El lugar donde se desarrolla el acontecimiento es todo un lujo y en cierta manera representa el encuentro de dos mundos; el griego y el cristiano. Allí los padres de occidente son presentados formalmente entre sí, cortejados por risas escépticas y conversiones profundas.
Y es que de algún modo era una cita anunciada, y que por esos caprichos que tiene la historia ya había tenido su antesala a mediados del siglo V a.C., tiempo en el cual, paralelamente se edificaron dos inmutables símbolos del espíritu humano: el segundo templo judío y el Partenón de Atenas. Sabiduría humana y sabiduría divina (o algo así) en el que a pesar de los miles de kilómetros de distancia se gestaba una travesía destinada a confluir en algún tiempo y lugar. Y esto sucede cientos de años más tarde en un discurso breve pero intenso.
¿Y cómo afronta Pablo este reto? Pues a diferencia de muchos predicadores modernos el apóstol se mete en la piel de los oyentes para hacer lo más impactante y comprensible posible su mensaje. Muchos de nosotros evangelizamos soltando citas de Isaías o Jeremías a troche y moche como si al oidor de la España de 2009 el susodicho profeta le supusiese algún tipo de autoridad cuando es evidente que no suele ser así. Sin embargo, Pablo no lo hace. No comienza a soltar
bibliazos a aquellos idólatras. Tampoco les empieza a relatar los horrores del infierno destinado para los que practican sus costumbres.
Para mostrarles la verdad de Dios Pablo cita a Pausanias y Filóstrato, dos de los filósofos griegos más conocidos por el auditorio.
Repito: muchos debemos tomar nota y ponernos en los zapatos de nuestros oyentes; si son griegos, zapatos griegos; si son estadounidenses, zapatos estadounidenses y si son españoles, zapatos españoles. Porque cada pueblo y cada civilización tienen su particular forma de percibir el mundo, la vida y la necesidad de redención, si es que creen necesitarla. Algo evidente, pero que todavía supone una asignatura pendiente para la joven iglesia evangélica española.
Pero ya va siendo hora que cojamos el toro (símbolo de nuestra nación) por los cuernos y que sobre todo los jóvenes sepamos emanciparnos de nuestros “padres”, esos amados misioneros que han puesto la semilla de centenares de congregaciones en nuestra vieja Iberia y que a menudo han hecho mucho bien. Pero ya es tiempo de dejar fuera estructuras de pensamiento ajenas a la realidad que aquí nos rodea (folletos insulsos, libros sobre respuestas a preguntas que nadie se hace, estudios bíblicos sin rigor, cancionero infantilizado). España es España y no otra cosa.
Conociendo a Jesús y a nuestros semejantes podemos realizar, al igual que Pablo con los atenienses, un encuentro histórico entre los conocedores y desconocedores de la vida que Cristo ofrece. Sepamos lo que leen, escuchan, piensan, observan, hacen, dudan, critican, anhelan, ignoran... Fomentemos entre todos una actitud donde la vida de los que están con nosotros se sienta desafiada desde sus propios conceptos, prejuicios y pretensiones.
Merece la pena el esfuerzo de ser autocríticos, buscar la renovación y penetrar en el corazón helado del indiferente. Donde el fuego sea fuego, la verdad tenga algo que decir, y donde ese “Dios desconocido” que buscan sin saberlo pueda ser hallado. España no rechaza a Cristo, simplemente no se ha percatado de quién es. Cuando tomemos conciencia de ello, algo va a suceder, nueva vida va a brotar. De nosotros depende, y si no es así, ocurrirá como en el dicho aquel de “a Dios rogando (por avivamiento) y con el mazo (de la desconexión) dando”.
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