Justamente cuando se estaba criticando esta cuestión, ocurrió algo singular porque, no habiendo siquiera terminado de cerrar capítulo respecto a este tema, uno de los periodistas empezó a caer, sin darse cuenta, quiero pensar, justo en aquello que tan amargamente estaban criticando.
Bien conocido por “barrer para dentro” también en cuestiones anticlericales, este contertulio empezó a criticar a Benedicto XVI poniendo en duda cuestiones absolutamente básicas, hechos contrastados, inapelables como, por ejemplo, el nivel cultural o la formación del papa. Creo que a estas alturas nadie pondrá en duda mis inexistentes intenciones de defender, sostener o impulsar la obra y labor del papa en ningún sentido, al menos como tal. Tengo bastante claro, por si para alguien generara alguna duda este extremo, que alguien que permite que se le adore a él, a cualquier trozo de madera tallado en forma de santo o a la institución que representa, no ha entendido ni un ápice del evangelio. Pero resultaba harto indignante ver cómo, con tal de sostener hasta lo absurdo una posición anticlerical (parecía la encarnación misma de ese “anticlericalismo agresivo” del que tanto se está hablando, en el que se confunde ser ateo, agnóstico o laico con atacar permanentemente todo lo que suene a religioso),
se era capaz de negar incluso lo evidente, que es que este papa, como otros tantos con los que podemos no estar de acuerdo, tiene un altísimo e indiscutible nivel cultural. La cultura no ha sido precisamente una asignatura pendiente para la iglesia católica y negar esto es no querer conocer la historia y, más aún, dejar de reconocer que aún hoy muchas de las instituciones culturales de más renombre siguen ligadas, para bien o para mal, indisolublemente a la iglesia católico-romana. Pero eso es justo lo que tiene no saber distinguir, que
con tal de “barrer para dentro”, todo vale.
Profundizando un poco más, en cualquier caso, creo que lo que se atacaba frontalmente no era al papa en última instancia, sino al papado. Es más, no era al papado, sino a la iglesia católica. Pero probablemente, pensándolo mejor, más bien parecía, que es lo que suele ocurrir, que el objetivo final ni siquiera era la iglesia católica, sino a la iglesia en general (intenciones que, por cierto, el conductor de la tertulia muy inteligentemente cortó de raíz confrontándole con el respeto que las personas que acuden a ponerse de rodillas en cualquier iglesia merecen). En último lugar, pero probablemente muy cerca de sus primeras (y no sé si conscientes) intenciones, el ataque, como pudo verse, era contra Dios mismo. Esto supo identificarlo muy nítidamente un compañero de discusión que sentenció la conversación diciendo, “Tú lo que eres es un ateo que quiere convencer a Dios de que está equivocado”.
Al margen de lo que sucedió en esta tertulia, que es puramente anecdótico, me preguntaba estos días si lo que sucede en nuestro país no es justamente lo que se trasluce en las circunstancias que he relatado.
Vivimos en el efecto del “pendulazo”, es decir, ya de vuelta y hastiados de todo lo que ha significado la imposición de la religión católica como una faceta más de la dictadura, en un ansia de libertad descontrolada y que no ha aprendido a distinguir, sino a revolverse contra lo que le oprimía. Al igual que la víctima ante una agresión da golpes a diestro y siniestro con el fin de zafarse de quien le ataca, sin medir sus fuerzas o las consecuencias de sus “zarpazos”, la sociedad española parece que, en algún momento de su historia decidió que nunca más volvería a someterse a la tiranía de una iglesia que se había compinchado con el poder opresor del momento.
La sociedad española hoy no siente que la iglesia católica le aporte, sino que le resta. No cree que la iglesia católica le sirva, sino que le pide repetidamente. No es capaz de acallar ya por más tiempo que no entiende sus incoherencias ni sus inconsistencias y principalmente, no está dispuesta a que le diga lo que no quiere oír. Quiere vivir a su aire, sin cortapisas ni ningún tipo de limitación que despierte sus fantasmas pasados y en esa lucha, como efecto colateral de una autodefensa extrema, ha perdido el norte y la sensibilidad por lo espiritual, por lo que sí le nutre y sostiene su vida, incluso desde su ignorancia, desde su no querer saber, desde no poder verlo o tocarlo y, por tanto, descartarlo como inexistente.
La iglesia católica parece ser, para esta sociedad ignorante de la historia, la única iglesia posible, y como no le gusta, rechaza todo lo demás, incluyendo a Dios mismo, que nada tiene que ver con la iglesia católica tal y como la conocemos, aunque parezca sorprendente para muchos. A la mayoría no les suenan ni los rudimentos históricos de la Reforma en el siglo XVI, por qué razones se desencadenó, quién la protagonizó, ni qué significó para Europa y, de forma mucho más personal, para tantos que hoy nos identificamos con sus principios. Eso de ser protestante no les suena más que a diferente, y por tanto, a sectario, anticuado y fundamentalmente peligroso para su estado de letargo antirreligioso. Y se revuelven ante ella, pero también a cualquier cosa que les suene parecido o tocante a lo divino.
No saben que la iglesia de Dios es otra cosa desde el punto de vista bíblico. Lo que motivó la Reforma Protestante en su momento fue que dentro de la misma iglesia católica había unos cuantos que no entendían la desviación que esa iglesia presentaba respecto al mensaje de la Palabra de Dios. No era comprensible la ostentación, la riqueza, el despilfarro y la corrupción cuando Jesús mismo había vivido en humildad y pobreza y había entregado Su vida en una cruz, el castigo maldito por excelencia. Tampoco era de recibo usar la Palabra de Dios de forma partidista para los propios deseos y para saciar el hambre de poder y control sobre el pueblo que muchos tenían dentro de las propias filas clericales y, como siempre en la Historia, Dios supo guardar un remanente de personas fieles a Su Palabra que pudieran, más allá de sus fuerzas, clamar por una iglesia diferente, una que volviera a las enseñanzas fundamentales del evangelio, y no a sucedáneos que, aunque a veces bienintencionados, lejos quedan de lo que Dios ha establecido para Su iglesia.
El principal problema de la iglesia católica entonces y ahora han sido los añadidos a la Palabra, imponiendo lo que en sus líneas no está (como el tema del celibato para los sacerdotes, p.e., que tantos problemas les está trayendo, o la adoración a la virgen, que tan lejos queda del mandato bíblico, sólo por mencionar algunas puntadas). Pero
principalmente, la alteración del orden establecido por Dios y el ultimísimo papel y lugar que se le ha concedido a lo verdaderamente importante en el Evangelio: Cristo y Su obra salvadora a través de la cruz a la cual se accede exclusivamente por la fe y no por las obras. Los cristianos no católicos, no me hace falta llamarlos evangélicos o protestantes, simplemente amantes y seguidores de la doctrina de Cristo (algunos de los cuales, no me cabe duda, también están entre las filas del catolicismo, como era el caso de Lutero la Alemania del siglo XVI), no somos mejores que los católico-romanos en ningún caso. De hecho, no deberíamos criticar tan duramente lo que ocurre en las filas del catolicismo cuando bien sabemos que el pecado del hombre no reside en la iglesia católica, sino en el corazón del hombre y, ante esta verdad, ¿quién puede zafarse y liberarse de responsabilidad ante Dios? En aquello que juzgamos seremos juzgados porque “tú que juzgas, haces lo mismo” (
Romanos 2:1).
Lo que debería movernos, entiendo, es a comprender aún más el hecho inapelable de que algo ocurre en nuestra sociedad que hace que, a diferencia de la de la época de la Reforma, en que contemplar la realidad de una iglesia mal enfocada sirvió para que muchos se revolvieran y quisieran volver a la Palabra y lo que Dios establecía para Su iglesia, hoy sólo parece dar alas a un anticlericalismo que ha aprovechado el mal dentro de la iglesia como la excusa perfecta para justificar lo que, en realidad, es un mal endémico en el hombre: que su propio corazón está entenebrecido (
Romanos 1:21).
Consideremos si tanto bien nos hace “barrer para dentro” en nuestra propia inclinación a rechazar, no a la iglesia, cualquiera que ésta sea, sino al Señor mismo, olvidando que, aunque imperfecta en su manifestación terrenal, la iglesia cristiana es una creación de Dios para ser testimonio y reflejo de Cristo mientras estemos aquí. No olvidemos los que estamos dentro a qué hemos sido llamados. No olviden los que están fuera que el tiempo aceptable es ahora, éste es el tiempo de salvación. No es momento de partidismos, de autojustificaciones baratas ni mucho menos de barrer para casa”. Es el tiempo de volverse a Cristo, Señor y Salvador de Su iglesia.
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