El que algunas sociedades permitan legalmente que se practique, por ejemplo, la prostitución, el uso de ciertas drogas o el mismo aborto, no significa que tales actos sean lícitos desde el punto de vista ético. El hecho de que el aborto esté amparado por la legislación jurídica no quita ni añade nada a su moralidad. Lo que es inmoral para la conciencia lo sigue siendo incluso aunque la ley no lo prohíba o sancione. Cuando en una sociedad democrática y plural como la nuestra, la ley tolera determinadas conductas que desde el punto de vista moral pueden resultar claramente deshonestas para muchos ciudadanos, generalmente suele hacerlo en función de la opinión mayoritaria y creyendo que tal permisividad puede resultar más beneficiosa, para el conjunto de la sociedad, que un absoluto rechazo legal.
Sin embargo,
conviene tener presente que despenalizar no es lo mismo que legalizar. La ley civil despenaliza el aborto cuando no lo castiga o penaliza, aunque se siga considerando como un delito que no tiene protección legal. De ahí que su práctica tenga que hacerse en clínicas privadas y mediante presupuesto también privado. Por el contrario, la interrupción del embarazo se legalizaría cuando se le quitara el carácter de delito y empezara, por tanto, a tener el derecho de ser protegido por la ley. En tal caso, el aborto quedaría de alguna manera socializado y los gastos que ocasionara deberían de ser asumidos por la asistencia social del país. En España el aborto se ha despenalizado, pero no se ha legalizado y probablemente no se legalizará nunca. Es difícil que alguna sociedad llegue a legalizar las prácticas abortivas porque ello supondría admitir que el aborto es un acto aceptable por la ley civil y por la ética. No obstante, matar arbitrariamente embriones o fetos humanos jamás podrá considerarse una acción ética.
El aborto, en líneas generales, puede ser visto como un mal desde el punto de vista ético, un delito en la perspectiva jurídica e incluso un pecado para la conciencia religiosa. Se trata de tres aspectos diferentes que no conviene confundir.
Es evidente que en la sociedad debe existir una legislación civil que regule y controle la realidad del aborto. Si los gobiernos se inhibieran y dejaran el camino libre a la iniciativa privada, sin ningún tipo de ordenamiento jurídico, sería cometer una grave irresponsabilidad. La convivencia entre los ciudadanos exige a los legisladores una identificación con los valores morales y con las determinaciones más justas en todo momento. De ahí que el Estado deba plantearse de manera coherente aquello que sea más conveniente para el bien común.
El dilema estará en decidir si es mejor la prohibición absoluta del aborto o permitirlo en determinados casos. Los que defienden la primera opción argumentan que éste es el único camino eficaz para respetar la vida del nonato. La prohibición legal del aborto protegería el derecho más fundamental de todos, el derecho a la vida y, a la vez, eliminaría también el peligro de discriminación hacia otros seres humanos más débiles, como ancianos, deficientes mentales, impedidos, extranjeros, etc.
La experiencia de la despenalización del aborto muestra que el número de interrupciones voluntarias de la gestación ha aumentado. Los ciudadanos tienden habitualmente a considerar que aquello que está permitido por la ley es también ético, creándose así en la sociedad unos valores que tienden a rebajar el respeto a la vida humana.
No obstante,
frente a esta postura se sitúan los que proponen una liberalización jurídica del aborto que acabaría con la práctica clandestina y con todas sus amargas consecuencias. Se argumenta que el peligro para la vida de la mujer disminuiría notablemente y que la situación de inferioridad de las clases pobres se equilibraría, ya que en la actualidad más del 90% de las gestantes que fallecen a consecuencia del aborto pertenecen al tercer y cuarto mundo. También se sostiene que, al permitir el aborto se estaría creando un marco respetuoso para la libertad de conciencia y la autonomía de la mujer. Incluso hay quienes consideran que el derecho de la mujer a controlar su natalidad es superior al que pueda tener el feto, a quien no se le reconoce todavía como ser humano.
Aunque, tal como se señaló, el nivel ético no siempre coincide con el legal, en el tema del aborto las convicciones personales pueden influir poderosamente sobre las opciones legales. Quienes están convencidos de que no existen argumentos de peso para darle un estatus diferente al feto, con relación al recién nacido, seguramente encontrarán difícil aceptar la práctica legal del aborto o su despenalización. Pero también hay personas contrarias a tales prácticas abortivas por no considerarlas éticas y, a la vez, opinan que éstas no deberían estar castigadas por la ley.
Se trata de ese equilibrio inestable entre legalidad y moralidad, actualizado en el seno del pluralismo occidental.
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