Tras la liberación de Paris el 24 de agosto de 1944, Camus se entrega en cuerpo, alma y mente a la tarea de escribir. Su profunda y original obra es reconocida mundialmente en octubre de 1957, cuando la Academia Sueca anuncia la concesión del Premio Nóbel de Literatura a Albert Camus «por su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo».
Ese fue el empeño constante de Albert Camus. Con un auténtico fervor moral que no existe o que yo no he sabido descubrir en la obra de Jean Paul Sartre, Camus se aferró a los grandes problemas fundamentales de la vida en aquella Europa destrozada por la guerra.
Su obra, a pesar de hallarse influenciada por el sufrimiento de la resistencia y de las muertes permitidas en los combates, es de una objetividad tranquila, concisa, sin pretensiones mesiánicas. El mismo definió su misión de escritor con estas palabras: «Mi papel no es en modo alguno el de transformar el mundo ni al hombre. No tengo suficiente virtud ni talento para ello. Pero quizá sea el de servir desde mi sitio a los valores sin los que un mundo, aun transformado, no vale la pena de ser vivido; sin los que un hombre, aunque nuevo, no es digno de ser respetado».
¿Qué hay de absurdo en esta actitud? Lo realmente absurdo es querer encasillar a Albert Camus en la llamada filosofÍa del absurdo.
EL EXTRANJERO, EL MITO DE SÍSIFO y LA PESTE son los tres libros donde Camus insiste con más frecuencia en el tema del absurdo.
Pero para entender el sentido que esta palabra tiene en la obra de Camus hay que comprender, como dice el propio escritor en su artículo sobre «la crisis del hombre», «el punto de arranque espiritual y el lugar histórico de la generación que vivió su infancia y juventud en medio de la crisis de ambas guerras mundiales, nacidos dentro de un mundo absurdo recibido en herencia; no podían creer en nada y tenían que vivir en rebelión... Esta generación fue, pues, escogida para sobrellevar la existencia humana en el ámbito de soledad absoluta, para actuar sin esperanza, expuesta, por decirlo así, sobre una roca pelada en el océano. Aquí surgió la tentación de mi generación. Fue doble: no tener nada por verdad, o ver la única verdad en el abrazo a una predeterminación histórica».
Como afirma Leo Gabriel en su FILOSOFÍA DE LA EXISTENCIA,
Albert Camus intenta heroicamente hallar sentido a lo que parece haberlo perdido. Dar sentido a lo sinsentido. SÍSIFO y EL EXTRANJERO son los tipos negativos del sinsentido. Los positivos hacen su aparición en la novela LA PESTE. El doctor Rieux, protagonista de la obra, es la figura simbólica de una existencia sin cáscara, de una humanidad absolutamente existencial.
Si
Caligula (¿Hitler?) juega a asesinar todo lo que le rodea; si los
extranjeros, como sugiere André Blanchet en LA LITERATURA Y LO ESPIRITUAL, eran esos millones de espantados combatientes entregados a su tarea de matadores, condenados a muerte ellos mismos, sin saber por qué mueren ni incluso por qué han vivido, ¿qué queda? La espantosa realidad con que Camus inicia el mito de SÍSIFO: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».
Está Dios, desde luego. Pero Camus «llegará siempre demasiado tarde a las citas de Dios, porque siempre habrá demasiados carros atollados en el camino, a los que hay que desatascar».
Uno de estos carros obstaculizadores fue la propia Iglesia católica en cuyo seno nació.
Después de su muerte se publicaron algunas fotografías de Camus niño vestido con ropas de primera comunión. ¡Absolutamente natural! Las madres de origen español que daban a luz en Argelia o en Marruecos ponían especial empeño en que sus hijos fuesen bautizados al nacer e hicieran la primera comunión. Aunque fueran éstas las únicas ocasiones en que tanto ellas como los hijos pisaran el templo católico.
En los primeros textos que publica en Argelia, Camus afirma ya que «el catolicismo le es extraño». ¿Por culpa de quién? Todavía no se ha escrito la historia de «los otros españoles» que en Argelia y en Marruecos constituían una sociedad discriminada por los propios compatriotas de clase privilegiada.
La elite española en estos países africanos estaba formada por los representantes diplomáticos, los miembros del Ejército —en Marruecos—, los franciscanos delegados por la Iglesia católica, los profesionales y los comerciantes. Clase aparte, muy aparte, constituían los trabajadores manuales, los pobres, analfabetos muchos de ellos, los eternos mendigos.
La segregación entre estos dos grupos humanos era más violenta en Marruecos y en Argelia que en la patria de origen. Los pobres vivían hacinados en barrios extremos. Habitaban casas construidas con paredes de madera y techos de lata. Sus compañeros de vecindad y de juego eran en su mayoría árabes, tan pobres como ellos. El cura aparecía por aquellos barrios una vez al año para enterarse de cuántos niños habían nacido.
En ese ambiente nació y creció Albert Camus. Nada tiene de extraño que en cuanto aprendió a escribir dijera que había vivido en una especie de “paganismo anterior a nuestra era”. En aquellos pueblos y en aquellas condiciones éramos todos paganos. Más paganos que nuestros convecinos árabes, porque ellos, al menos, tenían la asistencia y el consuelo de su religión musulmana.
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