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El suicidio de Larra

El pasado mes de marzo se cumplieron doscientos años del nacimiento de Larra, figura destacada en el periodismo español del siglo XIX. El asturiano Leopoldo Alas, “Clarín”, dijo de él que fue “el primer escritor de su tiempo” y le pone como ejemplo de “romántico puro, idealista de sangre …. su humorismo y su pesimismo eran de índole genuinamente romántica”.
EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR Juan Antonio Monroy 09 DE MAYO DE 2009 22:00 h

En este segundo centenario de su venida al mundo en Madrid, importantes medios de comunicación, especialmente la prensa literaria, han escrito acerca de su suicidio.

Mariano José de Larra, periodista, crítico literario, escritor romántico en la vida y en las letras, nació en Madrid el 24 de marzo del año 1809. El 13 de febrero de 1837, a los 28 años de edad, se pegó un tiro. Dicen que por la mujer que decidió cortar las relaciones extramatrimoniales que mantenía con el escritor.

Se ha querido presentar el suicidio de Larra como el último acto amoroso de un gran romántico. Esto no es justo. No puede decirse que el suicidio de Larra fuera motivado por el amor. Lo fue por la pasión. Y ya se sabe que amor y pasión son dos sentimientos bien diferentes. «La pasión no es culminación del afán -ha dicho Ortega y Gasset-, sino su generación en almas inferiores. En ellas no hay encanto ni entrega.» En cambio -continúa diciendo Ortega-, «enamorarse es sentirse encantado por algo, y algo sólo puede encantar si es o parece perfección».

Larra no veía el amor por los cristales de este espejo. Sus biógrafos no lo presentan con buena pinta. Ferrer del Río describe a un Larra detestable como hombre: «Vivo -dice- no correspondía a la amistad de nadie. Larra, con su índole viciosa, su obstinado escepticismo y sin saborear nunca la inefable satisfacción que resulta de las buenas acciones, no cabía en el mundo. A este campo de desolación y tristeza le conducía su instinto aciago, su condición áspera y exigente.»

Otro historiador de su vida, Melchor de Almagro San Martín, dice de él que era «hombre sin verdaderas creencias religiosas, sin moralidad ni freno a sus pasiones, sino juguete de ellas», y que a Dolores Armijo no le empujaba otra cosa que la apetencia carnal: «El amor tal como él lo entiende: posesión y hartura física.»

Esto, naturalmente, quita todo romanticismo al suicidio de Larra. Lo despoja de toda nobleza, si es que hay nobleza alguna en el acto de quitarse la vida. Lo que el quería en realidad era vengarse de quien, habiéndole amado, ahora le despreciaba. Con su muerte Larra pretendía sumir a su amante en la desesperación, en el remordimiento. Crear en ella un sentimiento de culpabilidad que en adelante le hiciera imposible la felicidad. Gómez de la Serna comentaba: «Los que matan a una mujer y después se suicidan deberían variar el sistema: suicidarse antes y matarla después.»

Larra lo hizo así. Su muerte fue también la muerte de Dolores Armijo. Una muerte moral, naufragando el resto de su vida en un mar de sentimientos contradictorios, oyendo los gritos acusadores de su conciencia.

EI escritor había sabido vengarse. Su cuerpo caería en la negra fosa, pero el alma de su amante no conocería ya la tranquilidad. Es el mismo argumento de Ana Karenina, la célebre novela de Tolstoi. Por medio del suicidio, Ana fuerza la conciencia de su amante. Encuentra en su propia muerte el medio para vengarse de él desde la tumba, para castigarle y hacer revivir su amor. Su imaginación anticipa la reacción del amante al tener noticia de su muerte: «¡Morir! ¡Cómo lo va a sentir él, cómo me va a amar, cuánto sufrirá por mi! ¿Cómo he podido hablarle tan cruelmente?, pensará ... pero ya es demasiado tarde, ella no existe ya ... »

Sin el suicidio de Larra el nombre y la vida de Dolores Armijo habrían quedado para temas de especialistas. Pero la muerte violenta del escritor unió a ambos en una misma vergüenza. «Nadie la acusará de asesinato -dice Carlos Sainz de Robles comentando la última entrevista de los amantes-; pero es su mano, que aún guarda la presión de la mano ardiente de él, la que ha disparado el arma. ¡Y huye con el mayor anhelo y se mezcla con los grupos alocados de máscaras que regresan del Prado por el Arenal de San Ginés! Tiene prisa por meterse en esa sombra inmensa de que ya no podrá sacarla todo el interés malsano de las generaciones futuras.”

Aunque la historia registra muchos nombres de suicidas famosos, está por hacer aún la auténtica psicología del suicidio. ¿Qué pasa por el alma del desesperado para conducirle a una decisión semejante? ¿A qué extremos de aniquilamiento llega su sensibilidad? ¿Cuál es la dimensión exacta del trastorno emocional y sentimental que se opera en el suicida?

La libertad que Dios ha concedido al hombre es de una magnitud tal que puede disponer de su vida como le plazca. Séneca, un suicida famoso, decía a Lucilio que «la cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas». Quien se queja contra la vida y contra el Dios autor de la misma, tiene en su mano la facultad para marcharse de este mundo cuando le plazca. La Biblia dice que Dios ha dado la vida al hombre. Sin embargo, en su mano está el conservarla o prescindir de ella.

Larra -nos lo han dicho sus biógrafos- no era precisamente un creyente. Pero, hasta donde sabemos, jamás se proclamó ateo. El prólogo suyo al célebre libro de Lamennais El dogma de Los hombres libres, palabras de un creyente, que Larra tradujo y popularizó en España, contiene valiosas observaciones sobre su actitud religiosa. Aquí proclama la necesidad absoluta de la religión «en todo estado social; necesidad innegable -dice-, pues que la experiencia no nos presenta en el transcurso de los tiempos un sólo caso de un pueblo ateo ... Todos al nacer entramos a ser parte de un orden de fenómenos anterior al hombre mismo, indestructible y superior, no sólo a su fuerza, sino a su propia inteligencia; en una palabra, sobrehumano; orden inmutable que revela un poder mayor existente, y que a la par impone una ley universal, emanada de él; ley grabada en toda sociedad, aunque con anterioridad a su existencia, pues que lo está en el corazón de todo hombre, a saber, la justicia.

Como tantos otros cerebros en España y fuera de ella, Larra se quejaba de la corrupción de la religión oficial y denunciaba la tiranía de los reyes y de los ministros del culto que «o estorbaron la vulgarización de las Sagradas Escrituras -dice-, o la interpretación a su manera, tornándolas palancas políticas; sustituyeron en provecho suyo, y en el de los Gobiernos, a la religión por la superstición, a la creencia por el fanatismo, arteria a que desgraciadamente se prestaba la ignorancia de los siglos medios».

Larra demostró, en sus escritos y en su vida, poseer un defecto común a la casi generalidad de los escritores españoles: apartarse de Dios como consecuencia del desengaño sufrido en la religión en que nacieron. ¡Como si Dios fuera católico, apostólico y romano! El anticlericalismo de Larra no llegó a los extremos de Blasco Ibáñez, pero tampoco desperdiciaba ocasión de atacar a la religión oficial del Estado español. En el prólogo citado, Larra se nos muestra como precursor del debate sobre la libertad religiosa y toma partido por la justicia. «Religión pura -escribe-, fuente de toda moral, y religión, como únicamente puede existir: acompañada de la tolerancia y de la libertad de conciencia; libertad civil; igualdad completa ante la ley, e igualdad que abra la puerta a los cargos públicos para los hombres todos según su idoneidad y sin necesidad de otra aristocracia que la del talento, la virtud y el mérito; y libertad absoluta del pensamiento escrito.»

Todas estas ideas ponen de relieve una base religiosa en Larra, un conocimiento exacto, justo, del papel que debe desempeñar la religión en el individuo. ¿Cómo compaginar estos conocimientos con su actitud suicida? El engaño es frecuente. Conocimiento no supone sentimiento. El gran pecado de las inteligencias privilegiadas es que saben mucho acerca de Dios, pero sienten poco. Conocen a la perfección cuáles deben ser los deberes religiosos de los ministros del culto y de los fieles en general, pero ellos mismos no están dispuestos a cumplir estos deberes.

El conocimiento intelectual del cristianismo no vale. Cristo no es una filosofía. Es una verdad, la Verdad, pero no una verdad doctrinal, sino vital. Es verdad y vida, vida verdadera, verdad vivida. La profesión superficial y rutinaria de las doctrinas cristianas deja el alma tan seca como la de cualquier pagano y cierra las puertas del más allá. Ya lo dijo Cristo: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, mas el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les protestaré: Nunca os conocí; apartaos de mi, obradores de maldad» (Mateo 7:21-23).

Larra se equivocó al suicidarse. Se equivocó en el impulso que le hizo coger la pistola, creyendo él que era amor, y se equivocó en las consecuencias finales de su acto. La Biblia dice que el reino de los cielos es para los valientes, pero para los valientes que aceptan ser cristianos con todas las consecuencias. De los que muestran su valentía (?) al quitarse la vida, de éstos no dice que es el reino de los cielos.
 

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