Es curioso que, con el paso de los años, en lugar de comprender mejor el hecho de tu encarnación, cada vez se nos muestra más como un misterio insondable. Sin embargo, nos conmueve pensar en su significado. Porque sabemos con toda seguridad que tu nacimiento como humano a nosotros nos representa vida, vida en abundancia, vida plena, vida eterna.
Cuando pensamos que, como Dios que eres, eres espíritu, y además infinito en todos tus atributos, nos asombra tu disposición a dejarte aprisionar por la limitación de la materia de un cuerpo, de un cuerpo de carne, de huesos, de sangre, formado por células y átomos, y tan pequeñito y desvalido al principio, el de un bebé. Y te sujetaste también al tiempo. Y sufriste cansancio, hambre, frío...
Que tu nacimiento en nuestra tierra era especial lo señalaba el ángel, rodeado de un gran resplandor, y todo aquel coro celestial que le acompañó. ¿Sabes? Alguna vez hemos deseado conocer cómo sonaría aquella música inigualable que anunciaba el nacimiento del niño-Dios, y por eso hubiéramos querido ser uno de aquellos pastores de Belén. ¡Cuántas veces hemos pensado que es una lástima no poder disponer de la partitura, o de una partitura simplificada, porque ya imaginamos que la música angelical no debe ser fácilmente transcribible a pentagrama!
También hubiéramos querido contemplar aquella estrella que vieron los magos de oriente, con ese brillo tan particular que les convenció, que no les dejó ninguna duda de que el Rey de Reyes había nacido, y se fueron a buscarte para rendirte su adoración y entregarte sus presentes.
Pero lo que alguna vez hemos deseado con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, es el haberte visto a ti. ¿Cómo era tu cara, Señor? ¿Cómo eran tus gestos? ¿Cómo te movías cuando mostrabas autoridad, compasión o ternura? ¿Cómo era tu mirada cuando reflejaba tu amor, o tristeza, o reproche? Hubiéramos querido verte, Señor; hubiéramos querido verte… Porque, a veces, nuestros ojos de la fe andan algo miopes, y se nos desdibuja tu majestuosa persona del corazón. Y la memoria nos falla, y olvidamos tu extraordinaria vida a nuestro favor. Y no recordamos tampoco que, para ti, el caminar por nuestro mundo era una terrible humillación.
Esta navidad, Señor, ayúdanos a verte con todo tu sufrimiento por nosotros, llevando nuestras cargas y nuestros dolores, con ese rostro sin atractivo alguno de cuando estabas abrazado a aquella cruz que nos daba vida. Ayúdanos a contemplar tu amor y tu misericordia, y a recordar cada día, cada momento, la maravillosa realidad de un Dios que se hace cercano a nosotros en ti, que nos habla en nuestro idioma por medio de tu persona.
Gracias porque ya desde antes del principio estuviste dispuesto a venir por nosotros, a buscarnos. Quisiéramos que el viaje te haya merecido la pena en cada uno de nosotros, en nuestras pequeñas y tantas veces torpes vidas, porque queremos dar gloria a tu nombre y al del Padre.
Y como sea que aún anhelamos verte, desde el recuerdo de aquella primera venida queremos decirte que esperamos ansiosos tu regreso, como nos has prometido. Ven, Señor Jesús, ven pronto; y llévanos contigo, para vivir a tu lado por la eternidad.
Y que tu gracia, y el amor de Dios el Padre, y la comunión del Espíritu Santo sean siempre con todos nosotros. Amén.
Si quieres comentar o