Los semáforos, como estúpidos, siguen regulando un tránsito inexistente. Unos pasos, cortos y secos, apresurados, percuten en el suelo, hasta que el golpe de una puerta los ahoga.
Sabe a ciencia cierta que no se oye nada más. Y, sin embargo, un sonido estremecedor alcanza su alma.
¿Qué es? -se pregunta, mientras su corazón, sobrecogido de terror, no sabe dónde protegerse. Aguza el oído: un coche, a lo lejos, parece perseguir la nada a toda velocidad; un camión, quizá el de la basura... sí, engulle las miserias; por un momento, una ventana ha dejado escapar con impertinencia una música tristísima.
Es la noche, sólo es eso… -se dice, sin convencerse.
Es esta insufrible noche, que penetra por la piel, que se cuela por los oídos y la nariz, y que, queriéndose apoderar de la mente, ensombrece los ojos. No es nada más que la noche.
Camina lentamente, por miedo a despertar sus soledades recurrentes, todos los desencantos archivados, las heridas mal curadas, las angustias que le oprimen y le asfixian, esos vacíos que parecen insondables, las náuseas incontenibles, sus sinsentidos absolutos... Si ellos duermen, no es tan insoportable su dolor de vivir.
Aunque quizá, en realidad, nunca estén dormidos: sólo lo fingen compasivos, a ratos, ante el desesperado ruego de su mente de que no molesten demasiado, a ser posible; ante la súplica sangrante de su alma. Pero sigue oyéndolos, consciente de que es absurdo, de que la noche es silenciosa a su alrededor. Continúa caminando, sin rumbo, completamente desorientado. Pero el ruido que le ensordece, no sólo le persigue, sino que se intensifica a ráfagas.
Al doblar la esquina de una calle, le parece oírlo con mucha más nitidez.
¿Qué ocurre? ¿Es más oscura la noche? ¿Y mis pisadas? ¿No se oyen ahora? Sigue andando, y llega a la entrada de un templo. Acerca el oído a la puerta, ya cerrada.
¿Brota de aquí, mi pesadilla? El terror se apodera de su cuerpo entero, las manos le tiemblan, las piernas le flaquean, el corazón se le desmonta, y cae, con el oído aún pegado a la puerta. Y de allí dentro -no hay duda- surge, en la noche... ¿una carcajada? Con la profundidad de un largo trueno, escalofriantemente contundente, tan siniestra como victoriosa, inconfundiblemente... diabólica.
No hay esperanza, entonces. No hay ninguna esperanza...
Sí, ríe Satanás. ¿No ha ganado ya, prácticamente, la batalla? ¿No ha engañado de nuevo a los habituales de las iglesias? ¡Qué necios! ¿No vio nadie cómo iba ganando terreno? En nombre de la comprensión y la tolerancia, fueron rebajando el listón de la santidad. En nombre del amor -¡¿qué sabrá él de eso?!- les engatusó para confraternizar con cosas abominables a los ojos del Dios de los cielos, al que llaman
suyo. En nombre de la libertad, les esclavizó con mil y una cadenas que, juntas, les impiden avanzar. Les ha quitado el brillo, y viven camuflados, no sólo no siendo ningún peligro para sus planes, sino, encima, haciéndole el juego. Les ha quitado la fe y les ha convencido también de que todo es relativo. Pero les ha dado movimiento, actividades, organizaciones, presidentes y secretarios, tecnología punta para conciertos, presentaciones y eventos diversos, ¡tantas cosas vacías de su Cristo, que les distraen y les entretienen! Buena jugada. Por eso ríe.
A duras penas consigue levantarse, palpando la madera, no queriendo sentir en sus palmas la vibración de la risotada. Comienza a caminar aturdido, tambaleándose, y recuerda el tren.
No hay esperanza, entonces... Está cerca. El único paso a nivel que queda en la ciudad.
No hay ninguna esperanza... Está cansado. No puede más. Uno de los rieles le servirá de almohada.
No más ruido. No más dolor. No más noche.
El que ríe ha conseguido engañarle también y, en cuanto el tren le duerma, éste será suyo para siempre. La carcajada, cruelmente despectiva, reverbera en las vías y el asfalto, en las casas, en algunos otros corazones. Y suena a noche, a desesperación, a muerte eterna.
"... cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?" (Lucas 18:8)
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