Aguas que fluyen

Hasta hace unos meses vivía en una ciudad donde las puertas de las casas permanecen abiertas y, entrada la noche, la gente se sienta a beber té en la vereda para disfrutar del el aire fresco que quita el cansancio de un día sofocante. Una ciudad donde me era posible comprar un cartucho de tinta para la impresora aunque no tuviera dinero, porque el vendedor insistía en que lo llevara y se lo pagara “otro día”. Fue un shock sumergirme de repente, tras sólo 17 horas de vuelo, en un mundo de casas custodiadas por perros y alarmas electrónicas, ventanas con rejas y puertas reforzadas, donde todos desconfían.

Es verdad que anhelaba un descanso, estar en la propia cultura y no escuchar otros idiomas por algún tiempo, pero confieso que al principio me sentí extraña. Eché de menos las puertas abiertas, la ausencia de perros, la gente amigable…

Transcurridos unos meses, cuando por fin me estaba habituando al nuevo-conocido contexto, dos hechos volvieron a sacudirme. El gobierno del Reino de Marruecos injurió y expulsó en pocos días a más de medio centenar de extranjeros y dejó sin familia a una treintena de niños que habían recibido el regalo de la esperanza en Vilage of Hope (Aldea de la Esperanza). Al mismo tiempo, aquí, en Argentina, un ladrón intentó -a plena luz del día- forzar la puerta de entrada de la casa que habito. Seguramente pensó que no había nadie en su interior.

El gobierno de Marruecos también debe haber pensado que “no había nadie” y que impunemente podía sacar de su territorio a cooperantes cristianos, cerrar hogares para niños, escuelas talleres y otros proyectos sociales. Pero ignoran estos funcionarios que el espíritu de Dios tiene morada en el Magreb, y que no por expulsar a extranjeros -a los que acusan de “proselitismo”- acabarán con un reino que no tiene fin.

La periodista Oriana Fallaci, lúcida, crítica, valiente, escribe en La Fuerza de la Razón, uno de sus últimos libros: “… el Islam es una charca. Y una charca es una presa de agua estancada. Agua que no fluye, que no se mueve, que no se depura (...) La charca no ama la Vida. Ama la Muerte (...) En cambio Occidente es un río. Y los ríos son corrientes de agua viva. El río ama la Vida” (las mayúsculas son de ella).

Llama la atención esta metáfora. Obviamente, no quiso Fallaci hablar de Cristo, que nos da el Agua de Vida. Leyéndola, algunos de sus seguidores (que llegamos a quererla como a una hermana rebelde), hemos orado por ella, pidiendo a Dios que antes de morir –de cáncer, en 2007- tuviera la revelación que le faltaba.

La italiana defendió “con uñas y dientes” la civilización occidental y la fuerza de la razón, le presentó cara al islam y cosechó amenazas de muerte.

No necesitamos los cristianos enemistarnos con las autoridades de Marruecos ni de otro país musulmán. Podemos argumentar, defender, pero, sobre todo, seguir remando en la corriente del Espíritu. Y el río desbordará y sus aguas saciarán la sed de toda la Tierra; las semillas germinarán y darán fruto. ¡Lo estamos viendo!