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Calvino, una obra imperdurable

La vida y obra de un humanista devoto (II), de Leopoldo Cervantes-Ortiz (basado en la biografía de Bernard Cottret)
MUY PERSONAL AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 12 DE NOVIEMBRE DE 2005 23:00 h

Resulta relevante la biografía sobre Calvino de Cottret, profesor de la Universidad de Versalles, militante laico en la Iglesia Reformada de Mulhouse, que se caracteriza por una sólida interpretación de los sucesos. Vimos en el primer artículo de esta serie sobre esta biografía la juventud de Calvino. En este segundo, analizaremos las razones de que su obra sea imperdurable.

ORGANIZAR Y RESISTIR: EN CAMINO HACIA UNA OBRA PERDURABLE

Esta sección del libro no puede comenzar mejor: se trata del periplo por Basilea, Ginebra y Estrasburgo, entre 1536 y 1538, dominado por el aura del “autor de la Institución”, que es como se conocerá a Calvino de ahora en adelante
, lo cual le abrirá unas puertas y le cerrará otras para siempre. Interpretada providencialmente, esta peregrinación convertirá a Calvino de refugiado, en habitante ilustre de las tres ciudades. El vigoroso prólogo del volumen, un apretado compendio de la fe reformista, dirigido al rey Francisco I, “intentaba colocar la actividad reformadora bajo la alta e ilustrada protección” del rey, sobre quien recae el ejercicio de la justicia”. Las palabras de Calvino son intensas: “Este prefacio tiene casi la grandeza de una defensa completa, si bien con ella no he pretendido establecer una defensa, sino solamente suavizar tu corazón, para dar audiencia a nuestra causa”.

La Institución, en opinión de Cottret, “puso una teología profundamente original en marcha” y “se perfiló en los años siguientes, distanciándose cada vez más claramente del luteranismo”. Además, afectó simultáneamente a la cultura y la filosofía, pues Calvino “compartía la pasión francesa por la claridad, reforzada [...] por su formación como jurista”. El sentido pedagógico de la obra es evidente en la lengua de la época, pues Calvino contribuyó a dotar de su sentido actual a la palabra institución, en el sentido formativo y también político:

La sociedad, la Iglesia, el Estado, no son para él hechos de naturaleza sino de cultura. Estas instituciones tienen como objetivo principal la contención de una naturaleza humana en decadencia; constituyen unos organismos colectivos, cuya existencia nos remite irremisiblemente a un acto fundador. La institución cristiana por excelencia es la Ciudad. Emana de la voluntad de los gobernados y está sometida al arbitraje de la ley. En otros términos, la ciudad cristiana no existe de manera espontánea: se presenta como fruto de una cultura, de una pedagogía, de una historia, incluso de un proyecto político. La palabra institución “define el fundamento, la base, los principios de toda organización”. Apunta igualmente a la “doctrina destinada a proporcionar una base firme a una organización”. La obra de Calvino describe prioritariamente “la organización de la sociedad de fieles de Jesucristo” o Iglesia. Pero el término se aplica a “la organización de la ciudad de los hombres”.

¿Un retrato de lo que sería posteriormente Ginebra bajo su control? Tal vez, pero lo cierto es que allí Calvino llevó a la práctica lo planteado por Cottret: Ginebra fue una ciudad-iglesia tanto como una verdadera ciudad, una polis en riesgo permanente de ser dominada por las pasiones de sus habitantes, como cualquier otra. La primera estancia de dos años (1536-1538) es el escarceo natural, esperable, de alguien que aún no domina la situación.

Los tres años posteriores en Estrasburgo otorgaron a Calvino un remanso donde incluso consigue casarse y, a la vez, consolidar su labor como escritor y teólogo. Es desde allí donde escribe su célebre epístola al Cardenal Sadoleto, que le abrirá las puertas de Ginebra nuevamente. Allí, predicando y enseñando a los refugiados franceses, escribe el comentario a la carta a los Romanos y entabla relaciones ecuménicas con otros dirigentes reformistas. Cottret narra magistralmente “las alegrías del matrimonio” que por fin conoce Calvino, luego de sus múltiples dudas y vacilaciones al respecto. Idelette de Bure, viuda de un anabaptista converso, además de seria y piadosa, era ¡incluso guapa!, como se encargó de observar el incrédulo Farel, el “culpable” de que se estableciera en Ginebra.

La carta a Sadoleto es otro golpe maestro ante el peligro de que Ginebra volviera al catolicismo. Con ella, Calvino asegura no sólo su retorno a la ciudad sino el reforzamiento de su autoridad en un espacio geográfico más amplio, lo cual se apreciará más cuando aquélla se convierta en el refugio de los perseguidos de toda Europa. “Ginebra, ¿ciudad de Dios?” es la pregunta obligada que Cottret plantea en el octavo capítulo, pues paso a paso la huella del jurista y reformador francés se marcará indeleblemente. Los documentos doctrinales que redacta según las necesidades del momento alcanzarán una función política, motivo por el cual Cottret escribe acerca de lo que denomina la “aculturación calvinista”, es decir, la forma en que la pedagogía se convirtió en la clave de la empresa calvinista: “La catequesis, la predicación o las amonestaciones del consistorio no tenían otra intención que la de transformar en profundidad las mentalidades, sembrando en los corazones la semilla del Evangelio. La distinción entre la cultura popular y la cultura erudita tendía al mismo tiempo a disminuir toda superstición, toda práctica mágica, incluso todo resto de catolicismo eran perseguidos implacablemente como idólatras”.[23]

“Los años sombríos”, como califica Cottret el periodo que va de 1547 a 1555, constituyen una etapa sumamente contradictoria en la vida y obra de Calvino. Allí encontramos el surgimiento de la oposición al férreo gobierno teológico del reformador, incubado desde la oscuridad del cuchicheo y la intriga de los muchos que se sintieron agraviados por el rigor vital que se impuso en la ciudad. Por ello el siguiente capítulo (“Acoso a los herejes”) expone con amplitud y honestidad las características de la reacción de tres personajes fundamentales: Jerome Bolsec, el acérrimo crítico de la doctrina de la predestinación; Miguel Servet, el médico español que no logró salir con vida de Ginebra; y Sebastián Castellion, un profesor con ideas renovadoras apoyado en un principio por Calvino.

Cottret no escamotea a estos tres espíritus el reconocimiento de su grandeza y discute sus argumentos con brillante imparcialidad. Entre Calvino y Servet, afirma por ejemplo, existió “una curiosa mezcla de fascinación y repulsión” y la lucha a muerte que entablaron, obviamente en el terreno de las ideas, terminó con el español en la hoguera. Uno de los aspectos más oscuros y polémicos del asunto es la alianza entre iglesias rivales, la católica y la reformada, contra un enemigo común, en este caso, Servet. Se trataba, según Cottret, de una alianza contra natura, sumamente difícil de interpretar. Y es que Calvino gustaba de citar la frase de San Agustín: “Es la causa y no el sufrimiento lo que hace al mártir”. Castellion, a su vez, tuvo con Calvino más bien una querella intelectual debido a sus reticencias para aceptar algunas posturas interpretativas de la Biblia, y exigió mayor libertad de pensamiento. No obstante, a los 29 años tuvo que abandonar Ginebra para siempre y siguió discutiendo a distancia con Calvino mediante la escritura de obras cada vez más radicales. Teodoro de Beza se encargaría de responderle en 1554.

Acerca del castigo a los herejes, las palabras de Beza son dignas de citarse: Hay pocas ciudades suizas o alemanas donde no se haya dado muerte a anabaptistas de acuerdo a derecho: aquí nos hemos conformado con el destierro. Bolsec blasfemó contra la providencia de Dios; Sébastien Castellion blasonó los libros de las Sagradas Escrituras; Valentin blasfemó contra la esencia divina. Ninguno de ellos está muerto, dos fueron desterrados, el tercero fue absuelto con una multa honorable para Dios y para la señoría. ¿Dónde está la crueldad? Sólo Servet fue condenado al fuego. ¿Y quién fue jamás más merecedor que ese desdichado, que durante treinta años de tantas y tantas maneras blasfemó contra la eternidad del Hijo de Dios, atribuyó el nombre de Cancerbero a la Trinidad de las tres personas en una sola esencia divina, destruyó el bautismo de los niños, acumuló la mayor parte de todos los hedores que jamás Satanás vomitara contra la verdad de Dios, sedujo a infinidad de personas y, para colmo, sin haber querido nunca arrepentirse y así dar lugar a una verdad por la cual tantas veces había estado convencido o dar esperanzas de conversión?

¿Calvino intolerante?, ¡faltaba más!, ¡sí!, pues no podía dejar de serlo en su época, y además, dado que en él “ni la mansedumbre, ni la calma, ni la lasitud, ni la indiferencia” podían merecer el nombre de tolerancia. Y es que “la empresa de Calvino, su construcción dogmática, la exhortación a la resistencia impedían cualquier solución”.

El último capítulo de esta sección trata la última etapa de la vida de Calvino, es decir, el surgimiento casi formal del calvinismo, término que él rechazó tajantemente: “No encuentran ningún ultraje mayor para con nosotros [...] que la palabra calvinismo, pero no es difícil conjetura de dónde procede el odio tan mortal que tienen contra mí”.[26] Desde 1549 y en adelante, Calvino advirtió los desarrollos de la Reforma en Inglaterra y advirtió cómo en su país, y a contracorriente de la persecución, surgió un “protestantismo de masas”, según la expresión de Émile Leonard. En medio de todo esto, se afirmó el rotundo carácter internacional de la obra de Calvino. A su muerte, el 27 de mayo de 1564, el destino de la disidencia religiosa estaba asegurado.

En el tercer y último artículo de esta serie veremos a “Calvino, un a interpretación de creer” .



Artículos anteriores de esta serie:
La juventud de Calvino
 

 


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