La mayordomía de las relaciones personales (I)Las relaciones humanas son complicadas. Encierran en sí mismas lo más hermoso del alma humana -la capacidad de amar y darse-, pero también contienen rincones oscuros de donde puede salir lo peor de cada uno. Así, nuestras relaciones personales pueden ser una antesala del cielo o el mismo infierno.
Las relaciones se disfrutan, pero también se sufren. Ello ocurre en todos los ámbitos de la vida: la familia, el matrimonio, la iglesia, el trabajo, incluso con los amigos. Ésta es, probablemente, la razón por la cual la Palabra de Dios abunda en instrucciones acerca de cómo relacionamos con el prójimo. Quizás con la excepción de la salvación, ningún otro tema es tan ampliamente tratado en la Escritura. Dios muestra especial interés en que "hagamos bien a todos y mayormente a los de la familia de la fe".
La idea de la mayordomía aplicada a las relaciones no aparece en la Palabra de forma tan explícita como en el área del tiempo (Efesios 5:16) o de los dones y talentos (Mateo 25: 14-30). No se nos exhorta textualmente a "administrar bien nuestras relaciones"; sin embargo la idea implícita de ser responsables, fieles y muy cuidadosos en todas nuestras relaciones aparece sin cesar. Por ejemplo, no hay ni una sola epístola que no dedique una sección amplísima al tema, con especial mención de Efesios, Colosenses y 1" de Juan que constituyen un auténtico tratado magistral de mayordomía en las relaciones.
En la medida que el cristiano intenta aplicar estos principios éticos diseñados por Dios para todas sus relaciones, éstas se convertirán en fuente de satisfacción y de gozo: "Mirad cuán bueno y delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía cantaba el salmista con entusiasmo" (Salmo 133:1). Igualmente, cuando el ser humano se aleja de estas instrucciones divinas para la convivencia, las consecuencias son nefastas: rupturas, celos, homicidios y muros de separación que hacen de las relaciones un tormento.
BUSCANDO EL EQULIBRIO
Buscar el equilibrio en las relaciones personales implica la relación con Dios. conmigo mismo y con otros. En la vida hay tres relaciones esenciales de las que debemos ser buenos mayordomos por igual, sin descuidar ninguna de ellas: la relación con Dios, la relación conmigo mismo y la relación con los demás.
Las tres son interdependientes y forman como un racimo inseparable. Con fines didácticos nosotros lo representamos con un triángulo, en cuyo vértice está la relación con Dios, y los otros dos ángulos los forman “uno mismo” y el prójimo.
La interdependencia de estas relaciones funciona de la siguiente manera: mi relación con lo demás irá bien en la medida que yo sea capaz de relacionarme bien conmigo mismo. La psicología nos enseña el valor enorme de nuestra identidad como base de nuestras relaciones: quien no ha aprendido a relacionarse bien consigo mismo, encuentra difícil relacionarse con los demás. Muchos problemas de acercamiento, de intimidad, vienen de una defectuosa valoración de sí mismo. No debemos descuidar, por tanto, la mayordomía de nuestra propia persona, el conocido consejo de Pablo a Timoteo "ten cuidado de ti mismo".
Pero la clave de todas nuestras relaciones radica en nuestra relación con Dios. La relación conmigo y las relaciones con los demás irán bien en la medida que mi relación con Dios sea adecuada. Éste es el orden bíblico y ahí está la clave de nuestra mayordomía. Por ello hemos representado a Dios en el vértice superior del triángulo. Cuando se rompe la relación con Dios, como ocurrió en la Caída, arrastra en consecuencia la relación con uno mismo y con los demás.
Dos conclusiones se desprenden de este punto:
- Hemos de buscar un equilibrio adecuado entre las tres relaciones básicas. Vivir para los demás no puede lIevarnos a descuidar nuestra persona de forma negligente (error frecuente en determinadas personas) o nuestra relación con Dios.
- El origen y sostén de todas nuestras relaciones es Dios. Por ello, "Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican" (Salmo 127:1). Dependemos de los recursos del Espíritu Santo y del amor de Cristo para ser buenos mayordomos.
NUESTRO DESTINATARIO: EL PRÓJIMO
Al hablar de relaciones necesitamos, ante todo, delimitar nuestro campo de acción: ¿De quién hemos de ser mayordomos? ¿A quién hemos de cuidar? Si no precisamos la parcela de nuestra mayordomía podemos perdemos en un campo difuso y enorme de relaciones en las que no tenemos, de hecho, una responsabilidad esencial.
En la presente serie de artículos vamos a tratar de las relaciones con el prójimo.Lo hacemos así siguiendo la exhortación del Señor quien, al resumir los mandamientos y hablar de nuestra responsabilidad con los demás, nos delimita perfectamente nuestra tarea: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Entendemos por prójimo a aquellas personas que están cerca de nosotros por razones afectivas o físicas; la palabra "prójimo" literalmente significa el "próximo", el que está al Iado (familia, hermanos en la iglesia y otros). A veces el prójimo lo es de forma circunstancial, no permanente, como nos enseña la parábola del buen samaritano. No olvidemos que el Señor expuso esta parábola en respuesta justamente a la pregunta "¿quién es mi prójimo?".
Este mandamiento (o resumen de mandamientos) tiene sobre nosotros dos efectos; por un lado, un efecto liberador porque nadie nos pedirá cuentas por "los muchos que sufren en el mundo" o "las multitudes que pasan hambre". Pero, al mismo tiempo, tiene un efecto que nos compromete porque sí soy responsable por el que sufre a mi lado o el que pasa hambre junto a mí pues éstos son mi prójimo. Ello nos lleva a recordar aquel momento dramático cuando Dios confronta a Caín tras su espantoso fratricidio.
“¿Dónde está tu hermano?" (Génesis 4:9). Por su misma naturaleza, toda mayordomía contiene un elemento inevitable de
responsabilidad. Éste es el principio que encontramos en el texto de Génesis. Dios le pide cuentas a Caín por su terrible homicidio.
¿Qué has hecho con tu hermano Abel? Estas solemnes palabras deberían retumbar en los oídos de todo ser humano. Caín no podía lavarse las manos impunemente porque tenía que darle explicaciones a Dios del brutal trato dado a su hermano. Igualmente
Dios nos pedirá cuentas a cada uno de nosotros por cómo hemos tratado al prójimo. Nadie puede responder con el cinismo de Caín:
¿Soy yo acaso guarda de mi hermano? Sí, todo creyente es guarda de su hermano.
Estamos, por tanto, ante un tema que con facilidad puede producir sentimientos de culpa. Lejos de ello, mi meta en esta serie de escritos es estimular a una mayordomía saludable y equilibrada, fuente de relaciones satisfactorias, no engendrar culpa ni ansiedad por nuestra imperfección y carencias en tan magna tarea.
Descansamos en la gracia de Cristo que nos justifica.
Reconocemos nuestra impotencia y nuestra debilidad en ésta como en otras áreas de la vida cristiana. Por tanto, en un tema propicio a la frustración hemos de aferramos a esta gracia divina que nos libera de falsos sentimientos de culpa y también nos limpia de la culpa auténtica cuando ello haga falta. Sólo así, partiendo de nuestra impotencia humana y nuestra fortaleza en Cristo, podremos disfrutar de uno de los mayores privilegios del ser humano: "ser guarda de su hermano".
Cedido por Editorial Andamio, Grupos Bíblicos Universitarios (editores del original "Mayordomía cristiana", de donde se ha extraido este artículo)
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