Le recuerdo de pequeño, tan sólo unos meses menor que yo, formando la pandilla de cinco primos que compartimos nuestros primeros juegos y risas y preguntas y la fascinación de la primera
tele y el resto de hermanos pequeños que llegaron después añadiéndose al grupo y la escuela dominical y la adolescencia con las excursiones y nuestras bodas y las hijas y los hijos y estos últimos años…
Así de rápido lo recuerdo todo: desde las fotos en blanco y negro y aquellas primeras de colores anaranjados, hasta la supertecnología de hoy.
Y pienso con dolor que tanto progreso en este siglo XXI no ha sido capaz de vencer al enemigo que se instaló en su cuerpo y que se lo ha llevado. Cuando supimos de su enfermedad, los que le amamos quedamos paralizados de horror. Pero Joan, a pesar del miedo, del sufrimiento, de la preocupación por su familia, luchó. No tenía miedo de morir, pero amaba la vida, porque es hermosa y está llena de cosas buenas, y procuró estar con su mujer y sus hijas cuanto más tiempo, mejor. Preguntaba y discutía los tratamientos con los médicos, investigaba por su cuenta, y se interesaba por las cosas grandes y pequeñas que le rodeaban (¡que buenos años para los
blaugrana y los amantes del fútbol en general!).
Joan fue rebelde y honesto, y no transigió con tonterías. Y cuando he dicho que no tenía miedo a morir, digo la verdad. Algunos pensarán que es porque tenía fe, una gran fe. Pero él lo explicó en más de una ocasión, y muchos pudieron escucharlo en el programa de radio en el que participaba: la cuestión no estaba en
su fe, sino en
quien estaba depositada ésta.
Su amado Señor Jesús, a quien había entregado su vida a los doce o trece años, después de haberle pedido perdón por sus pecados, fue su compañero fiel. Como un valiente, a los diecisiete se bautizó, dando así testimonio públicamente de su voluntad de seguirle, en un momento en que, precisamente, lo religioso ya no se estilaba.
Pero Joan nos dio una lección de vida especialmente en los momentos difíciles. Su entereza, su discreción, su sonrisa, su ironía proverbial, casi nos engañaron para hacernos creer que todo iba bien. Y él ya lo tenía todo pensado: había ido y venido cien veces cuando alguno de nosotros intuía algo o se hacía alguna pregunta.
Por eso sé que, cuando estuvo triste por la posibilidad de tener que dejar por un tiempo a su familia, hasta el reencuentro en la eternidad, Joan sabía con qué Dios se las había, y de lo que Él era capaz. Como los amigos de Daniel, allá delante de Nabucodonosor, que respondieron a quien les iba a lanzar en el horno de fuego:
“No es necesario que te respondamos sobre este asunto. Nuestro Dios, a quien servimos, puede librarnos… Pero si no…”. Pero si no, igualmente confiaban en Él, porque le conocían. Y Joan, además, ya conocía la historia de amor completa: la muerte del Hijo de Dios en la cruz, y su resurrección, venciendo a la muerte. Sí, venciendo a la muerte. Y esto lo tenía tan claro mi primo Joan, que no hubo lugar para la desesperanza ni la desesperación. ¡Si aquella panda de discípulos cobardes que seguían al Maestro se atrevió luego a ir por todo el mundo anunciando este mensaje aún a riesgo de su seguridad, es que,
sin ninguna duda, le sabían vivo! Y entonces… entonces todo lo que Jesús dijo es cierto. Todo. Y Joan confió plenamente en su Palabra.
El corazón me duele. Es un dolor nuevo, profundo. Pienso en la esposa, en las hijas de Joan. En su padre, en sus hermanos. En los amigos. Les he visto llorar a todos. ¡Vamos a echarle tanto de menos! Pero también estamos agradecidos al Señor: por habernos permitido conocer a Joan, por su misericordia al darle un final dulce, y porque sabemos que le volveremos a ver en el lugar donde ya no hay dolor ni lágrimas, en la presencia del mismísimo Dios de amor.
Sigo buscando en mi buzón de correos, salto a la página anterior… ¡claro! ¡ahí hay dos mensajes! ¡y otro más! Y en la otra cuenta hay más…
Por cierto,
os paso uno de los archivos que me envió Joan, que me pareció impresionante.
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