Ya sabemos, “Hay que ser tolerantes” así que, “Todo lo que uno entienda como normal, es normal”. Faltaría la coletilla de “mientras no haga daño a nadie…”. Y ya está.
Uno de los criterios que ha marcado y sigue delimitando el término es el estadístico. Los que le pasa a la mayor parte de personas, la norma, es lo que se considera “normal”, valga la repetición. Cuanto más se distancia uno de la media, más “anormal”, por tanto, se considera. Esto, en muchos sentidos, puede ser un criterio que haya resultado válido.
La cuestión es ¿funciona siempre? ¿Tenemos que considerar normal todo lo que es habitual?
Evidentemente, los cristianos, a la luz de la Palabra y por razones obvias, no estamos de acuerdo con ese planteamiento. El lenguaje, que es rico en matices, nos permite distinguir por lo que, sin dudarlo, entendemos que hay cosas que desde el punto de vista cristiano no pueden ser normales en cuanto a aceptables, por muy tolerantes que nos hayamos vuelto, y por muy habituales que resulten. De ahí que, claro, la gente se rasgue las vestiduras cuando la comunidad cristiana denuncia como pecado conductas que a la gente le resultan normales por ser completamente habituales y que, por ende, los cristianos seamos considerados los más anormales sobre la faz de la tierra. Bueno, lo asumimos, qué le vamos a hacer. Poco importa cómo vean ciertas cosas los demás si El que juzgará sobre todas las cosas las ve como contrarias a lo que Él establece como deseable y adecuado para el ser humano.
La cuestión es que últimamente me planteaba cuán surrealista se ha convertido este mundo en el que vivimos precisamente como consecuencia, entre otras cosas, de esta idea de considerarlo todo normal. Nada más hace falta encender la televisión, por ejemplo, para desencantarse de la raza humana, no por las muchas desgracias que suceden a diario (no iba a criticar el telediario, precisamente), sino por toda la “fauna” extraña que uno se encuentra a la hora de ponerse a ver televisión de entretenimiento. Ya no es sólo la ordinariez llevada al extremo, que también, sino el impacto que supone que lo único que venda sea el esperpento.
Quien entra, por ejemplo, a concursar en determinados reality shows, sabe que “lo que vende es lo que vende”, véase, dar que hablar, crear polémica, chillar más alto que los demás, romper moldes, provocar al espectador… porque en el fondo la audiencia es como un perro de presa, mientras haya carnaza, el bocado está asegurado. Y conforme van pasando las ediciones, uno no deja de sorprenderse del nivel de seriedad con la que los concursantes se toman esto. No se escatima en esfuerzos por ser el más obsceno, el más barriobajero, la más ordinaria, la más liberal, el más chulo, la más absurda, la más chillona, la más provocativa, la más ligera de cascos, el más promiscuo, el más hipócrita, manipulador, ignorante… y así un interminable etcétera que no hace sino aterrorizarnos y llevarnos a que, cada vez más, renunciemos de forma voluntaria a seguir siendo cómplices de una “normalidad” que hace mucho ya que se ha salido del tiesto. Si esta es la normalidad a la que estamos abocados, yo paso, sinceramente.
Esto de la “anormalidad televisiva”, en cualquier caso, tampoco lo vamos a reducir a los realities porque no sería justo, la verdad. De hecho, las primeras ediciones de algunos de ellos resultaban bastante apasionantes por mostrar en forma de experimento conductual realidades sobre el ser humano que no estábamos acostumbrados a ver. Pero con un cierto orden y sentido del decoro, dicho sea de paso. Lo de hoy ya simplemente se mete de lleno en la asquerosidad más absoluta y los rankings de audiencia son los dueños y señores de la nueva televisión (no la llamemos “basura”, porque muchos en su ultra moderna tolerancia empezarán a hacerse cruces y a tacharnos a los demás de anticuados, ignorantes, directamente llegados del siglo pasado y, por supuesto, de intolerantes, que es lo peor que te pueden llamar hoy día). Ver la tele, en muchos casos, discúlpenme, se ha convertido en deporte de riesgo. Riesgo de acostumbrarse, de que ya no nos duela el sentido común, riesgo de que nos haga gracia lo que vemos y que empecemos a considerarlo todo como normal, como a tantos les ha sucedido ya, cayendo en un estado en el que ya no se distingue ni se discierne bien y mal, correcto o incorrecto, moral de inmoral, normal de anormal.
Pensemos, si no, en los tan atrayentes programas de sucesos, no los noticieros, sino aquellos en los que las personas hacen cola por someterse a entrevistas capciosas y sensacionalistas y no parece importarles en absoluto que todo el mundo conozca sus trapos sucios. O concursos absurdos en los que no pasa nada por ponerse en evidencia o vender hasta a su propia madre con tal de hacerse un huequito en el mundo televisivo, ese famoso minuto de gloria (o de vergüenza, según se mire, de aquella que te entra ganas de morirte y no volver a cruzarte nunca más con nadie conocido). Hay quien sacrifica su matrimonio, su estabilidad, el bienestar de los suyos, sólo porque cree que el fin lo justifica suficientemente (en ese fin, curiosamente, muy frecuentemente media el dinero). Siempre me llamaron la atención de estos programas principalmente los presentadores. ¿Cómo pueden tener estómago y la sangre suficientemente fría como para contribuir al linchamiento público de muchos de sus “invitados”? ¿Cómo se pueden prestar voluntariamente a contribuir a hacer escarnio en vivo y en directo a sabiendas de que, en muchas ocasiones, auténtica y verdaderamente les están destrozando la vida? En sus conciencias probablemente preferirán decirse que no, que ellos no son quienes lo hacen, sino los directamente implicados, que ellos son los verdaderamente responsables. Pero esto, perdónenme, es del todo incierto. Tan responsable es el que se pega un tiro en la cabeza como el que contribuye a ello, sin ningún tipo de pudor, poniéndole el revólver en la mano. Cierto es que no aprieta el gatillo, pero no hace nada por evitarlo, más bien anima “para diversión de todos”, a que lo haga cuanto antes.
A ver si viene tocando, más pronto que tarde, por favor, volver un poco a un estado real de normalidad, en que lo bueno sea bueno, lo malo sea malo y las personas sepamos distinguirlo. Aunque quizá y bien pensado, ese ha sido siempre nuestro problema. No distinguir o no querer distinguir, jugar a ser Dios autocolocándonos por encima de esos dos conceptos y de Quien los estableció, tal y como sucedió en el Edén. Igual no podremos nunca entender qué significa verdadera normalidad hasta no volvernos a Aquel que marca los parámetros de lo que es bueno y malo, justo e injusto, aceptable o inaceptable.
Mientras eso ocurre (y parece que no será ya) digan, por favor, todos conmigo: ¡No hay nada como ser normales!
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