarde, una hora antes ya había gente a la puerta para entrar. Muchas veces he pensado la alegría que eso produciría en el corazón del matrimonio misionero: ¡por fin el evangelio daba fruto! Varias personas manifestaron haber aceptado al Señor, y debía ser un gozo hablar de la Palabra cada vez que se presentaba la ocasión.

El 18 de julio de aquel infausto 1936 estalló la guerra. Las tropas franquistas entraron en Navaluenga el 4 de octubre, y el 6, a las dos de la tarde, Gabriel Sánchez era detenido y encarcelado en el cuartelillo del ayuntamiento del pueblo.

Parece ser que él fue consciente desde el primer momento de lo que iba a ocurrir. Se le oía cantar, en la plaza del pueblo, a través de la ventana:
´Cuando mis días acaben aquí
con sus tareas, fatiga y dolor,
salvo a las playas de luz llegaré,
y en su hermosura veré a mi Señor´

A cierta hora de la tarde le permitieron recibir la visita de Josefa, su esposa, que acudió con Marta, la pequeña, de cinco meses. ´¿Cómo no has traído también a María?´ –preguntó, sabiendo que ya no iba a tener más ocasión de verla casi con toda seguridad. ´Sigue con mucha fiebre, por el sarampión´. Las besó y se despidió.

¿Pensó que Dios, su Salvador, las cuidaría, incluso mejor que él mismo, ya que las amaba hasta el punto de haber entregado su vida por ellas? ¿Barajó la posibilidad de claudicar, como le invitaba a hacer el alguacil, ´aunque por dentro siguiera creyendo lo suyo´? ¿Le invadió el miedo y la angustia? ¿Qué le llenó de valor para no renegar de su fe en Cristo Jesús?

Por la noche, sin juicio previo, le sacaron y le dieron el paseo. Varios soldados le condujeron a una era que, en aquel entonces, estaba a un kilómetro del pueblo. Allí le enterraron el cuerpo, dejándole fuera la cabeza, y se la golpearon a culatazos hasta que se hartaron, cuando se le había hinchado de tal modo que ya era irreconocible. Finalmente le dispararon. Arrojaron después un poco de tierra por encima, dándolo por enterrado.

Un vecino valiente, el Sr. Ángel, fue la noche siguiente al lugar, desenterró el cuerpo, lo cargó sobre sí, y lo llevó al cementerio, donde le dio sepultura en suelo no sagrado.

Los soldados pasaron a vivir en la casa de Gabriel Sánchez y Josefa, y llevaron prostitutas al lugar, a la vez que usaban las ropas de Gabriel y se quedaron con todo lo que tenían, incluyendo la bicicleta, dejando a la madre, a la niña enferma y al bebé en la calle. No comunicaron a Josefa que habían ejecutado a su marido, sino que le dijeron que lo habían trasladado a la capital, a la cárcel de Ávila.

La familia de Gabriel nunca ha comprendido que las grandes contiendas sirvan de amparo a acciones innobles e indignas. En este caso fue la envidia de
quienes se habían quedado sin feligreses. Pero también sabemos que es en esos momentos extremadamente difíciles cuando queda al descubierto la calidad de una persona. Gabriel Sánchez fue valiente, decidió a favor de la libertad de conciencia y pagó ese derecho al precio más alto, el de su vida. Porque sabía en Quién había creído, y confiaba absolutamente en su fidelidad.

El miedo se apoderó de los vecinos de Navaluenga, y los convertidos hicieron vida de católicos romanos de entonces en adelante. La extensa familia de Josefa mismo no quiso recibirla en ninguna de las casas que tenían en diversos lugares, por la misma razón. En algunos casos procedieron al bautismo de emergencia de sus hijos por si acaso. La familia de Gabriel, que ya le había desheredado cuando se manifestó protestante, tampoco mostró caridad en este punto. Finalmente, después de casi un mes recogidas en casa de la familia del Sr. Ángel, fue D. Mariano San León, de Valladolid, quién las recibió en su casa y las cuidó, hasta que las enviaron a Barcelona, que todavía era territorio republicano.

Hasta aquí la breve historia de la tragedia de una familia. Los años posteriores fueron durísimos, como muchos conocéis en propia carne también. Cuánta bajeza, cuanto ensañamiento y cuánta maldad gratuita. Cuánta destrucción y ¡tanta pérdida irreparable!

La vindicación de la memoria de Gabriel Sánchez gracias al interés y a la labor de investigación de Juan María Galán y todos los que componen la Asociación en Segovia es sanadora para la familia. Y entendemos que las iniciativas llevadas a cabo en este sentido desde cualquier ámbito son nobles y reparadoras para todas las familias de los sacrificados en las guerras.

Josefa, la esposa, y María, la hija mayor, están reunidas con Gabriel en la casa del Padre Celestial. Marta, la menor, está dispuesta y en camino.

Los ocho nietos y nietas de Gabriel Sánchez, que hoy ya superamos en edad a nuestro joven abuelo, nos hemos sentido orgullosos de nuestro segundo apellido estos días especialmente, porque entendemos que, en realidad, él fue uno de esos de los cuales el mundo no era digno.

Ya en años pasados algunos familiares cercanos de Gabriel Sánchez siguieron su ejemplo y salieron al campo misionero, incluso en las mismas tierras donde él estuvo trabajando, y siguen hoy, para la extensión del Evangelio de Jesús. Nosotros, los nietos, procuramos seguir también sus pasos, su fe, su pasión por el común Salvador y Maestro.

Escrito por las hermanas Febe y Sara Jordà, nietas de Gabriel Sánchez


Artículos anteriores de esta serie:
 1El cocinero del Hotel Palace 
 

 


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