Sin embargo, esta vida no es en principio la vida física o de la carne sino la que da el espíritu:
“El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (
Jn. 6:63). El mensaje novotestamentario es algo más evolucionado, en el sentido de que no centra la esperanza del creyente sólo en una vida terrenal longeva y con muchos hijos, sino que aspira por el contrario al perdón de los pecados y la reconciliación con Dios. El hecho de no tener hijos deja poco a poco de ser una maldición. Incluso el propio Señor Jesús parece reconocer a aquellos que se abstienen de lo sexual
“por causa del reino de los cielos” (
Mt. 19:12) y el apóstol Pablo admite que casarse es bueno, pero también lo es quedarse soltero como hizo él mismo (
1 Co. 7:7-9).
No obstante,
a pesar de esta ligera transformación en cuanto a la concepción de la sexualidad, la vida familiar y los hijos, sería una equivocación suponer que la enseñanza del Nuevo Testamento es contraria a la visión que tenían los israelitas sobre la vida embrionaria y el aborto. Ante un mundo pagano que aceptaba y practicaba habitualmente la interrupción del embarazo y el infanticidio, los primeros cristianos se declaran abiertamente partidarios de la vida y asumen una actitud de respeto hacia los seres no nacidos y los bebés.
Según el derecho romano el padre tenía absoluta autoridad sobre sus hijos. No sólo podía, si así lo deseaba, destruir al embrión en el vientre de la madre sino también matar al niño recién nacido si éste no era de su agrado. De igual manera, para los griegos todos los individuos estaban subordinados al bienestar de la sociedad, por lo que se aceptaba legalmente el aborto y el infanticidio como métodos para regular la población.
Ni el derecho romano ni la filosofía griega reconocían que cada individuo es una persona poseedora de dignidad inalienable.
Es verdad que algunos paganos solían poner reparos a ciertas formas de aborto provocado, cuando se realizaba por motivos triviales o por pura vanidad femenina. En este apartado habría que incluir el rechazo al aborto que aparece en el juramento hipocrático. Sin embargo, tal control de la natalidad era muy frecuente ya que, por lo general, a los niños no deseados se les consideraba como accidentes de la naturaleza que no respondían a la voluntad de los dioses.
El Nuevo Testamento, por el contrario, vuelve a prohibir taxativamente la acción de matar. Los homicidios que contaminan el alma humana, igual que los malos pensamientos y todo lo que ofende a Dios, sale del corazón de los hombres (
Mt. 15:19). Jesús recuerda de nuevo los mandamientos de la ley de Dios, empezando por el de no matar (
Mt. 19:18-19). El evangelista Mateo se refiere el horrible infantidio cometido por Herodes y lo plantea como un ejemplo negativo, al relacionarlo con la profecía de Jeremías:
“Voz que fue oída en Ramá, grande lamentación, lloro y gemido; Raquel que llora a sus hijos, y no quiso ser consolada, porque perecieron” (
Mt. 2:18;
Jer. 31:15).
La predicación de Jesús insistirá en que el reino de Dios pertenece a los niños, que para entrar en él hay que hacerse como uno de ellos, que los misterios ocultos a los hombres sabios son revelados a los niños y que de la boca de los bebés, de los niños que maman, salen las mejores alabanzas, aquellas que agradan a Dios.
Los primeros seguidores de Cristo se dan cuenta de que la presencia del Espíritu de Dios no está limitada por la capacidad humana o por la madurez de la persona. El mismo Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo (
Mt. 1:18); el embrión de Juan el Bautista saltó en el vientre de su madre, Elisabet, mientras ésta fue llena del Espíritu Santo (
Lc. 1:41). El dedo de Dios actuó frecuentemente sobre el feto humano señalando el camino que éste debería seguir.
Los discípulos del Maestro se acostumbraron a oir de sus labios
“que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (
Mt. 25:40); que incluso hasta los cabellos y los pajarillos están contados por el Padre celestial (
Mt. 10:30).
Si tan meticulosa es la providencia divina ¡cómo no se va a preocupar también por el embrión humano que germina en las entrañas maternas! ¡Cómo es posible que el aborto no constituya una clara ofensa para el Creador de la vida! Esta fue sin duda la mentalidad y la convicción de los primeros creyentes.
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