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Post-resaca navideña

Las cosas en mi casa están llegando a ese punto en el que nos vemos irremediablemente abocados a tener que tomar una decisión.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 15 DE ENERO DE 2011 23:00 h

Hace un par de días tenía encima de la mesa A sangre fría, de Truman Capote (la edición de color rojo sangre de Anagrama) y ahora no la encuentro por ningún lado. Estaba pensando en escribir un artículo y me acordé de él; lo saqué de su letargo, lo dejé encima de la mesa, lo manoseé, lo dejé reposar, dejando que la idea se fuera formando sola en la cabeza unos días: y esta mañana había desaparecido. No está, aunque sé que está. Tiene que estar. Cada vez es más difícil encontrar un libro aquí. Es oficialmente un problema, del que no me siento nada orgullosa porque da la sensación de que voy por ahí pidiéndole a las visitas que observen y envidien nuestro desbordante nivel adquisitivo. Cosa totalmente falsa, aprovecho para decir. Seguimos siendo normales. Raritos, pero normales.

Hasta ahora me servía de mi mapa mental para localizar un libro en mi casa, aparte de un humilde sistema de clasificación, o, más bien, de qué tipo de libros no se deben colocar bajo ningún concepto en qué superficie o rincón; pero ha habido dos sucesos recientes que me han aterrorizado y han hecho que me preguntase qué estamos haciendo exactamente y para qué.

El primero es que el otro día, a la hora de la comida, Dani me comentó que tenía ganas de leerse El jinete polaco, de Muñoz Molina aunque después lo acabó dejando exhausto, cosa rara en él). Durante dos horas insistí en que lo teníamos por ahí. Él decía que no. Yo insistía en que lo había visto, además, no hacía mucho. Le hablé de la edición y de la portada, lo tenía grabado en la cabeza. Él seguía diciendo que no. Desmembré una parte de la estantería en la que los libros están colocados en filas para ahorrar espacio, removí las pilas que se mantienen en equilibrio sobre el mueble del salón, pero no. No lo teníamos. Mi memoria estaba jugando conmigo.

El otro suceso fue que mi gata se quedó encaramada a mi hombro y no se quería bajar. No es nada del otro mundo, es una quejica, se sube donde no debe y nos utiliza usualmente de escalera. El problema fue que ella se subió a mi hombro tan tranquila, como todos los días, para darse su paseo vespertino por la estantería, pero no tenía hueco para saltar: todo estaba inundado de libros que habían acabado allí en una de las múltiples recolocaciones semanales. Se quedó maullando de frustración en mi hombro y me arañó al tirarse al suelo, cuando conseguí que se bajara, porque a cabezota nunca ganará nadie a un gato.

Es especialmente preocupante cuando en medio de este caos desaparecen los libros que he sacado de la biblioteca pública. Tengo una multa acumulada de casi un mes por culpa de uno esos libros perdidos que acabo de encontrar, buscando A sangre fría, detrás de una gramática del árabe atrapado bajo el Diccionario Panhispánico de Dudas. ¿Será que en mi casa se da un extraño caso a lo Toy Story, pero con libros?

La vergüenza definitiva llegó cuanto tuve que despejar mi escritorio y me llevé otro montón de libros para dejarlos, provisionalmente, en la mesilla de noche, que hasta ahora había conseguido ser un territorio virgen. Uno tras otro los iba mirando, les quitaba el polvo, los colocaba allí abajo, apenas sin acordarme de que los tenía. Me iba ganando la vergüenza; había cosas que había comprado hace meses y que apenas había tocado. En vez de invertir tiempo en leerlos, gastaba ese tiempo en ir a por más libros. Pura y desmesurada ansiedad. De repente me vi como el viejo de la parábola de Jesús (Lucas 12:13-21) que no hacía más que acumular grano y pensaba en derribar sus graneros y hacerlos más grandes: yo ya empezaba a planear tener que ir a Ikea a comprar más estanterías. Pero algún día volverían a quedársenos pequeñas, volveríamos a necesitar más estanterías, iríamos a comprar más y volverían a llenársenos de libros. Y al final, ¿para qué? No son más que cosas. Las cosas no hacen nada, sólo sirven para estar ahí. A veces las utilizamos, pero tendemos, simplemente, a acumularlas. A dejarlas ahí, a que ocupen espacio, a que hagan bulto. A que hagan bonito.

Le tenemos apego a cosas muy estúpidas de las que no nos deshacemos nunca. Todo el mundo sabe que cualquier limpieza en casa acaba con varias bolsas extra de basura y el pensamiento de que eso que acabamos de desechar lo teníamos guardado ocupando espacio como un tesoro. Tampoco abogo por que nos subamos ahora todos a un monte a vivir en cuevas como ermitaños, pero quizá debiéramos plantearnos los objetos materiales desde otra perspectiva. Quizá la resaca navideña, que nos deja llenos de cosas nuevas en casa y se marcha hasta el año siguiente, sea un buen momento.

De repente me dio mucho miedo ser como el viejo de la parábola: ¿y si venían a por mi alma esta noche y yo no había leído ni uno solo de esos libros que alegremente justifiqué como adquisiciones culturales? Tenía el objeto, ahí, acumulándose, amontonándose en los rincones de mi casa y sorprendiendo a las visitas cuando venían, pero como dice Jesús en su parábola, los objetos, si sirven para algo, debe ser para hacernos ricos con Dios. Quizá no diga eso exactamente, pero me gusta pensarlo desde ese punto de vista.

Podemos tener muchos libros o podemos leerlos y ser mejores personas.

Podemos tener un móvil de alta tecnología o podemos mantener el contacto con viejos amigos.

Podemos usar un perfume carísimo o podemos ir vestidos y aseados de tal manera que nuestra primera impresión sea agradable y acogedora.

Las cosas sirven para servir a las personas, y así es como se convierten en un tesoro de Dios. Si las usamos para que hagan bonito, para acumularlas, se convierten en simples cosas que no sirven para nada más que ser cosas.

Puedo ampliar las paredes de mi granero para seguir guardando grano, o quizá pueda dejar mi granero tranquilo y hacer algo útil con el grano que excede.

Aunque quizá sea una idea un poco loca, no querría deshacerme de mis viejos libros así porque sí. Si quisiera deshacerme de objetos haría como hace mucha gente y los tiraría al cubo de reciclaje. El conductor de un camión de la basura de Bolivia contó en la Feria del Libro de Guadalajara que se había hecho con tres bibliotecas para la gente de su barrio recuperando y restaurando los libros viejos que la gente tiraba a la basura. Mi hermana se encontró una vez una pila de viejos vinilos junto al contenedor, de alguien que pensó que no servían para nada. Algunos eran joyas descatalogadas.

Lo del bookcrossing tampoco es una mala idea, pero todavía nos queda un poco de resaca navideña y me da por pensar que sería bonito regalar, saber adónde van a parar mis viejos volúmenes manoseados y saber que van a parar a buenas manos. Mi abuelo lleva años regalándonos ejemplares de su biblioteca, no porque no quiera gastarse dinero, no, sino porque él ya los tiene más que leídos y sabe que el libro será mucho más especial así. Siempre sabe dar en el clavo. No los escoge a bulto, sino que piensa especialmente en cada uno de nosotros.

Sé que es una locura, pero es una locura 2.0, que es como llaman los señores de internet a este mundo interactivo en el que vivimos. Aprovechémonos de la contingencia. No sé muy bien cómo hacerlo, pero empecemos prometiendo que voy a regalarle alguno de mis libros a todos aquellos interesados que se pongan en contacto conmigo en mi email: [email protected]. Hasta fin de existencias. Aún ni siquiera sé de cuáles me voy a deshacer, pero estoy segura de que hay alguien que los quiere (seguro). Sólo Dios sabe para qué nos servirá la excusa del libro. Hagamos una locura de año nuevo, que es agradable.

Quizá así consigamos que el viejo del granero se vuelva un poco menos egoísta. Que deje de pensar tanto en él, que considere que a su alrededor hay gente que no consigue llenar graneros de trigo (quizá no consigue llenar ni sus propios estómagos). Hay gente que no se espera una bendición, un golpe de suerte, que alguien haga algo bonito y desinteresado, mientras que el viejo del granero sólo pensaba en irse de juerga a celebrar sus logros. Normal que la muerte le pillara desprevenido. Ojalá a lo demás nos dé tiempo a hacer algo provechoso antes.
Feliz resaca navideña.

P.D.: encontré el libro, una semana después. Estaba en su sitio, en la estantería. Reitero lo dicho.
 

 


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