En cierta ocasión, estando en Galicia, una periodista se me acercó al final de una conferencia para una breve entrevista. « ¿El cristianismo funciona?», me preguntó con sinceridad. Debió de observar un gesto de sorpresa en mí, porque me repitió la misma pregunta hasta dos veces más con otras palabras: « ¿de qué sirve?, ¿qué resultados podéis dar a la sociedad?».
Lo cierto es que nunca antes me habían planteado la validez del cristianismo en estos términos. Mis esquemas de apologética se movían por unas coordenadas diferentes, más teóricas. Han pasado ya casi 15 años desde aquella conversación, pero las preguntas de aquella joven periodista no se me han borrado nunca más. Fue mi primer contacto «en directo» con una ideología -el pragmatismo- que ha llegado a convertirse en uno de los ídolos de la sociedad actual.
La mentalidad pragmática, resumida de manera formidable en sus tres preguntas, se acerca a la realidad con una preocupación central: ¿funciona o no funciona?, ¿para qué sirve? No se pregunta: «¿es bueno o malo?», « ¿verdad o mentira?», « ¿moral o inmoral?». De esta forma, lo ético queda supeditado a lo útil, los principios a los resultados. E1 rasero para evaluar una situación, ideología o persona es que «funcione». Este es uno de los dioses seculares de hoy. Sus manifestaciones afectan a muchas áreas de la vida diaria; deja ver su rostro en muchos programas de televisión, en las conversaciones, de la calle, en la prensa, incluso en la iglesia. Debemos descubrir los elementos más peligrosos del pragmatismo, peligrosos no sólo para la fe del creyente, sino incluso para la convivencia social.
Sólo así podremos responder adecuadamente.
Vamos a considerar tres aspectos (en tres diferentes artículos): en primer lugar, la naturaleza del pragmatismo, cuáles son sus características (egoísta, hedonista y materialista); en segundo lugar, los resultados; y, por último, cuál es la alternativa cristiana a este dios secular.
LA NATURALEZA EGOÍSTA DEL PRAGMATISMO
Esta ideología tiene varios rasgos distintivos que la definen. En primer lugar, está centrada en mis necesidades. El «yo» es el eje alrededor del cual giran mis decisiones. Es, por tanto, una filosofía profundamente egoísta. «Sólo quiero lo que necesito>, sería su resumen. «Si no lo necesito, no lo quiero».
A primera vista, esta actitud puede parecer inofensiva, sobre todo en el campo material. Incluso podría favorecer un estilo de vida más sencillo, menos consumista. Pero sus implicaciones son muy negativas cuando se aplican al campo de las relaciones personales.
Veamos dos ejemplos muy frecuentes en nuestros días.
El primero en el ámbito de la familia.
Muchos jóvenes razonan así: ¿Para qué necesito casarme cuando es mucho más práctico, rápido y cómodo juntarse? Ello explica el aumento espectacular de la cohabitación en los países «pragmáticos», por ejemplo en la Comunidad Europea. «Si nos juntamos y funciona, ¿qué más necesitamos?», « ¿para qué nos sirven las iglesias, los juzgados, los testigos o las firmas?». Esta forma de pensar es ideología pragmática pura, aun cuando la mayoría de estos jóvenes ni siquiera han oído esta palabra en su vida. Puesto que los principios quedan supeditados a mi necesidad y mi comodidad, prescindo de todo lo que a mí no me es útil.
Otro ejemplo en una línea parecida.
Crece el número de mujeres que tienen un hijo sin vivir -ni pretender vivir jamás- con el padre de este hijo. « ¿Para qué aguantar a un hombre toda la vida si no lo necesito más que para darme el hijo? Una vez me lo ha dado, ya no me es útil, ya no lo necesito». Conmociona saber que, en Inglaterra, él mayor crecimiento en el porcentaje de nacimientos se da en este tipo de situación: madres solteras que deliberadamente: deciden tener un hijo prescindiendo por completo de su futuro padre.
¿Y qué diremos del varón que después de unos pocos años de matrimonio decide abandonar a su esposa porque «ahora ya no la necesito, la vida tiene etapas; mi mujer me fue útil en una etapa de mi vida, pero ahora ya no»? Me confesaba una joven esposa, en medio de una situación así: «Me siento como una lata de Coca Cola: Deséchese después de usada». Vemos, pues, las consecuencias devastadoras del pragmatismo en las relaciones personales.
En el área espiritual descubrimos el mismo enfoque en muchos de nuestros contemporáneos. Les hablas del evangelio y su respuesta es: «Esto está muy bien para ti, pero yo no necesito a Dios». «Yo estoy bien sin Dios, vivo cómodo, no necesito una religión. Simplemente no la necesito».
Recuerdo el caso de un joven que, en apariencia, se convirtió y poco después se bautizó en una iglesia evangélica. De forma un tanto inesperada, al cabo de unos tres años, abandonó la iglesia y, lo que es peor, su fe en Dios. A1 preguntarle por su decisión, respondió fríamente: «Dios no me solucionó los problemas, no me ha servido de nada. Aún peor, desde que voy a la iglesia tengo más problemas que antes. Un Dios que no me soluciona mis problemas es un Dios que no me sirve y, por tanto, no lo necesito».
Estos diversos ejemplos nos muestran el fondo descarnado del pragmatismo: un egoísmo a ultranza donde la satisfacción y la realización del ego priman por encima de todo. La persona se mueve por la vida según sus necesidades propias: «Si no te necesito -sea Dios, la esposa u otros -entonces no me interesas».
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