El autor de este libro parte de una proposición totalmente falsa, ilógica, indemostrable. Que Dios murió en el siglo XIX, lo enterró Nietzsche con su grito “Dios ha muerto”, repetido al pie de la letra por Jean Paul Sartre al final de la segunda guerra mundial, seguida tontamente desde mediado de los años cincuenta por la mal llamada teología de la muerte de Dios. A este desquiciamiento del intelecto respondió el italiano A.M. Cocagnac con una obra contundente que ostentaba este título: SI DIOS ESTUVIERA MUERTO NO HABLARÍA TAN FUERTE. Desde su aparición en el primer capítulo del Génesis los hombres y los pueblos han estado recibiendo la luz de Dios en el espejo del alma. Querer matarlo es locura.
Para construir su libro Onfray admite que hoy día, en pleno siglo XXI, Dios no está muerto ni agonizante, al contrario de lo que pensaban Nietzsche, Sartre y Heine. No hay fecha de nacimiento de Dios. Tampoco certificado de defunción. Hoy día, dice, Dios se encuentra en la plenitud de su renacimiento, tanto en Oriente como en Occidente. De aquí la urgencia, según Onfray, de un nuevo ateísmo, argumentado, sólido y militante. Un ateísmo que proclame que nuestro único bien verdadero es la vida terrena; que la religión es una debilidad y que existe una única trinidad: hombre, materia, razón; un ateísmo poscristiano que rompa de manera irrevocable los códigos divinos. Es lo que el autor quiere.
Michel Onfray es un conocido pensador francés enfrentado a la religión y defensor del ateísmo militante, agresivo. Llama a la religión “neurosis infantil de la humanidad”.
Ante semejantes elucubraciones el lector ya puede imaginar cuál será el contenido de los trece capítulos que forman el libro.
Los ataques más virulentos van dirigidos contra las tres religiones monoteístas, Cristianismo, Judaísmo e Islam.
Dice que el monoteísmo detesta la inteligencia. ¡Qué forma de ignorancia! ¿De dónde han salido los grandes pensadores de todos los tiempos? ¿No procedían del Cristianismo San Agustín, Tomás de Aquino, Ernesto Renán, Voltaire, Nietzsche, Sartre, Chesterton, Emerson, Kant, Pascal, Proust, Russell y otros cuya enumeración me llevaría muchas horas? ¿No salieron de la religión judía hombres como Freud, Marx, Einstein, Saul Bellow, Norman Mailer y tantos y tantos científicos y literatos, galardonados con el premio Nobel? ¿No produjo el Islam un Almanzor, un Ben Hazm, un Ben Asamh, un Azarquiel, uno de los grandes cerebros que han brillado en la ciencia universal, un místico poeta como Muhidin ben Arabi, precursor del Dante en su concepción del infierno, un Averroe, tal vez el más grande filósofo árabe nacido en Córdoba? Cuando Michel Ofray escribe sobre “el ojo perverso del monoteísmo”, ¿no será que sus ojos quedaron completamente ciegos al tratar estos temas?
A pocos va a convencer este TRATADO DE ATEOLOGÍA. Los argumentos que presenta son débiles y tan antiguos como el Salmo 2 escrito por David, donde el pueblo quería romper las ligaduras que le ataban a Dios, según ellos creían.
Onfray, como otros ateos, se lanza a la indefendible afirmación de que lo que el creyente defiende es una falsedad demostrable. Muy temerario tiene que ser hoy un ateo para atreverse a asegurar con certeza la inexistencia de Dios. No sólo temerario, también lo considero vano, peligroso y contradictorio. Desde mediados del siglo pasado los ateos nos están diciendo que Dios ha muerto. Y antes que ellos, cuando agonizaba el siglo XIX, Nietzsche lanzó el primer grito sobre la muerte de Dios. Bien. Si Dios está muerto, ¿a qué esa ingente cantidad de literatura para convencernos de que Dios no existe? Si está muerto, ¿cómo puede existir? Y si no existe, ¿por qué afanarse tanto en demostrar que no existe? ¿No supone falta de juicio querer asegurar la inexistencia de lo que no es? Si los ateos creen que Dios no existe, ¿de qué quieren convencernos?
Los creyentes creemos que Dios existe. En nosotros la creencia no es el resultado de una apropiación teórica. Es la consecuencia de la transformación espiritual y humana que el Creador ha llevado a cabo en nuestras vidas a través de su Hijo Jesucristo.
En el dilema ateísmo-creencia, el genial filósofo francés del siglo XVIII, Voltaire, a quien la Iglesia católica tiene por ateo y yo tengo sólo por anticatólico, echaba la pelota al campo de los incrédulos. En el artículo Ateos, en el primero de los 18 tomos de que consta la Enciclopedia de la Revolución Francesa, Voltaire escribe: “Incluso si no pudiésemos demostrar la posibilidad del Ser soberanamente perfecto, estaríamos en nuestro derecho a preguntar al ateo las pruebas de lo contrario, puesto que, persuadidos, con razón, de que esta idea no encierra contradicción, le corresponde a él probarnos lo contrario; quien niega tiene el deber de aducir sus razones. Así, todo el peso del trabajo cae sobre el ateo, y quien admite un Dios puede, con toda tranquilidad, dar su asentimiento, dejando a su antagonista el cometido de demostrar la contradicción. Ahora bien, añadimos nosotros, esto es lo que nunca conseguirá”.
Que tome nota el señor Michel Onfray y deje en paz nuestro espíritu inmortal.
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