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I love tinta electrónica

Dicen los señores mayores que hablan por la radio que no entienden los tiempos modernos. Bueno, también lo dice mi vecino, un señor de 96 años que vive tranquilamente con su joven esposa de casi 90 (en realidad nunca nos dice su verdadera edad, pero aparenta muchos menos). Su hijo pequeño se acaba de jubilar. Ellos se mudaron al edificio antes de que estallara la guerra, así que por eso debe ser que mi vecino no tiene reparos en dejar abierta la puerta del ascensor mientras se para en el rellano
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 06 DE NOVIEMBRE DE 2010 23:00 h

Los señores mayores tampoco entienden que usemos palabras en inglés. Ellos habitan un mundo muy diferente al nuestro en el que no existe la comida precocinada ni Facebook. Cuando quieren hablar con alguien le llaman por teléfono, en el mejor de los casos, o se acercan a su portal y llaman a su portero electrónico para hablar a gritos. Ahora sólo llamamos por teléfono a nuestros amigos si hay una urgencia (y ni aún así, para eso existen los SMS), y no sabemos dónde viven muchos de ellos. Con algunos, a veces, ni siquiera nos hemos visto las caras.

Y sin embargo, los ancianos son los que mejor aceptan los cambios propios de los tiempos modernos. Son gente mayor que lleva toda la vida viviendo una revolución tras otra (muchas de ellas revoluciones de pega), acostumbrados a los cambios y a los inminentes apocalipsis que anuncian por la televisión. No quiero decir que no se escandalicen por las cosas de hoy en día, sino que no montan barricadas morales. No ofrecen resistencia; lo único que hacen es dejar el carro pasar sin sumarse; no se quejan mientras a ellos les sigan dejando hacer las cosas a su manera.

Mi vecina nos cuenta que hubo quienes, en su día, no querían ceder para poner un ascensor en el edificio. Hay quienes no aceptan los cambios, sencillamente. No importa que el nuevo invento pueda hacerte la vida más fácil. Recuerdo que allá por los 90, en la casa donde me crié, la vecina de arriba (que era una mujer que apenas llegaba a los 50 años) se negaba a comprarse una lavadora; lo cual significaba que colgaba la ropa chorreando, para desgracia de los que vivieran debajo. Creo que al final unas Navidades su hija le regaló la lavadora.

Los que se escandalizan, los que ponen el grito en el cielo, se quejan y montan barricadas morales son esa generación que en el mundo anglosajón se viene a llamar baby boomers (no, no sé cómo se llaman en español porque yo soy una joven de las que usa palabras en inglés). Son aquellos nacidos en los años 50 y 60, la gente de mediana edad de hoy en día, los que ocupan los puestos de poder y controlan la opinión pública. Cabría suponer que cuanto más mayor es la persona menos aceptará los cambios, pero no es verdad. Son los de esta generación media los que no los aceptan, sencillamente porque ellos siguen con su idea de que todo está bien como está porque lleva siendo así toda la vida.

Y aún hay gente peor que estos: los jóvenes que son como ellos. Los jóvenes que deberían cumplir su deber y cuestionar a los adultos pero que en vez de hacer eso (Dios sabe por qué) adoptan su postura y sus ideas y se vuelven inamovibles señores mayores de menos de treinta años.

Son de esos jóvenes de los que me quejo, en realidad. Los otros hacen lo que se supone que deben hacen. Pero estos jovenzuelos reaccionarios son los verdaderamente insufribles: son anacrónicos. Son una anomalía espacio-temporal.

Me meto con ellos porque son el principal frente defensor del romanticismo del libro de papel. No, no defienden el libro de papel, defienden su romanticismo, su misticismo prefabricado, las bibliotecas llenas de polvo y las librerías metidas en rincones escondidos donde un viejo con bigote te advierte que debes cesar tu búsqueda o morirás (o eso sólo pasa en las novelas sobre el romanticismo de los libros de papel, quizá). No adoran la literatura ni el conocimiento, sino los libros en sí, sus colores, sus pastas, sus letras impresas. Son los que dicen que el libro electrónico es una aberración, que no pueden acostumbrarse, que a ellos lo que les gusta es el olor a papel y el tacto de la celulosa. Anuncian el fin del mundo y a la gente quemando montañas de libros de papel por las calles… Sinceramente, no creo que eso tenga nada que ver con los libros de verdad.

A pesar de mis dudas (naturales), me he hecho con un e-reader, es decir, un dispositivo para leer e-books (libros electrónicos) que tiene una pantallita y funciona sin luz, con tinta electrónica. La tinta electrónica es algo fascinante, casi mágico cuando se observa desde los ojos de un indocto en cuestiones de ingeniería. Casi se puede palpar. Lo he hecho por cuestiones prácticas, porque muchas veces trabajo con libros que aún no están publicados y para llevarlos de un sitio a otro, cuando no puedo llevar el ordenador, debo llevar kilos de papeles fotocopiados encima. Ahora sólo tengo que traspasar el archivo para leerlo. Y funciona muy bien.

Lo de los e-books podría parecer un invento muy moderno si no fuera porque se inventó hace siglos.

Le escuché (le leí, en realidad) esta idea a Antonio Muñoz Molina y desde entonces se me puso a dar vueltas. Después de un rato de trastear con el nuevo bicho me he di cuenta de que el e-reader no es más que la evolución de las tablillas sobre las que escribían sumerios y acadios en Mesopotamia allá cuando surgió la escritura alrededor del tercer milenio antes de Cristo; ellos fueron los creadores del primer corpus literario de la Humanidad. Los e-readers tienen el mismo tamaño y la misma utilidad que las viejas tablillas de arcilla. Algo accesible y legible donde apuntar lo básico. Claro, no era el mejor sistema para escribir la epopeya de Gilgamesh, pero lo intentaron. En cuanto su corpus literario siguió creciendo, poco a poco, se fueron dejando convencer para sustituir sus tablillas de arcilla por papiro, más plano y fácil de guardar y transportar (una vez que el comercio con otros pueblos les abrió los ojos y las posibilidades). Claro, no ha quedado registrado en la historia, pero seguro que entonces, cuando surgieron los primeros libros sobre papel y se sustituyeron el cincel y la tablilla por el cálamo y el papiro, hubo el mismo dilema social. "El papel es inflamable", dijeron entonces los nostálgicos agoreros, "es peligroso leer a la luz de la velas". Razón tenían. "Ya no tiene el mismo encanto, la gente dejará de leer", dijeron otros, seguro. Pero sus ventajas se acabaron imponiendo: portabilidad y economía de espacio. Sin embargo, el papel tampoco es infalible, también tiene sus desventajas. Ahora comprendemos que no era más que una solución temporal. Da la sensación de que milenios después la humanidad dio con la combinación perfecta de tablilla y papel.

En los foros del Twitter la semana pasada se sorprendían al descubrir que el último libro de Ken Follet se ha vendido, en lo que lleva, más en e-book que en papel. ¿Nos invade la modernidad, será un nuevo cambio de tendencia? No. Sencillamente, en esas ediciones tan poco prácticas que sacan algunas editoriales con sus novedades para hacer más dinero (porque nada les impide sacar una versión más rústica y barata en la primera tirada), el peso del sus 1016 páginas es un valor a tener en cuenta para llevarlo encima. Alegra saber que llevando un e-reader el libro siempre pesará lo mismo: en mi caso, 240 g.

Lo he comprobado y los libros siguen siendo los mismos se use el soporte que se use. Y lo que es mejor, lo libros en papel nunca dejarán de editarse, porque su arte pasará a tener valor por sí mismo y pasará a depender exclusivamente de su valor estético. Igual que pasó con la pintura cuando se inventó la fotografía, con los vinilos cuando se inventó el mp3. Pero no entiendo a los que confunden los libros con la literatura. Aparte del romanticismo de la celulosa, no hay ninguna diferencia. Me encantaría escuchar a los que opinan lo contrario y tienen sus razones, porque sin duda yo debo estar cegada por el brillo de la novedad ahora mismo. Les emplazo aquí, al blog, si quieren dejar comentarios.

Aún así, no podremos acabar con los románticos. Habrá quienes no quieran renunciar a su mundo de fantasía. No entiendo la adoración del libro; a veces incluso me cuesta entender la adoración a la literatura. No entiendo a los que veneran las páginas de sus Biblias y acarician el objeto. No es más que información, datos; el soporte no es tan importante. Entiendo que no quieran leer libros en la pantalla del ordenador: a mí me cuesta y me duelen a menudo los ojos. Por eso adoro la tinta electrónica, porque no hace daño a la vista y en su peculiar manera de abandonar una página en la pantalla y pasar a a siguiente se crea una especie de palimpsesto digital muy del gusto de los viejos misterios medievales.

En el e-reader con el que me hice venían de regalo unos 500 clásicos, libros que ya no tienen que rendir cuentas de derechos de autor y que ofrecen como incentivo. Pero creo que ha sido todo un detalle. Quizá no sea del todo casual que la forma de acercarme a una nueva tecnología sea, de hecho, acercarme a la lectura de los textos que escribieron nuestros antepasados interpretando su mundo.
 

 


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