He leído sin reposo las abundantes páginas de este libro. Una obra desgarradora, especialmente en su primera parte. Relatos sobrecogedores, de extraordinario vigor. “Un grito de amor decepcionado y un acto de acusación terrible”, dijo de ella el semanario francés “Le Nouvel Observateur”. “Una obra excelente, escrita con extraordinaria serenidad por una mujer que sabía que sus días estaban contados”, añadió el “The New York Times”.
Puesto que se trata de un libro imbuido de un gran componente autobiográfico y la vida de la autora es en sí misma una novela, dedicaré tiempo a recorrer el camino que la llevó desde la cuna en Rusia a la tumba en el campo de concentración y exterminio de judíos en Auschwitz.
Irene Némirovsky nació en Kiev, Ucrania, el 11 de febrero de 1903. Su padre, León Némirovsky, que era judío, hizo fortuna en las finanzas y llegó a convertirse en uno de los banqueros más ricos de Rusia. El alto nivel de vida que disfrutaba la familia permitió a Irene una excelente educación. Llegó a hablar con fluidez francés, inglés, finlandés, polaco, ruso y entendía el yidis hebreo.
Al estallar la revolución de octubre 1917, los Némirovsky huyeron del país. Tras vivir un año en Finlandia, en 1919 se instalaron definitivamente en París. En la Universidad de la Sorbona Irene obtuvo una licenciatura con notas sobresalientes en Letras. A los 18 años publicó su primera novela, “
Le Malentendu”. El éxito llegaría al cumplir 26 años, con
“David Golder”. El libro fue inmediatamente traducido a los principales idiomas. En pocos años más Irene Némirovsky se convirtió en uno de los escritores de mayor prestigio de Francia.
En 1926 contrajo matrimonio con David Epstein, judío como ella, apoderado de un importante Banco en París. De la unión nacieron dos niñas, Elisabeth y Denise.
Ocupada Francia por las tropas alemanas Irene fue detenida y deportada al campo de exterminio de Auschwitz, donde fue asesinada el 17 de agosto de 1942. A su esposo lo mataron en el mismo lugar poco después, el 6 de noviembre.
Las dos niñas quedaron al cuidado de su tutora, quien logró esconderlas y salvarlas hasta la liberación de Francia por las tropas aliadas.
Denise, la hija mayor, conservó durante años el manuscrito de “Suite Francesa”, última obra escrita por la madre en papel barato y letra menuda cuando escapaba de los nazis por diversas ciudades de Francia. Nunca se atrevió a abrir los cuadernos. Al hacerlo sus ojos se anegaron de lágrimas. Con la ayuda de una potente lupa emprendió la tarea de descifrar la escritura y copiar el texto en el ordenador. El volumen fue entregado al director de “Edition Denoel”, quien lo publicó de inmediato.
Cuando fue presentada al público, “
Suite Francesa” causó una auténtica conmoción en el mundo editorial francés y resto de Europa. En el otoño de 2004 le fue concedido el prestigioso premio Renaudot, entregado por vez primera a un autor fallecido. La novela ha sido ya traducida a 17 idiomas. “
Ediciones Salamandra”, de Barcelona, publicó la primera edición en español en noviembre de 2005. Seis meses después ya alcanzaba la cuarta edición.
“Suite Francesa” se compone de dos partes: “Tempestad en Junio” y “Dolce”. La primera parte se inicia en París en los días previos a la invasión alemana. Tras las primeras bombas, miles de familias se lanzan a la carretera en coche, en bicicleta o a pie. Myriam Anissimov, redactora del prólogo, encarna el pensamiento de la autora al describir aquellas fechas dramáticas y desoladoras. Dice: “Pueblos invadidos por mujeres y niños agotados, hambrientos, luchando por la posibilidad de dormir en una simple silla en el pasillo de una posada rural; coches cargados de muebles y enseres, atascados sin gasolina en medio del camino; grandes burgueses asqueados por el populacho y tratando de salvar chucherías; prostitutas de lujo despachadas por sus amantes, que tenían que abandonar París con su familia; soldados vencidos que se arrastraban por las carreteras”.
“Francia entera estaba en llamas”, escribe Irene Némirovsky. Rostros cansados, demacrados, sudorosos, niños llorando.
Francia había sido vencida. Dos millones de franceses fueron hechos prisioneros. Los más pesimistas opinaban que el mundo que nacería de aquella carroña sería como un gusano que sale de la tumba. “Un mundo brutal –cuenta la autora-, feroz, en el que había que abrirse paso a dentelladas”.
La segunda parte de “Suite Francesa” es una novela igualmente ambientada en aquellos años y en el mismo escenario. La autora la titula simplemente “
Dolce”. Aquí Némirovsky dibuja con precisión la vida en un pequeño pueblo de la campiña francesa ocupado por tropas alemanas. La presencia de los invasores despierta odios, pero también nacen amores. Después de todo, vencedores y vencidos son hombres y mujeres. Madeleine, cuyo esposo francés escapó de un campo de concentración nazi, no puede evitar la atracción por un joven oficial alemán de 19 años, Bonnet. La recatada, inteligente y sensible Lucile, esposa de un soldado francés prisionero de Hitler, flirtea con otro oficial alemán, Bruno, hombre educado, culto y respetuoso.
Muestras de colaboracionismo. El terrateniente francés, alcalde del pueblo, y su señora, con título de vizcondesa, siempre de parte de los alemanes, siempre despreciando a los campesinos del lugar.
“No comprendo por qué nos miran mal - razonaba Bruno. Es la guerra. También nosotros sufrimos las consecuencias. Nos han arrancado de nuestros hogares, hemos dejado padres, esposas, hijos, la tarea que se nos ha encomendado nos asusta, pero estamos obligados a cumplirla”.
Los campesinos callaban. Les habían quitado a los jóvenes, les habían quitado el pan, el trigo, la harina, las patatas; les habían requisado los coches, la gasolina, hasta los caballos.
En las últimas páginas de la novela encontramos a Irene Némirovsky sumida en pensamientos sobre lo absurdo de la condición humana y la facilidad con que se olvidan los escenarios de los peores horrores. “¿Cómo era antes del diluvio?, pregunta. ¡Oh, si! Los hombres construían, se casaban, comían, bebían….Bueno, pues el libro sagrado está incompleto. Debería añadir: “Las aguas del diluvio se retiraron y los hombres siguieron bebiendo, comiendo, casándose, construyendo….”.
Las disputas entre Francia y Alemania se olvidaron. Son antiguallas. Los muertos fueron enterrados y olvidados. Los vivos continúan girando en la noria de los años sin pensar en una próxima catástrofe, movidos tan solo por los irreprimibles deseos de la carne y la sangre.
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