El rubio

Solo una bombilla tenue iluminaba el pequeño local donde la muchacha freía huevos en aceite negro. Su madre cortaba lonchas finas de queso blanco, no fuera a ser que los viajeros se antojaran “sandwichito completo”.

El baño, al fondo a la derecha, no era más que una letrina oscura con puertas de madera añeja. El menor de los hermanos, parapetado en la entrada, era el encargado de dispensar el papel higiénico y cobrar el pesito que costaba el desahogo. “¿Simple o doble?” preguntaba. Pues si la necesidad era mayor, el trozo de papel lo sería en proporción.

El rubio melenudo asentía sin entender, muerto de frío y sueño, con el único anhelo de regresar al autobús, que olía a humanidad.

Reanudaron la marcha media hora después, dejando a la muchacha, al niño y a la madre, con los huevos y el queso, a la espera de que algún otro conductor se acordase de su rincón del mundo y les trajese algo de aire fresco.

Aquel rubio melenudo, de Tenesse o Dakota, no entendía la idiosincrasia de los caminos de tierra bolivianos, convertidos en lodazal tras las lluvias estacionales.

Al bajar del autocar, halló el sendero anegado, en medio de la planicie altiplánica, carente de árboles y horizonte. El conductor y sus tres ayudantes, observaban sin esperanza las maniobras para rescatar el ingente vehículo del fango. Sólo así reanudarían el viaje a Uyuni.

El conductor le miró y alzó el pulgar con una sonrisa fingida, solo para tranquilizarle. Aunque lo que en realidad no sabía era que eso era precisamente lo que el rubio melenudo estaba buscando: La aventura, lo desconocido.

Quizás si Bolivia tuviera autopistas de tres carriles en cada sentido, y áreas de servicio, y gasolineras siderales, ya no habría anécdotas que contar en Tenesse o Dakota. Nadie se llevaría las manos a la cabeza al oír sus relatos ni admirarían su osadía.

Es lo que tiene el subdesarrollo, para unos es una desgracia, mientras para otros, un simple desafío de verano.