Dejad que los niños no se alejen de mí (II)Considerábamos la semana pasada la importancia de la educación de nuestros niños y el principio incuestionable de que, en primer lugar, ésta corresponde a los padres. También traíamos a nuestra memoria lo que, como creyentes en el Dios de la Biblia, suplicamos para nuestros pequeños desde que nacen: ´que sean hijos tuyos, Señor´. Finalmente nos cuestionábamos si los recursos que estamos facilitándoles como familia van en la línea de acercarles al Salvador o no.
Durante muchos años observé desde muy cerca el desarrollo de los niños en la iglesia, como educadora primero, con interés de madre después. Viví la pérdida de generaciones casi enteras de jóvenes que desaparecieron de entre nosotros y constaté que este fenómeno se repetía en otros lugares. Y por más de veinte años me preguntaba:
¿Por qué? ¿Por qué nos ocurre esto? Hasta que un día redescubrí este pasaje de las Escrituras:
´Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas.´ (Deuteronomio 6:4-9)
El Señor está repitiendo la ley a su pueblo. Y es tan importante lo que tiene que decir que comienza con un ´oye´. ´Escucha, quiero toda tu atención´.
A continuación leemos la declaración de quién es nuestro Dios y lo que requiere de nosotros: nuestro corazón. Y hasta ahí, bien: los que hemos creído en el Señor Jesús le entregamos el corazón el día que le pedimos perdón por nuestros pecados acogiéndonos a su gracia. Donde quizá comenzamos a fallar es en la medida: nuestro amor por nuestro Señor, ¿es con todo el corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas?
Nuestro Dios nos conoce, y conoce nuestras flaquezas y nuestras debilidades, y sabe que nuestro caminar en la vida difícilmente será sin tropiezos ni caídas. Pero busca un corazón sincero que decida seguirle a pesar de las dificultades.
Una vez nosotros actuamos de esta manera, las palabras de nuestro Dios, las que conocemos y amamos, estarán indefectiblemente
sobre nuestro corazón y, por supuesto, las transmitiremos con alegría a nuestros hijos, puesto que son nuestro mayor tesoro, nuestra herencia de valor eterno. Y lo haremos en el día a día, en el mismo desenvolvernos de la vida cotidiana, con naturalidad, con sinceridad, con autenticidad.
La fe de nuestros hijos, que es en realidad el punto central de lo que estamos tratando, viene por el oír la Palabra, no por adivinación. Y la tarea de transmitir este legado debe llevarse a cabo con diligencia. Es por esto que debemos ubicar el momento y el lugar para acercar a nuestros niños a los pies del Maestro y a su cruz.
Muchas veces pensamos que los momentos de quietud no son para los niños, pues ellos necesitan movimiento, ruido. En realidad, necesitan de todo, y nosotros podemos enseñarles el valor del sosiego y el silencio para pensar, para reflexionar y valorar las grandes y pequeñas cosas que van sucediéndose en su vida. Y que nadie crea que un niño o un adolescente no puede estarse quieto y callado durante mucho tiempo: sólo basta con cronometrar cuánto rato pueden pasarse viendo la televisión o delante del ordenador: ¡horas y más horas!
Quizá nos ha ocurrido, como hijos que somos de nuestra generación, que hemos delegado en la iglesia las cuestiones de la educación espiritual de nuestros hijos, lo mismo que hemos delegado en la escuela tareas que van más allá de sus funciones. Y hay que constatar que muchas iglesias se han esforzado por contribuir y ser apoyo a las familias acercando también la Palabra a los niños, creando espacios agradables para ellos, incentivando su participación sobre todo a medida que van creciendo, formándoles a muchos niveles.
Hace unos días tuve ocasión de asistir a un encuentro donde el tema central era cómo integrar a las nuevas generaciones en las iglesias. Y yo me preguntaba: ¿cuándo las hemos echado? ¡Con lo claro que está el
dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis! ¡Si son
herencia del Señor! ¿Cómo nos hemos atrevido?
Quizá ha sido cuando hemos rogado a unos padres que no vengan a la reunión de oración con sus niños pequeños y que se turnen quedándose en casa, porque hacen ruido.
O cuando los niños, quizá con argumentos de organización interna, no están en el momento del partimiento del pan, donde se celebra lo fundamental de nuestra fe: el sacrificio de Cristo, su resurrección y la esperanza cierta de su segunda venida.
Quizá cuando los adultos criticamos a nuestros pastores, o a los que nos presiden, o a los de nuestro propio equipo, sin dolernos si es que las cosas van mal, como si no fuéramos parte de la iglesia. ¿Y van a interesarse, entonces, nuestros hijos? ¿Van a sentirse ellos parte
de ese pueblo?
Cuando no se les requiere a llevar la Biblia, o si la llevan, no la usan para nada. Se dice que los niños evangélicos son los mayores
paseantes de Biblias del planeta. Si esto es así, el mensaje sin palabras que se transmite es:
la Biblia no debe decir, en realidad, nada para mí.
Se me ocurre apuntar que nuestros hijos, como todos los niños, tienen ese sexto sentido para captar la autenticidad o no de lo que decimos y lo que hacemos. Y es ahí donde nos pillan: en todos esos mensajes sin palabras que contradicen la ortodoxia que les explicamos.
La oración no es para los niños, pues no asiste ni uno solo a las reuniones que son específicas para este tema: es más, tampoco debe ser para la mayoría de los adultos, ya que pueden contarse con la mano los que se congregan como iglesia para tal fin.
Las convocatorias de la iglesia no tienen importancia, o son pesadísimas, ya que, o no asistimos o lo hacemos como un sacrificio, no con la alegría y el gozo que deberíamos tener por reunirnos con los hermanos y delante del Señor.
El recogimiento, el sosiego, la reverencia, son sinónimos de aburrimiento, pues incluso los mayores, si no hay música, teatro, juegos o algo de espectáculo, así lo expresamos.
Si la iglesia es nuestra otra familia, la que Dios regala a los sin familia, ¿cómo es posible, por ejemplo, que no sepamos qué hermanos han perdido el trabajo o están enfermos, y en cambio sí conozcamos qué jugadores de fútbol de la selección española están lesionados y
son duda para jugar los próximos partidos?
Mensajes sin palabras que nos ponen en evidencia. Y, tristemente, aún hay más.
Si no estudiamos las Escrituras en casa y tampoco asistimos a los estudios bíblicos en la iglesia, ¿tienen que estudiarlas los niños? ¡Por favor! ¿Para qué?
Si desde junio hasta octubre puede prescindirse de la comunión con los hermanos; si cuando no hay escuela dominical los niños salen del local a la hora de la predicación; si la fe queda resumida exclusivamente en las letras de las canciones –que en ocasiones no van más allá del
´te adoro, te exalto, te alabo, me entrego´-
(esto último con un poco de suerte); si al citar textos bíblicos siempre añadimos la coletilla:
´no hace falta que lo busquéis´ (¡claro que hace falta!, para que las santas palabras entren por los ojos también)… ¿Cómo queremos que conozcan al Señor, si nosotros mismos les estamos poniendo palos en las ruedas?
¿Dónde está nuestra pasión por Dios? ¿Nos ha ocurrido, quizá, lo que advierte el Señor a continuación del texto que considerábamos al comenzar?
Cuando el Señor tu Dios te haya introducido en la tierra que juró a tus padres… y luego que comas y te sacies, cuídate de no olvidarte del Señor, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre.
Vamos a dejarlo aquí por esta vez y, abusando de vuestra paciencia, os emplazo para la semana que viene, donde concluiremos estas reflexiones con el corazón lleno de confianza en las promesas de nuestro Salvador.
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