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El recodo

Un ave zancuda, de robusta y amplia envergadura, se posó en el árbol que daba sombra a la cantina. La única cantina del pequeño puerto. Anselmo observó ensimismado su pausado volar, no sin cierta envidia, mientras secaba un vaso desportillado. En realidad, no se podía considerar pueblo al puñado de casuchas que rodeaba el muelle. El Gran Río nacía en aquel recodo perdido en el espesor de la selva; fue, precisamente, lo recóndito del lugar lo que atrajo a algunos contrabandistas avisados, que dec
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 13 DE NOVIEMBRE DE 2010 23:00 h

El padre de Anselmo fue uno de ellos, pero murió joven, de un tiro en el corazón, dejando solo a su hijo bastardo y, como herencia, un negocio agotador, numerosas deudas y la adolescencia truncada. Poco llegó a saber Anselmo sobre los intercambios que su padre realizaba de madrugada; sólo veía sacos de café apilados en el patio intuyendo que oculto en ellos descansaba algo de más valor. Por eso Anselmo servía almuerzos y, sobre todo, alcohol hasta la madrugada, porque le tocó un padre cegado por la avaricia y vencido por el destino. Los hombres del Alacrán acudían puntuales cada primer día del mes para cobrar la cuota de lo adeudado, apenas quedándole al muchacho para comer.

Lo húmedo y tibio del aire denso hacía sudar a todo aquello que poseía movimiento. Anselmo, parapetado tras la barra de madera, también transpiraba, sin tregua. Ansiaba que llegaran las dos de la madrugada para echar a patadas a cuanto borracho tratase de apurar la hora de cierre. Después se metía en el cuarto anexo, construido con vigas de madera, donde le esperaban un catre, una silla y dos baldas para apilar su modesto vestuario. Se bañaba en el río, a merced de las sanguijuelas y pequeños reptiles, deseando que se lo llevase la corriente para acabar por fin con su miserable existencia.

Siempre se había sentido, ante todo, profundamente solo.

Vivió sin siquiera advertir lo que le acontecería en muy poco tiempo. Todo comenzó una mañana de bruma baja, mientras removía el puchero de sopa espesa con sucedáneo de carne. Un hombre alto, de camisa blanca y torso peludo, entró haciendo crujir con sus pasos rotundos los cimientos del local.

- Muchacho, sal.- Ordenó impaciente.- Vengo de parte del Alacrán.
- Ya pagué el último mes.- Respondió Anselmo mientras se aproximaba.- Aún faltan doce días para el siguiente pago.
- No es por eso. Ven conmigo.
- Es hora del almuerzo, los clientes vendrán y...- El hombre le agarró del cuello de la camisa y lo arrastró en volandas hasta la puerta.
- Echa el cierre.- Ordenó.

Ascendieron por una calle de tierra hacia el final del pueblo, cerca de donde las prostitutas dormían sus noches de desenfreno. El hombre saludó a unas cuantas, henchido el pecho de un orgullo embrutecido, sin soltar a Anselmo que por momentos perdía la respiración. Tras un montículo apareció la casa de fachada gris que el muchacho jamás antes había visto pero de la que había oído hablar en numerosas ocasiones a sus clientes: Villa Laudo. La casa del Alacrán, su base de operaciones, patíbulo para los enemigos, zulo de secuestros para los conocidos y sobreabundancia de placeres para los socios. Anselmo trató de resistirse, una vez cruzada la puerta del jardín donde vigilaban dos hombres armados, pero fue en vano.

Dentro, un lujo inusual para aquel trozo del mundo. Grandes cuadros con retratos antiguos, ventanales infinitos cubiertos con mosquiteras de bronce labrado y muebles brillantes, torneados. Subieron por la escalera y el hombre tocó una puerta, con tino, dos veces primero y tres después. Abrió una joven mulata y bella, ataviada tan solo con un vaporoso camisón blanco que dejaba al descubierto sus hombros morenos.

- Este es. Dile al Alacrán que hice como ordenó. Voy a revisar el cargamento del puerto.

Ella asintió, sin responder, y tomó a Anselmo del brazo, atrayéndole hacia el interior de la recámara. Alguien yacía en la cama, tras un tul de rejilla.

- Mi señor, ha llegado el muchacho que requirió.- La mujer habló con acento norteño mientras acariciaba levemente la espalda del enfermo.

El mismísimo Alacrán surgió entonces de entre las sábanas, demacrado y enflaquecido al extremo. Anselmo tuvo que parpadear varias veces para reconocer a la sombra de lo que fue.

- Acércate, chico.- Ordenó.- Tengo una misión para ti. Como ves, la desgracia ha caído sobre mí. En mi última incursión por la selva, fui picado por un insecto poco común que me ha postrado en cama, provocándome una gran debilidad y continuos episodios de fiebres altas. No me mantengo en pie pero sigo luchando.- Alzó la mano y la joven negra le trajo un vaso de agua que bebió con gran dificultad.
- No entiendo, señor, en qué puedo yo ayudar a...
- Silencio.- Interrumpió.- Lo primero que debes saber es que nadie habla si yo no le pregunto ¿Entendido? – Anselmo asintió.- He oído hablar de tus guisos, pues son los únicos que no matan de diarrea en este pueblo del demonio. Tú te encargarás de cocinar para mí, solo tú, sin dejar que nadie se acerque a los fogones, pues muchos buscan mi muerte. Solamente comeré lo que tú me sirvas y, si algo me sucediese por ello, por supuesto serás tú el único responsable. Cuando me recupere, tendré por pagada la deuda que tu padre contrajo conmigo cuando quiso verme la cara de tonto. Piensa en cómo acabó él cuando se te ocurra traicionarme. ¿Estamos de acuerdo?

¿Qué podría haber respondido? El Alacrán tenía comprados a los dos únicos policías de la zona, a los funcionarios de la aduana, a los cargadores del muelle, al médico; todos bailaban al son que él les marcaba, sólo se le podía decir que sí. Alacrán mandó a tres de sus hombres a que cargasen con las pertenencias de Anselmo y las trasladasen a Villa Laudo, sólo uno fue suficiente.

Caminando de nuevo cuesta arriba, hacia su nueva residencia, Anselmo echó la vista atrás y se despidió de la cantina cerrada, de su techo de paja y sus gruesas moscas. Trató de revivir algún momento agradable que hubiese pasado entre sus paredes, pero sólo recordó silencio, cansancio y sopor.
***
En ocasiones uno cree que ya conoce al viejo en el que se convertirá, que la inercia de su cruda rutina será inalterable hasta el día del sepulcro, pero pronto se sorprende. Anselmo se veía allí, rodeado por primera vez de paredes de ladrillo, y no daba crédito. Se afanaba por complacer a su jefe, subiendo después la bandeja a sus aposentos. Quedaba de pie cerca de la cama hasta que éste hubiese tragado el último bocado, asentía y Anselmo volvía a la cocina, a preparar la cena.

La tarde de otoño en que Anselmo bajó a la alacena, la humedad hacía irrespirable el aire de la casa. El muchacho ya comenzaba a descender por la escalera de madera en busca de algunas cebollas, cuando escuchó allá abajo la voz ronca de uno de los hombres del Alacrán, Jonás, que exclamaba:
- Acá tienes Benito, la mitad del dinero. Fue redonda tu idea de culpar al Negro Miguilla del robo, igual se aborrecen con el viejo. Procura que la mercancía no salga a la luz hasta el mes que viene, así se confundirá con la que nos llega de Europa.

Anselmo retrocedió y volvió inquieto a la cocina. Sirvió la sopa, derramando parte en el mantel de lino y la llevó tembloroso hasta el dormitorio.
- La cena.- Exclamó en el dintel.

Yakara, la mulata, abrió sonriente.
- Estás pálido, mijo.- Observó.

El Alacrán miraba la ventana como desde otro tiempo, desde otro cuerpo, sin casi percibir el aroma del plato humeante. Anselmo irrumpió en su ensimismamiento y exclamó:
- Señor, es necesario que sepa usted algo.
- Yakara, sal.- El Alacrán trató de sentarse en el lecho, pero desistió pronto, quedando medio incorporado.- Dime, muchacho.

Anselmo le contó lo que había escuchado, mientras el entrecejo del Jaguar se arrugaba más por momentos.
- Del ruin de Benito me lo esperaba, ese enano siempre buscó el olor de mi dinero, pero Jonás tenía mi plena confianza. Hazle venir.

Cinco minutos después, el disparo tras la puerta del dormitorio puso fin a la sublevación incipiente. El cuerpo de Benito apareció a la mañana siguiente, flotando en el embarcadero. “Seguro que se cayó de borracho” murmuraban en el pueblo.

Desde aquel día, el cometido de Anselmo se amplió al de informador, pues su insignificante presencia le hacía pasar inadvertido y escuchar todo aquello que tramaban los que no temían a un líder moribundo. Moribundo pero despierto aún.
***
- Eres muy lindo, cocinerito.- Yakara bajaba poco a la cocina, para alivio del instinto de Anselmo.
- Es usted muy amable, señorita.
- No seas sonso, tutéame, si ya hay confianza. Hasta mi señor te tiene cariño

Anselmo sintió cómo su rostro se enrojecía y dejó de picar la zanahoria, por miedo a que el amor le cortase un dedo. Fingió entonces estar absorto en otra tarea.
- Venía por un vaso de agua para mi señor, y a charlar, aunque no me prestas atención, no me consientes nada. Me voy.
- No, por favor… yo…

Ella le interrumpió, cogiéndole la mano. Anselmo quedó sin palabras y comenzó a sudar profusamente. Yakara rió divertida, consciente del efecto que producía en él. Llevó la mano del muchacho a uno de sus pechos firmes y susurró:
- Siente cómo late, es por ti, cocinerito.

Anselmo quedó petrificado, de pasión y terror, y no pudo más que suspirar.

La historia de Yakara era de aquellas que no se cuentan, tal vez se intuyen, pero nadie se atreve a repetir. Alacrán amaba a su madre, Aurora, con un amor bizarro pero intenso, que ningún antojo lujurioso era capaz de borrar. Por aquel entonces, el Negro Miguilla ya había comenzado a destacar por sus dotes de negociar y competía solapadamente con el Alacrán por el control del puerto. El embarazo de Aurora hizo que Alacrán olvidará aquella rivalidad, se relajó, centrado como estaba en la espera del fruto del único sentimiento puro que parecía poseer. Yakara, sin embargo, mostró la traición en su piel canela. Aurora juró entre sollozos que el Negro Miguilla había abusado de ella en un intento más de dañar a Alacrán, callando ella por temor a la incredulidad y la ira.

“En verdad creía, mi amor, que el bebé era tuyo.” Esas fueron las últimas palabras de Aurora. Alacrán la mató, con sus propias manos, en un arranque de celos que le pesó por siempre y ensombreció aún más su alma. Yakara sólo pisó la calle dos veces en su vida, cuando aún era un bebé de camino al Convento de la Desembocadura, y a los dieciocho años, cuando tres hombres armados la llevaron a Villa Laudo. Aquel mismo día, el Negro Miguilla recibió una carta en su nuevo emplazamiento de la orilla opuesta: “Me quitaste a Aurora y ahora tu hija me servirá de pañuelo de lágrimas eterno.”

Anselmo pensaba en Yakara, en un engranaje de pureza y lascivia que le robaba el aliento. Evocaba sus labios carnosos, ya de noche, imaginando cómo su larga melena caía sobre él. Él que nunca había amado, ni besado. Ambos apresados en las consecuencias de los errores de otros, de los arrebatos ajenos.
***
- Anselmo, acércate.

El Alacrán, vencido por la fiebre, mostraba un semblante amarillento, empapado de un agua oscura que ya no era sudor. Consumido bajo su piel.

- Dígame, señor.
- No sé muy bien por qué, pero me fío de ti. Quiero que vayas donde la curandera y me consigas algunas hierbas de esas que se le dan a comer a los sementales de cuadra. Hace ya semanas que no puedo cumplir como hombre.
- Señor, aunque le trajera las hierbas, usted no estaría en disposición de ir donde las prostitutas, si apenas se mantiene en pie y…
- ¿Prostitutas? ¿Por qué habría de ir a buscar fuera lo que tengo aquí, a mi entera disposición?

Anselmo se giró y miró a Yakara, sentada en una silla frente a la ventana. La muchacha no pudo sostener lo inquisitivo de sus ojos y miró al suelo, abochornada y triste. En realidad no tenía alternativa, nunca la tuvo. La violencia y el rencor habían truncado su vida y su libertad sin remedio.
- Como usted ordene, señor.- La puerta se cerró tras él.

Anselmo salió en busca de la curandera en cuanto hubo servido la cena. El bochorno se apoderaba de la noche incipiente, adornada por las luces de algunos faroles tempranos. Bajó por la calle empinada, tratando de recordar cuánto tiempo hacía que vivía en Villa Laudo, cuántas horas al servicio de aquel malnacido. Se dio cuenta de que le odiaba profundamente y que la ira que experimentaba parecía capaz de superarle. Apretaba los dientes y contenía las lágrimas, tratando de esconderse en las sombras de las calles casi desiertas. A la puerta de la choza de la curandera, cerca del río, la vieja deshojaba unas ramas con parsimonia.

- ¿Me buscas a mí, jovencito?
- Me manda mi señor a por las hierbas de los sementales.
- ¿Qué clase de señor es?- La vieja le observaba recelosa.
- De los peores, señora. De los capaces de hacer cualquier cosa con tal de complacerse.
- Ni le quieres, ni le respetas.
- Sólo te temo, señora.
- También tengo hierbas para estos casos. Con sólo beber el jugo de una de ellas, dejará de ser un yugo para tus espaldas.
- ¿Habla usted de…?
- De matarle, por supuesto. ¿Por qué un joven cómo tú ha de soportar y callar? ¿Eso es lo que quieres para el resto de tu vida?
- Déme ambas.
***
El poder de decidir sobre la vida o la muerte de un hombre, es un poder que corrompe y muta, en algo más oscuro, más grande que nuestra propia conciencia. Anselmo mostró la bolsa con las hierbas a los guardas de la entrada, incapaces éstos de reconocer ninguna, por lo que su contenido llegó a la cocina sin problema.

- Quiero que huyas conmigo.- Las manos de los jóvenes se entrecruzaban nerviosas.
- Vayamos donde vayamos, mi señor nos encontrará.
- No si está muerto.

Ambos sostuvieron sus miradas. Yakara comprendió y besó sus labios tibios, sólo por el atrevimiento de haber pensado en hacerlo, por la osadía de su ardor. Pero enseguida descubrió el plan y creyó, impresionada por la oportunidad de ser libre.

- En cuanto muera, todos sabrán que he sido yo. Así que tú le subirás el plato, aludiendo que estaba muy ocupado en la preparación de la cena para los policías. Yo escaparé y me esconderé en la selva. Cuando todos salgan a buscarme, tú aprovecharás el revuelo y escaparás por la puerta del huerto, ya he destrozado la cerradura. Me reuniré contigo en la casa de la curandera, ella me conseguirá una barca para que escapemos.
- ¿Estás seguro?
- Tan seguro como del amor que te tengo.

Yakara percibió un desinterés y candidez que ya casi había olvidado. Anselmo no despertaba en ella temor, ni asco, sólo una paz inexplicable que la atraía sin reservas. Asintió y volvió a besarle, una y mil veces, hasta que el agua de la cacerola rebasó y apagó el candil.
***
- Padre, perdóneme porque he pecado.- Yakara había cubierto su cabeza con el paño de lino que perteneció a su madre.
- Dime hija ¿Qué te aflige?
- He llevado a un hombre a la muerte.
- Explícate, hija, porque lo que estás diciendo es muy grave.
- Él quería acabar con mi señor, darme la libertad, que huyéramos juntos… pero no pude hacerlo, padre. Subí con la sopa envenenada al dormitorio y no pude dársela a comer, en cambio, lo confesé todo. A él le prendieron en la orilla del río y le mataron allí mismo, su cuerpo estará ya lejos, corriente abajo. Todos creen que quiso matar a mi señor para vengar a su padre, sólo yo conozco la verdad, todo fue porque me amaba.
- ¿Y tú hija? ¿Llegaste a amarle?- La sombra, al otro lado de la rejilla, se inclinó hacia delante.
- Padre ¿acaso puedo yo darme el lujo de amar? Huérfana, repudiada, utilizada como arma arrojadiza en una batalla que desconozco; pobre, mujer, negra. – Rompió en un llano desconsolado que se extendió varios minutos.- Tuve que elegir, padre, entre esta soledad que siempre me acompaña y el hambre, vivir como una prófuga a expensas de un hombre que tal vez, en un tiempo, se cansaría de mí. He vendido mi valor, y mi coraje, si es que alguna vez lo tuve, a cambio de comida y protección. Él era bueno, padre, el único hombre bueno que vio en mí algo de valor.
- Hija, todos somos valiosos para Dios.
- Si tan solo pudiera creer eso en mi corazón, padre. Pero muchos se han encargado de desdibujar mi propia silueta. Le lloraré hoy y siempre, mi alma será suya, pues es lo único que sí puedo regalarle, todo lo demás no es mío, se lo llevó la necesidad.

Antes de que el padre diese su absolución, Yakar salió del confesionario. En la puerta de la iglesia la esperaban cuatro hombres del Alacrán para escoltarla hasta Villa Laudo. Un ave zancuda, de robusta y amplia envergadura, se posó en un árbol contiguo. Ella, observó ensimismada su pausado volar, no sin cierta envidia.
 

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