La leyenda de manuscritos perdidos y encontrados ha tenido con frecuencia voz y protagonismo en la literatura. Un joven profesor de filosofía anda en busca de un antiguo manuscrito de Tácito en los dos tomos novelados por el alemán Gustav Freytag en 1864. En 1817 el poeta checo Vaclav Hanka logró engañar a los lectores fingiendo haber descubierto en la catedral de Kralové doce hojas de pergamino cuyo contenido fue publicado en 1819. Resultó ser una falsificación.
Un salto a nuestros tiempos nos encontramos con el genial florentino Giovanni Papini. Lo confieso una vez más: Es uno de los autores que leo con más frecuencia. En 1943 publica “Gog”, que está entre sus mejores libros. El escritor italiano recurre a la vieja técnica de suponer que publica papeles íntimos de un personaje monstruoso. Sigue el también italiano Humberto Eco con su famosa novela de 1980 “EL nombre de la Rosa”. Utiliza el recurso literario del manuscrito ignorado y descubierto por un investigador.
En fin, en la misma línea acaba de incorporarse Dan Brown con su libro superventa “El código Da Vinci”, con la fábula de unos pergaminos hallados en el sur de Francia.
Lo de Febe Jordá es distinto. Totalmente distinto. En ella hay menos especulación. Menos fantasía. Menos desvarío. Más credibilidad. Más intimidad. Y, más que todo eso, un discurrir evangélico ortodoxo y casi evangelizador desde que don Laureano redacta artículos para “El Evangelista” y “El Joven Cristiano”, revistas que realmente existieron publicadas por las Asambleas de Hermanos entre 1884 y 1936, hasta que Francisco, atrapado en el frente de guerra en noviembre de 1938 escribe a don Laureano, le confiesa que ya sabe lo que es sentir miedo y agrega: “¡Lo que daría por disponer de una Biblia aquí y releer algunos textos!”.
Entre ambas referencias, sacadas de la primera y penúltima página, hay una apasionante historia que transcurre entre el misterio y el suspense. Para
nada exagero si digo que Febe Jordá escribe un thriller que se lee en tensión y con emoción.
La trama de la novela comienza cuando Marta, montada en una escalera pide ayuda a su hija Sara para sacar una vieja maleta del altillo del pasillo.
La vieja maleta estaba llena de papeles, entre ellos, cuenta la autora, “cartas de acuse de recibo de los artículos de las revistas, casi siempre por parte de un tal Ernesto Trenchard”.
¡Trenchard, maestro mío en 1953 y 1955, entregado, consagrado trabajador inglés, misionero primero en Barcelona y luego en Madrid! Entre los muchos papeles viejos Sara encuentra “una cuartilla de un grupo de seis, escrita por las dos caras, en la que se veía un texto no sólo en otra lengua sino en una escritura que no era el alfabeto latino”. La inocente de Sara llegó a creer que aquél texto podría contener las indicaciones “de una herencia que hubo que esconder a causa de la guerra”. Pero no. Una primera interpretación deduce que el misterioso texto está redactado en árabe, pero, desconcertante, las letras “no están agrupadas formando palabras árabes”.
Marta consulta al profesor Enrique Alonso. Este historiador estaba trabajando “en sacar a luz todas las aportaciones que desde el campo protestante se han hecho en España y que por unas razones u otras han pasado desapercibidas porque prácticamente han permanecido en los círculos del campo evangélico”.
La historia se complica cuando a Sara le roban la mochila con todos los papeles del abuelo en ella. Para Sara, el robo demuestra la importancia de los documentos. Alguien ha conocido su existencia y decidió hacerse con ellos.
A partir de aquí “los distintos personajes van entretejiendo sus caminos, sus inquietudes y sus alegrías en el presente con un pasado desconocido, hasta desembocar en un descubrimiento que puede marcar su destino”.
Confieso que la novela de Febe Jordá me ha sorprendido. Muy bien escrita, dando preferencia a entretenidos diálogos en lugar de largas y a veces fastidiosas crónicas, según era costumbre en José María Gironella; este autor catalán para afirmar lo blanco escribía 20 páginas explicando por qué lo blanco no es negro.
Dice la autora que esta es su segunda novela. No tengo noticias de la primera, pero a los que somos lectores de buena literatura nos gustaría que escribiera una tercera, una cuarta, hasta parar en los tres seises del Apocalipsis. Febe tiene ingenio, capacidad, habilidad, talento. Dando por sabido que talento es sinónimo de inteligencia, me remito a la parábola de Marcos. Aquí el talento es una valiosa moneda de plata que debía ser negociada. El siervo necio conservó el talento recibido sin beneficiar a nadie.
Febe no debe esconder su talento. Debe negociarlo. Quiero decir, que siga escribiendo historias tan buenas como “Los papeles del abuelo”. Historias como ésta, soberbia en su poderío, canalizada en pasajes luminosos, desde esa encantadora perspectiva femenina, que sirvan de referencia para los novelistas que llegan.
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