Resulta relevante la biografía sobre Calvino de Cottret, profesor de la Universidad de Versalles, militante laico en la Iglesia Reformada de Mulhouse, que se caracteriza por una sólida interpretación de los sucesos. Vimos en el primer artículo de esta serie sobre esta biografía la juventud de Calvino; y en el segundo las razones de que su obra sea imperdurable. La tercera sección del libro de Cottret se ocupa de resumir, en casi 80 páginas, cuatro de los aspectos más llamativos del reformador francés; la primera su faceta como polemista, enfrascado como estuvo tanto tiempo en debates sin término.
Cottret afirma que “la acción de Calvino adquiere todo su sentido únicamente cuando se relaciona con un proceso de ‘construcción confesional'”, que afecta tanto a los reformados como a sus adversarios católicos”. Calvino se esforzó, en esa línea, en apartarse y distinguir muy bien la fe reformada del catolicismo y de los demás movimientos libres de la época, como el de los anabaptistas y los nicodemitas. Su lucha contra la superstición fue a muerte. El camino del calvinismo al puritanismo, explica el autor, deriva del carácter inclaudicable de sus convicciones.
Otra de las facetas más reconocidas de Calvino es la de predicador, tarea a la cual dedicó su más fuerte empeño. Sobre su método, él mismo habló de la pasión y el compromiso teológicos que le producía: “Yo hablo, pero tengo que escucharme, dado que es el espíritu de Dios el que enseña; pues de lo contrario la palabra que sale de mis labios no me beneficiaría más que a todos los demás, ya que me vino dada desde arriba y no salió de mi cabeza. Por tanto, la voz del hombre no es más que un sonido que se desvanece en el aire y, en cualquier caso, es el poder de Dios en la salvación de todos los creyentes”.
Cuán cerca de estas apreciaciones está Karl Barth en “La proclamación del Evangelio”, cuando escribe acerca del compromiso y la seriedad que significa pronunciar, hic et nunc, la auténtica palabra divina. En ello, Barth no se aparta ni un ápice del calvinismo originario y, más bien, lo profundiza y actualiza para las agudas circunstancias presentes. Lo mismo podría afirmarse, quién o diría, de Rudolf Bultmann, cuando define la predicación basada genuinamente en la Palabra de Dios: “Es aquello que el ser humano no puede decirse a sí mismo”. Los ejemplos temáticos que utiliza Cottret son demoledores.
El capítulo consagrado a la Institución amplía lo esbozado líneas atrás, pues entrar a dicho volumen, dice Cottret, es como ingresar a una catedral, “una especie de gigantesco edificio en el que la sucesión de palabras, párrafos y capítulos testimonian sobre la gloria de dios y la empresa de los hombres”. Sus grandes temas, como el conocimiento de sí mismo, la ley, fe, creencia, fidelidad, así como la predestinación, son como sus grandes pilares. La interrogante con que cierra Cotret es puntual en todos los sentidos: “¿Proporciona la Institución un estado acabado del protestantismo reformado tanto por su desarrollo metódico, la claridad de sus asertaciones (sic), como por la generosidad de algunas de sus intuiciones, como por ejemplo, sobre el diálogo con el mundo judío? Sería absurdo pretenderlo […]”. Con todo, siguiendo a Richard Stauffer, el autor no duda en señalar que “Calvino, hombre del saber, es también ‘teólogo del misterio'. Su única seguridad es la salvación”. Nada menos…
El Calvino escritor, y escritor francés, quizá el aspecto que menos divulgación ha recibido fuera de su país, otorga al libro una conclusión dignísima, puesto que Calvino resiste la comparación que Cottret hace con Montaigne, el inventor del género ensayístico. El humanismo de Calvino consiste, como es de esperarse, en una “preocupación por la literatura y la restitución de los textos”. Después de todo, los teólogos reformados fueron vistos, casi peyorativamente, como un conjunto de “retóricos y gramáticos”.
Calvino es un aficionado obsesivo por el Libro en general, y por el Libro de Libros en particular, con una pasión literaria y teológica que avasalló todos sus sentidos. La fidelidad al sentido transparente de la Palabra divina, lo llevó a ser, en palabras de Cottret, “un gramático de la Revelación”, pues incluso su reflexión estética nunca salió de las fronteras del lenguaje. Es más, agrega que “la originalidad innata de Calvino consiste en su recurso a la gramática para elucidar el sentido de la institución eucarística”.
La perspectiva cultural y literaria ilumina espléndidamente este aspecto de la obra de Calvino, la más insospechada para muchos de sus seguidores:
La aventura de la Reforma es también la aventura de la lengua francesa. La Institución comparte la ilusión de claridad y transparencia que da al misterio su fijeza en el mundo barroco de las apariencias, simbolizado por el espejo. Desde esta perspectiva, Calvino se asoma ya al clasicismo. No significa que haya que reanudar una apologética anticuada, que en virtud de un giro dialéctico situase al protestantismo (minoritario) en el centro de la experiencia (mayoritaria) de los franceses. Pero Calvino, incluso también por el rechazo que provoca en personajes como Bossuet, por ejemplo, participa en la aventura de la lengua francesa, así como en la doble apuesta por la coherencia y la claridad que con Rousseau alcanzaría su culminación.
Calvino, concluye por fin Cottret, no fue un santo que esperase la devoción de todos, ni alguien por el cual haya que optar como en una especie de competencia piadosa sino más bien un reformador guiado por el amor a la literatura y la búsqueda de la herencia bíblica. Su vida fue la “historia de una fe, de la fe de un hombre, historia de un hombre particular. Historia de una esperanza, y también historia de lo que ha sido. […] Para este inquieto personaje, adepto a una predestinación de los elegidos y de los réprobos, todo se convierte a su manera en signo, sacramento o testimonio, incluidas las ambiciones frustradas. ¿Historia de la fe? Historia de la contingencia y de la fugacidad”.
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