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Enterrador

Ese instante, en el que la eterna disyuntiva entre la vida y la muerte, descansa en tus manos, es un instante de extremo poder. Lo vi en sus ojos, el temor paralizante, la certeza de su fin inminente.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 20 DE NOVIEMBRE DE 2010 23:00 h

Esperé el último viernes del mes, cuando ya todos se habían marchado y solo quedaba él haciendo caja. Me despedí de mis compañeros, puntual, a las seis como de costumbre, cuando ya el frío y la noche oscurecían el cementerio. Agazapado, me escondí en el armario de las palas y quedé inmóvil, repasando incansablemente mi plan, incapaz de domar mi mente acelerada. El tubo de escape del último coche me dio la campanada de salida. No tenía prisa, sabía que él se quedaría aún dos horas más. Parsimoniosamente desconecté el teléfono y bajé el fusible de la alarma. El revólver viejo me pesaba en el bolsillo del mono de enterrador, me sentía fuerte.

Afuera, las sombras fundían las lápidas en el silencio sepulcral, desdibujando las siluetas de los ángeles de mármol blanco y los bustos de personalidades de antaño. Dentro, todas las oficinas estaban apagadas, sólo del cubículo de Don Gervasio, allá en el fondo, manaba la luz. Me acerqué inocente, dándole la última oportunidad que todo sentenciado a muerte debería merecerse. Llamé a la puerta de cristal.

- Pase.- Respondió.- Pero Méndez ¿A estas horas aún por aquí?
- Sí, don Gervasio, quería que estuviéramos solos para charlar de mi tema, ya sabe. Usted me dijo que el cambio de puesto sería por unos meses y ya han pasado más de dos años. Yo soy administrativo, don Gervasio, no enterrador. Me parece tan injusto vestirme así cada mañana, coger la pala y cavar hasta echar el bofe… mire cómo tengo las manos…
- Méndez.- Interrumpió.- Eche el freno que esta historia suya me la sé de memoria. Con la crisis que hay ¿Dónde va a encontrar usted otro trabajo, digamos, más “digno”? Me temo que por ahora va a tocar aguantarse, es lo que hay.

Aquella había sido su ocasión de enmendarse pero la perdió, mancillándola como hacía con todo aquello que tocaban sus sucias manos.
- Se equivoca.- exclamé sacando el arma.- Esto es lo que hay.

Él me miró sorprendido y activó el botón de alarma que había bajo su escritorio. Nada. Descolgó el teléfono. Nada. Yo le dejaba hacer, para ver cómo se incrementaba su desesperación.
- Ahora escriba su propia carta de renuncia, y que resulte convincente.

En el último trazo de la firma, le arrebaté el papel y le encañoné la frente. Le tendí un bote de cristal que tenía en la cremallera del pecho y ordené:

- Bébaselo, no quiero tener que limpiar su sangre después.
- ¿Por qué Méndez? – Las lágrimas comenzaron a resbalarle por las mejillas, le temblaba la mano.- ¿Por qué?
- ¿Y aún lo pregunta?- No daba crédito.- Por tratarme como un animal sin sentimientos, por minar mi autoestima y maltratar mis sueños. Ahora soy yo el que le va a decir qué hacer y cómo.
- Esto es ridículo, yo creía que…sabe que la situación económica del país…y cómo podría haberlo imaginado…ser jefe es difícil…
- ¡Basta! Bébaselo. Ahora.

Le pegué el arma a la cabeza y quedó petrificado. Sus pupilas se dilataron y obedeció, como un autómata, abandonado a su suerte. Fueron treinta segundos agónicos en los que comenzó a regurgitar y agitarse, con los ojos en blanco. Me senté a verlo morir, aún extrañado por la paz que aquel grotesco espectáculo despertaba en mí.

Respecto al cadáver, lo tenía todo planeado. No podría cavar una nueva fosa, pues el administrador llevaba el registro de tierras removidas por servicios prestados y metros cuadrados libres por parcela. Sin embargo, al día siguiente se daría el entierro de un tal señor Romenaud. El funeral había concluido el miércoles pero la viuda pidió un día más de custodia del féretro cerrado para dar tiempo a que llegasen los familiares del extranjero. Don Gervasio aceptó, previo pago, por supuesto. Pues ahí sería precisamente donde iría a parar su maldito cuerpo, en el mismo ataúd de Romenaud, abrazados. La única pena fue que no tuviéramos servicio de incineración en la empresa, aquello sí que habría sido un trabajo perfecto.

Arrastré el despojo humano hasta el velatorio y descansé. Poco a poco la sangre volvía a circular lenta en mí y mis músculos, agarrotados, parecían relajarse. Ya todo había pasado. La carta de renuncia había sido dejada en el escritorio del Gerente Gerneral. Recogí las cosas del despacho de don Gervasio y las metí en una caja con un cartel que decía “Ya vendré a por ellas”. Solo faltaba esperar al día siguiente, doce horas y se acabó. Doce horas.

Apenas pude dormir aquella noche, en cuanto cerraba los ojos veía sus pupilas y llegaba a mí el estruendo de su cuerpo al caer. Sin embargo, estaba feliz, satisfecho por mi valentía. También escuchaba otras voces, a veces, desconocidas pero familiares, como de otra vida u otro sueño. Me duché apresurado y apenas tomé un café, no quería perderme ni un detalle.

- Buenos días, Méndez.- Era Braulio, el otro enterrador.- ¿Te has enterado?
- ¿Enterado? ¿De qué?
- Don Gervasio dimitió anoche y se ha ido tan rápido que ni siquiera se llevó sus cosas.
- Trabajaba mucho, necesitaría un descanso.- Encendí un cigarrillo, como distraído.
- Desde luego, la gente no para de sorprendente.
- Y que lo digas.

La procesión fúnebre que acompañaba el féretro del señor Romenaud apareció entonces por el fondo del jardín principal. Su viuda lloraba, abrazándose a la caja de madera de vez en vez, abatida. Era una mujer relativamente joven, bella aún bajo sus ropas negras. Podía yo advertir su coquetería a pesar del funesto día, pues su cabello se encontraba perfectamente peinado, las uñas pulidas y pintadas y unas gafas de sol enormes para cubrir las bolsas que seguramente rodeaban sus ojos. El conductor del carro que cargaba el cajón, se detuvo al pie de la fosa abierta y descendió presuroso.

- ¡No sabes lo que pesaba aquello, chico!- Me susurró entre dientes.- Creía que no podría subir la última pendiente. ¡Debió gustarle comer al finado!

El párroco se acercó entonces, con pasos lentos, al compás de la música del violinista que comenzó a tocar. Los presentes rodearon el hueco, manchándose sus lujosos zapatos de fango y varias manos se apoyaron en los hombros de la viuda apesadumbrada. “Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; Junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo;” Leía el cura, como en un canto de despedida, sin llegar muchos a atender aquellas palabras.

Yo miraba el féretro, asidas mis manos enguantadas a la pala, con fuerza. Todo aquel prolegómeno me sobraba, quería llegar al final y echar la primera palada de tierra, luego la segunda, la tercera, hasta cubrir mi falta y olvidarlo todo. El violín se me tornaba eterno, las palabras de aquel hombre, la sotana movida por el viento, los árboles sombríos, sin hojas, chocando sus ramas contra sí en un traqueteo insoportable. El llanto de la viuda, algunos susurros de los asistentes. El violín, el cura, la viuda. Don Gervasio abrazado al muerto, dos muertos en una misma caja. El señor Romenaud en un entierro que jamás imaginaría para sí, aplastada su carne inerte junto a otra, sin maquillar ni vestir para la ocasión.

Todo habría salido bien, fue solo aquel minuto en el que lo inesperado sucede y los planes se desmoronan. Lo que parecía fácil se vuelve imposible. La viuda se tiró al suelo, ante el silencio del músico y el cese del sermón. Se tiró porque la certeza de no ver jamás a su amor le cayó como una losa insostenible. Se tiró y gritó: “Abran la caja, por amor de Dios, ábranla que quiero besarle por última vez”. Se me heló la sangre. “Rita, es peor, vuelve en ti, por favor” Le decía uno. “Resignación, hija” El cura intervino. “Debe tener ya mala cara, no querrás recordarle así” otro invitado opinó. Pero ella insistía, con una cerrazón extraña, despeinando su melena perfecta, hundidas en el barro las uñas pulidas. “¡Ábranla, ábranla!” No cesaba su ruego. Mis compañeros se dirigieron a la escena y me dejaron solo, a un metro, sin saber qué hacer. La caja se abrió, en efecto, y los gritos y exclamaciones de sorpresa inundaron el jardín. La viuda se desmayó, en medio de la confusión reinante.

Se preguntará porque no me fui de allí en ese instante. Podría haberlo hecho, escapar, fugarme. Al fin y al cabo, al día siguiente era domingo, tenía cuarenta y ocho horas para huir antes de que alguien me echase de menos y comenzara a hacer preguntas. Pero, sencillamente, la imagen que hallé en el ataúd, me petrificó. Don Gervasio, puesto boca arriba, cuando yo le había colocado de lado, mostraba una amplia sonrisa, con los ojos muy abiertos, pálido y muerto, pero sonriente, como burlándose de mí y de mi desgracia, como si hubiese sabido, en el instante de expirar, que todo aquello iba a suceder. Así, la catatonía hizo mella en mí, y tuvieron que trasladarme a las oficinas en brazos, pues ni oía ni era capaz de dar un paso. No me extraña que semejante estado levantase sospechas.

Ahora sé que me espera la cárcel, Agente, no crea que ignoro mi destino. Por eso firmaré esta declaración, me sentenciaré sin remedio. Porque, desde que maté a don Gervasio, soy yo el que dice qué se va a hacer y cómo. Creerá que estoy loco, lo veo en sus ojos, Agente. Pero ¿Acaso un loco podría describir con tal lujo de detalles todo lo ocurrido sin desvariar? La venganza me consuela, alivia un dolor antiguo, más antiguo que don Gervasio, alivia mi vacío. Sé que no será por mucho tiempo, pero aún no quiero preguntarme qué haré cuando la soledad y la congoja vuelvan, pues ya acabé con el que creía autor de todas mis desdichas. Pero, si las sombras regresan, Agente, si regresan, no sabré cómo acallarlas. Me siento agujereado, falto de algo que ni siquiera sé describir. Incompleto y profundamente solo. Creí que, tal vez, haciendo lo que hice, me revestiría del valor que me falta. Pero ahí sigue mi corazón, Agente, como si yo mismo lo hubiese cavado. Completamente hueco.
 

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