Buen trabajo. Así reunidas, se aprecia no sólo la evolución de su obra, sino también la importancia que ha tenido y tiene este autor en el teatro contemporáneo y en nuestra concepción del mundo. Dice José Martínez Cachero que Beckett “es uno de los dramaturgos más originales y que mayor influencia ha ejercido en los escritores contemporáneos”. Elsa Cajiao enjuicia su obra en éstos términos: “La importancia de la obra de Beckett va más allá de las culturas anglosajona y francófona. Como Kafka, James Joyce, García Márquez o Juan Rulfo, por citar algunos de los gigantes de la literatura occidental del siglo XX, Beckett se adentró en campos de la realidad y el alma humana hasta entonces inexplorados por la literatura”.
Samuel Beckett nació en el seno de una familia protestante el 13 de abril de 1906 en Foxrock, Irlanda. Los Beckett se consideraban descendientes de antiguos hugonotes franceses que se instalaron en el país huyendo de las persecuciones en Francia. Su madre pertenecía a la comunidad británica morava. Por su doctrina los moravos se relacionan con el luteranismo, pero son anteriores a Lutero.
Beckett siempre concedió especial importancia al hecho de haber nacido un día 13 y en viernes de semana santa. Uno de sus biógrafos, Tim Conley, cuenta que Beckett relacionaba su venida al mundo en un aniversario de la crucifixión de Jesús como una premonición del destino que le aguardaba, dar voz al desamparo, la vejez, la enfermedad, los dolores del alma humana.
Por otro lado, en flagrante contradicción por su alegría ante la coincidencia del nacimiento, lamentaba haber venido al mundo. Inspirado en Job y en Jeremías (Job 3:3; Jeremías 20:14), declara en uno de sus relatos: “No me arrepiento de nada, lo único que lamento es haber nacido, es tan largo morir…..”.
Tras asistir a una escuela protestante de clase media Beckett ingresó en el Trinity College de Dublín. Allí obtuvo la licenciatura y el doctorado en lenguas romances. En 1937 se trasladó a París, pero tras adherirse a la resistencia francesa tuvo que huir de la Gestapo.
Después de la guerra decidió vivir definitivamente en París. En la capital francesa trabajó como secretario del gran escritor James Joyce, también irlandés. Entre 1951 y 1953 publica tres novelas que le abren las puertas de la fama: “M
olley”, “Malone muere” y
“El innombrable”. La que está considerada como su obra más importante,
“Esperando a Godot”, la escribió en 1948, durante los años de asco y amargura que siguieron a la guerra. Con todo, no pudo ser estrenada en París hasta 1953. El diario
“Le Figaro” saludó el drama como “una de las obras capitales de la posguerra”.
“Esperando a Godot” supuso un nuevo teatro –escribe Pedro Barceló – un teatro que ha sabido dar exacta medida al hombre que va destinado”.
Un año después de su estreno en París la obra se representaba en treinta teatros de Alemania. A un sacerdote alemán le sirvió para el sermón del domingo. Y a mí, en 1982, para una conferencia sobre el sentido de la angustia y la esperanza en el Hotel Velázquez de Madrid, con la sala de actos abarrotada. A los tres años de su publicación el libro ya estaba traducido a veinte idiomas.
La Academia sueca le concedió el Premio Nóbel de Literatura en 1969. Beckett estaba entonces en Tánger. Cuando le dieron la noticia exclamó: “¡Qué catástrofe!”, y se perdió por el Norte de África. No quiso recoger personalmente el premio.
Nació un viernes y murió otro viernes, el 20 de diciembre de 1989, en París, cumplidos los 83 años. El creador del teatro del absurdo entró en un mundo donde todo es razón y coherencia.
Educado en una familia protestante y en escuelas protestantes hasta la enseñanza media, conocedor y lector asiduo de la Biblia, en el teatro de Beckett abundan los perfiles religiosos. Un texto en
“Fin de Partida” da lugar a la sonrisa, pero también a la reflexión. El cliente, furioso, interpela al sastre: “¡Eso es indecente! Dios hizo el mundo en seis días, me comprende, en seis días. ¡Sí señor, sí, el MUNDO! ¡Y usted no tiene narices para hacerme un pantalón en tres meses!”. El sastre pone gesto despreciativo y cara de asco cuando exclama: “¡El mundo!”. Y luego, con orgullo, añade: “¡Mire mi pantalón!”.
En
“Esperando a Godot” la Biblia ocupa un primer plano. Independientemente de las citas concretas, el Libro sagrado está presente a lo largo del drama. En realidad, toda esta magnífica obra teatral es una parábola bíblica, como lo es también la celebrada
“Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez.
Guillermo de la Torre, en el breve espacio que concede a Beckett en el tercer tomo de su
“Historia de las literaturas de vanguardia”, observa que el nombre del personaje, Godot, sugiere el de Dios, God en inglés. El crítico teatral Lorenzo López Sancho añade: “Lo absurdo brota directamente de la inexistencia de Dios, sin la que nada parece justificar y sin la que la esperanza no existiría”.
La realidad religiosa está representada en
“Esperando a Godot” por un esquema de referencias a personajes y a situaciones de la Biblia. Vladimir es quien más domina el tema religioso. Refiere la Biblia en varias ocasiones, habla de Dios, invoca el arrepentimiento, el cielo, el infierno, la muerte. Alude a los evangelistas en la historia de los dos ladrones. Cuando Estragón, con la boca llena, le pregunta si no estarían atados al personaje, Vladimir responde: “¿Atados a Godot (léase Dios)? ¡Qué idea! ¡De ningún modo!. Pues
de ahí provienen todas nuestras desgracias, de no estar atados a Dios, porque sus cuerdas, según el profeta, son cuerdas humanas, cuerdas de amor (Oseas 11:4).
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