En 1892 ingresó en el Cuerpo Consular, tras haber permanecido durante un tiempo en el Cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos.
En calidad de Cónsul, Ganivet representó a España en Amberes, Helsingfors y Riga. Fue en esta ciudad donde puso fin a su vida, arrojándose a las aguas del río Dwina el 29 de noviembre de 1898, cuando contaba 33 años de edad.
Su pensamiento profundo y claro quedó expuesto en el
Idearium Español, la más importante de sus obras, unas ocho en total. A su muerte, sus amigos publicaron varios tomos de cartas dirigidas por el escritor a compañeros en España, especialmente a Navarro Ledesma y a Unamuno.
Ganivet estaba convencido de la necesidad de la fe. Pero murió sin ella. ¿Por qué? Por lo mismo que vivieron sin fe sus compañeros del 98 y otros grandes escritores españoles de todas las generaciones, porque el cristianismo que les hicieron conocer cuando niños les defraudó completamente a la hora en que fueron capaces de pensar por sí mismos. Y, tras el desencanto, no les quedaron ganas para otras exploraciones religiosas. Se encogieron de hombros, cruzaron los brazos y se dejaron arrastrar intelectualmente por ideologías generalmente contrarias a las que habían bebido en las escuelas primarias.
Por una defectuosa educación cristiana en la niñez fueron definitivamente perdidos para la causa de Cristo. Sus instructores fueron culpables en un 50% y ellos mismos en el otro 50%. Porque, hombres inteligentes, en lugar de cargar todas las culpas sobre quienes fueron incapaces de presentarles un cristianismo sencillo, bíblico, debieron haber entendido que la búsqueda de Dios es asunto personal y que el cristianismo sin Cristo no es más que una religión muerta, un cuerpo sin vida.
Dice César Barja: “Hay en Ganivet todo el impulso y el afán de una naturaleza mística, pero no hay en él la fe de una conciencia religiosa. Está, pues, como el sediento en medio del desierto. El impulso místico lo lanza en la religión, y la religión no le ofrece más que un vacío desolador”.
Ganivet reconoce, en su Idearium, que “el cristianismo cayó desde muy alto, desde el cielo”. “Pero el cristianismo, al españolizarse —dice en Granada la Bella— al tomar carta de naturaleza en nuestro suelo, quedó sometido a nuestros vaivenes históricos”.
Y España, país de espíritu guerrero, tenía forzosamente que dejar impreso su carácter agresivo en el alma de la religión que practicaba. Esta tesis, expuesta por Ganivet en el
Idearium, es compartida por casi todos los historiadores españoles.
“España —añade Ganivet— fue la nación que creó el cristianismo más suyo, más original”. Esta originalidad, a juicio del escritor, tuvo un carácter eminentemente combativo, producto de la larga lucha contra los invasores mahometanos. “La creación más original y más fecunda de nuestro espíritu religioso arranca de la invasión árabe —añade Ganivet en el
Idearium, de donde también está tomada la cita anterior—. El espíritu español no enmudece, como algunos piensan, para dejar el campo libre a la acción; lo que hace es hablar por medio de la acción”.
Lo contradictorio de esta postura es que al hablar mediante la acción el cristianismo español combine dos sentimientos tan antagónicos como el misticismo y la destrucción.
En otro pasaje del
Idearium, Ganivet hace esta observación: “
De esta poesía popular, cristiana y arábiga a la vez, arábiga sin que lo arábigo desvirtúe lo cristiano, antes dándole más brillante entonación, nacieron las tendencias más marcadas en el espíritu religioso español: el misticismo, que fue la exaltación poética, y el fanatismo, que fue la exaltación de la acción. El misticismo fue como una santificación de la sensualidad africana, y el fanatismo fue una reversión contra nosotros mismos, cuando terminó la reconquista, de la furia acumulada durante ocho siglos de combate. El mismo espíritu que se elevaba a los más sublimes conceptos creaba instituciones formidables y terroríficas, y cuando queremos mostrar algo que marque con gran relieve nuestro carácter tradicional, tenemos que acudir, con aparente contrasentido, a los autos de fe y los arrebatos de amor divino de Santa Teresa”.
Esta clase de cristianismo, que con una mano parece tocar las estrellas de Dios mientras que con la otra clava la espada en el cuerpo del supuesto hereje, no puede producir más que fanatismo e ignorancia.
Sigue Ganivet en el
Idearium: “
La flaqueza del catolicismo no está, como se cree, en el rigor de sus dogmas: está en el embotamiento que produjo a algunas naciones, principalmente a España, el empleo sistemático de la fuerza”. Y tras afirmar en el mismo lugar que los españoles nos hemos “arruinado en la defensa del catolicismo”, prosigue en su condena de los métodos inquisitivos para la defensa de la religión: “Acostumbrados a conservar la unidad de la doctrina por medio de la fuerza, duele ahora pelear para conservarla mediante el esfuerzo intelectual; como si no fuera cierto que la fuerza destruye, a la vez que las opiniones disidentes, la fe misma que se pretende defender”.
Lástima que Ganivet no fuera capaz de diferenciar entre esta desviación humana del cristianismo y aquella gloria que vieron los apóstoles en el rostro de Cristo el día de su transfiguración y que ahora le acompaña en el cielo. De haberlo hecho, su propia mente habría sido iluminada con el resplandor de Dios y su cuerpo no habría sido tragado por las heladas aguas del río Dwina.
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