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El que siempre quise ser

Sinesio compró, con los últimos ahorros que le quedaban, un billete de tren a la localidad más lejana, cuyo nombre jamás había oído mentar, como un acto desesperado de dejar todo atrás. Subió y colocó su breve maleta sobre las rodillas huesudas. Tenía hambre desde el día anterior, tal vez, si lograba dormir, el rugido de su estómago cesaría y le daría una tregua. Toda la noche, todo el día, el tren proseguía incesante, cambiando de paisaje y aliviando su atormentada conciencia. Lo que hizo no se
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 23 DE OCTUBRE DE 2010 22:00 h

Una mujer gruesa, comía rosquillas en el asiento contiguo y le regalaba, de vez en cuando, oscuras miradas de desconfianza. Y es que Sinesio, con aquel traje grande y raído, que su padre vestía para ir de funeral, y la faz plagada de prominencias óseas, más bien parecía un enviado de la mismísima muerte, antes que un pasajero de cuarta.

En la última frenada, supo que debía bajar, pues el paraje coincidía con el de sus anhelos: hostil, casi despoblado y aislado del mundo. Sinesio tocó tierra y observó el tren marcharse, en sentido contrario, para reanudar su recorrido de vuelta a la urbe. Ante él, pocas decenas de casas, erigidas sobre la tierra seca de la planicie. Una iglesia de piedra al fondo y apenas un transeúnte distraído. Caía la tarde y decidió dirigirse a la cantina, que, con la puerta abierta, rezumaba alcohol y cera añeja.
- Un vaso del trago más barato que tenga, por favor.

El camarero entornó los ojos y miró a un viejo que, desde la mesa del fondo, no había cesado de observar a Sinesio desde que entró.
- Disculpe – El camarero servía la bebida con una parsimonia inusual.- ¿Nos conocemos de algo?
- Lo dudo, yo no soy de por aquí.- Respondió Sinesio, incómodo.
- Pero ¡Eras de aquí! – El viejo se acercó dando tumbos hasta la barra.- ¡Adolfito, has vuelto!

El viejo se abrazó a su cuello sollozando, apestando a alcohol y con los ojos vidriosos. Casi se cae en dos ocasiones y Sinesio, sin palabras, no podía más que sostenerle en volandas.
- No sabes cómo sentimos lo de tus padres. Cuando llegó la noticia de la capital, todos quedamos desolados. Pero, al menos, pudiste vivir con ellos unos años. Aunque tus abuelos, te quisieran, con quien mejor está un niño es con sus padres. Por eso fueron a buscarte, pobrecitos, no sabían que les esperaba la desgracia. ¡Y a ti! Huérfano y solo desde la adolescencia…

Sinesio escuchaba desconcertado mientras, inútilmente, trataba de sentar al viejo en un taburete. Los hipos que acompañaban el relato, hacían convulsionar su cuerpo cansado.

- ¡Pero tú! Estás idéntico.- Prosiguió.- Mira, aquí Marcelino, parece que solo sirve wishky, pero jamás olvida una cara ¡Y también te ha reconocido! Quédate esta noche en mi casa, Adolfito, hazme ese honor.

Sinesio valoró sus opciones durante dos segundo eternos, y optó por asentir. En realidad, no tenía donde ir, tal vez aquel señor podría darle cama y alimento y, a la larga, mantenerle, apadrinarle o sustentarle en su demencia senil. Adolfito podría ser un buen nombre, al fin y al cabo, ¿Qué tenía que perder?

***

La mañana se coló por los visillos y calentó los párpados de Sinesio que, sofocado, se vio obligado a abrirlos. Estaba desorientado, durante varios segundos no supo dónde se hallaba. Todo por la falta de costumbre, de sentir sábanas de algodón y un colchón mullido. Se incorporó al olor del pan recién hecho y caminó con su pijama prestado hacia la cocina del viejo.

La casa, de una sola planta, era humilde en su construcción pero finamente decorada en el interior; una casa venida a más, tal vez como su dueño. En el pasillo, una fotografía del viejo, tomada muchos años antes, en la que estrechaba la mano de un señor trajeado en blanco y negro. En la esquina inferior de la foto, una dedicatoria: “A Alcides Castro, por dedicar su vida a esta empresa, que ya es su hogar.”

En medio del corredor, una puerta entreabierta. Dentro, un pequeño despacho atiborrado de libros. Sinesio entró, sigiloso y sin dejar huella como tantas veces había hecho antes, y buscó datos, información, entre los papeles del viejo. El nombre de la compañía donde trabajó, Fernand & Braden S.A., una álbum de familia con anotaciones en las que se leía: Corina y yo en San Nicolás, Corina y los niños, Corina en el jardín. Difunta esposa, seguro. El ruido en la cocina le hizo desistir de sus pesquisas. Entornó de nuevo la puerta y se asomó a la cocina.

- Buenos días, don Alcides.- Exclamó.
- ¡Buenos días, Adolfito! Pasa hijo, pasa, no te quedes en la puerta. Petrona – Se dirigió a la empleada doméstica que le servía un café.- Trata al señorito como si fuera de la familia.
- Sí, señor.

Resultaba agradable recibir atenciones, saberse cuidado y tenido en cuenta, comer caliente nada más iniciado el día.

- ¿Y doña Corina?- Preguntó Sinesio, como despistado.- La recuerdo con tanto cariño, cuidando sus flores, tan buena madre…
- Corina falleció hijo… Me parece increíble que la recuerdes.- Su cara de extrañeza se tornó en un gesto amable.- Ella siempre dejó poso en todo aquel que la conoció, aún en los niños.
- Era una mujer muy especial.

Petrona le sirvió unas rebanadas de pan con mantequilla y le regaló una mirada de desprecio. Era una mujer oronda, cincuentona, que se movía con ligereza por la cocina, como en su hábitat natural.
- ¿Quiere algo más el señorito?- El tono irónico de su voz pareció no ser percibido por el viejo.
- ¡Todo lo que quiera, Petrona! ¡Todo lo que quiera! Ahora mismo regreso, Adolfito.
- Vaya tranquilo, don Alcides.

En cuanto el viejo desapareció hacia el salón, Petrona se colocó frente a Sinesio y susurró:
- Tú a mí no me engañas, sé que no eres el niño Adolfito. Te debería dar vergüenza engañar a un pobre anciano, con la buena intención que tiene…
- Disculpa Petrona, pero no te entiendo. Me retiro a vestirme.

***

Apenas habían pasado unos minutos, cuando el viejo tocó a la puerta de Sinesio.
- ¿Adolfito?
- Dígame, don Alcides.- Respondió sin abrir, aún semidesnudo.
- Necesito que salgas, unos señores amigos míos quieren hablar contigo.

Un sudor frío recorrió la espalda de Sinesio. Seguro que Petrona le había delatado, acusado, denunciado y aquellos “señores” resultarían ser policías sedientos de una nueva presa. ¿Cómo escapar de allí? Las ventanas estaban enrejadas y la voz del viejo sonaba de nuevo al otro lado de la puerta, acompañada de un toque de nudillos.

- ¿Adolfito?
- Ahora mismo salgo.- Dijo al fin y salió, resignado a su suerte.

Pero, lo que encontró en la sala de estar fue muy diferente a los fantasmas de sus elucubraciones. Un señor de traje y barriga hinchada le sonreía con su diente de oro, mientras, otro caballero enjuto y de gafas sostenía un portafolio y asentía complacido.

- Te presento al señor Alcalde, don Armando Costal, y a nuestro secretario, Ernesto Sanjinés.
- Un gusto, señores.
- Estimado Adolfo, un placer.- El Alcalde se puso en pié y le tendió la mano sin dejar de mostrarle su diente.
- Igualmente, señor.

El secretario, silencioso, le saludó con un golpe de cabeza, con algo parecido a una reverencia.
- Pero siéntese, hay mucho de qué hablar.

Sinesio, dubitativo, tomó asiento al lado del viejo y el Alcalde comenzó a hablar:

- Como usted sabrá, don Adolfo, yo no vivía aquí en la época de sus padres. Este amado pueblo me acogió como hijo adoptivo hace veinte años.
- ¡Los veinte años más gloriosos de nuestra historia!!- Exclamó el viejo.
- Gracias, don Alcides, usted siempre tan amable. Como decía, aunque no pude conocer en persona a los Salinas, han sido muchas las historias de honradez y perseverancia que he escuchado sobre los suyos.

Sinesio asentía, sobrecogido.

- Por eso.- Proseguía imparable el Alcalde.- Es un placer para mí saber que está usted de regreso para tomar posesión de lo que le corresponde. Yo siempre estuve en desacuerdo con la ley de herederos. Es inconcebible que, de no aparecer sucesor legítimo en quince años, el Estado se apropie de todo. Lo que una familia ha labrado, debe quedar siempre para esa familia.
- ¡Muy bien dicho, señor Alcalde! – El viejo sonreía pletórico.
- Gracias, gracias. Así que, don Adolfo, aquí tiene lo que le corresponde. Ernesto, haga entrega, por favor.

El Secretario le tendió unos títulos de la propiedad antiquísimos. Allí, los nombres de la pareja: Humberto Salinas y Margarita Gómez de Salinas. Sinesio, de la emoción, apenas pudo leer, sólo recuerda que su vista se posó sobre las palabras casa, tierras y cafetales.

- Señor Alcalde.- La voz de Sinesio sonaba opaca y lejana. Voz de la caverna de la estupefacción.- No sabe cómo le agradezco la gran justicia que está haciendo conmigo y mi situación. Debo reconocer que vine temeroso, pues la casa de mis abuelos en la capital sufrió un lamentable incendio y no poseo acreditación alguna de mi identidad.
- ¡Ni falta que le hace! Nosotros nos encargaremos de hacérselas nuevas. Dos de los hombres más honestos del pueblo le han reconocido sin dudar, su palabra me basta.
- Me sonroja, señor Alcalde.- El viejo le dio una palmadita en la espalda.

Y así firmó Sinesio, docenas de papeles, con una rúbrica recién estrenada, sin saber aún si todo aquello era un sueño, dulce e inmerecido, al que le había llegado el tren de la vergüenza.

-Hoy mismo puede tomar usted posesión.- Se despidió el Alcalde.

***

El viejo caminaba al lado de Sinesio, con el pecho henchido, mientras saludaba a cuanto vecino curioso se cruzasen.

- Buenos días, José. Aquí, con el hijo de los Salinas que ha vuelto.

El trayecto hasta la casona, al otro lado del pueblo, se hizo interminable con tanto protocolo. Pero, cuando al fin llegaron, a Sinesio le pareció que conocía aquel lugar desde siempre, desde antes de tener memoria.

- Por Dios, está igualita.- Exclamó el falso Adolfo.
- Corina, que en paz descanse, venía con las muchachas de servicio, de vez en cuando, a hacerla limpiar. Quitaban las malas hierbas del jardín y lo adecentaban como podían.
- Muchas gracias don Alcides, realmente ha sido usted el mejor amigo de nuestra familia.

El viejo le acompañó dentro y se despidió enseguida, “para que se fuese acostumbrando a vivir solo”, le dijo; cuando, en realidad, lo que no sabía, es que Sinesio siempre había estado profundamente solo.

Era una casa de dos plantas, con una escalera de roble labrado en la entrada, que las comunicaba. El salón, amplio y luminoso, poseía varios ventanales de casi dos metros de altura que daban al jardín, verde pero despeinado. Sillas y mesas estaban aún cubiertas con telas blancas y solo los espejos de marco de oro dejaban insinuar lo lujoso del mobiliario. Subió emocionado a la planta de arriba y buscó, cual niño bajo el árbol navideño, el dormitorio que sería el suyo. Eligió uno espacioso, presidido por un gran retrato familiar en el que, don Humberto y doña Margarita, compartían protagonismo con la pintura del verdadero Adolfo, también de pelo negro y cejas pobladas como él, pero bastante más afortunado. Se tumbó en la cama de matrimonio y meditó, por primera vez desde que bajó de aquel vagón, en los vaivenes de la vida.

¿Qué habría sido del tal Adolfito? ¿Estaría vivo aún? ¿Y si regresaba algún día? ¿Y si se presentaba allí, con su identificación verdadera y reclamaba lo suyo? Pero, si tal vez… solo si tal vez, había muerto, entonces aquello sería un regalo maravilloso y sin fin. Llenó entonces su alma de mil intenciones. La de ir a investigar la producción de sus cafetales, la de comprarse ropa nueva, contratar servicio y conocer a la gente del pueblo; la de buscarse una novia, una mujer buena y agradable que le cuidase como la madre que nunca tuvo, la de ser mejor persona, y no volver a delinquir, no volver a robar, ni a matar, no volver a dejarse cegar por la desesperación y la angustia. La de nacer de nuevo, literalmente si hacía falta, con tal de recubrirse de una piel sin mácula y coincidir con aquel que todos anhelaban ver de nuevo y confundieron con él.

***

Tan solo cuatro meses después, aquel enjambre de ilusiones y propósitos, se desmoronó con el sonar de la puerta principal.

- ¿Qué desea el señor? – El mayordomo novato interrogó al visitante.
- Entrevistarme con don Adolfo, si es posible.
- Don Adolfo está terminando de desayunar, pero espere en el salón, por favor.

Sinesio, apareció bajo el marco de la puerta con una apariencia impecable. Traje de paño italiano y pañuelo de seda al cuello, la mano en el bolsillo y el cigarro humeante.
- Buenos días.- Saludó hospitalario con una gran sonrisa.- ¿Con quién tengo el gusto?
- Federico Salazar, inspector de Hacienda.
- ¿Hacienda? La verdad no he tenido tiempo de revisar el estado de las cuentas, pues he estado muy ocupado con la casa, el jardín… no sé si sabe que regresé hace apenas unos meses de la capital, pues mis padres…
- Conozco la historia.- Interrumpió Salazar.- Y por eso estoy aquí. Su padre dejó deudas millonarias antes de partir al otro mundo y mi cometido es cobrarlas.
- ¿Deudas? – Sinesio no salía de su asombro.- Debe haber un error, mis cafetales son prósperos y mis tierras de labranza…
- ¿Sus tierras? – Volvió a interrumpir, esta vez con tono burlón.- Estas tierras pertenecen a tantos acreedores que la lista se vuelve interminable. Usted, señor mío, no tiene nada. Es más, si una vez rematadas todas su posesiones, aún continuará debiendo dinero, nos veríamos obligados a meterle en la cárcel. Afuera hay una patrulla de policía, acompáñenos por favor, tenemos que hacer cuentas.

Las cuentas no salieron, Sinesio quedó sin habla. La comisaría plagada de humedades le recordaba a su pasado, cuando no era más que un pobre diablo. Pero, en aquel entonces, aún con traje de paño, tampoco tenía escapatoria. Aunque subastaron la casa, los cafetales y las tierras, los números seguían rojos, tan rojos, que nadie se aventuraba a asegurarle a Sinesio cuánto tiempo más tendría que estar entre rejas hasta que los prestamistas se dieran por satisfechos.

Una tarde, recibió una visita en el calabozo.
- ¡Don Alcides! ¡Qué alegría verle! – Se aferraba a los barrotes con un gozo desmedido-. ¡Ayúdeme! Usted es mi amigo, amigo de mi familia. Hable con el Alcalde, él le tiene en buena estima y tal vez pueda sacarme de aquí.
- ¿El Alcalde?- Las carcajadas retumbaron en el sótano oscuro.- Querido amigo, el Alcalde es el principal interesado en que no salgas. ¿Quién crees sino que ha comprado tus tierras a un precio ridículo? Y yo, me he mudado a tu casa, bueno a mi nueva casa. Es increíble lo barato que venden los prestamistas con tal de recuperar una parte de todo lo perdido. Necesitábamos esto, Adolfito, te necesitábamos a ti. Si no hubieses aparecido por el pueblo, no habríamos podido hacerte pasar por rico heredero.

El viejo se mostraba irónico, sediento de una catarsis que había preparado durante años.

- ¡Maldito viejo! ¡Entonces sabía que no era Adolfo!- Sinesio quería derretir el hierro que le aprisionaba y matarle.
- Adolfo, el verdadero, está internado en un psiquiátrico desde hace tanto tiempo que ya no recuerda ni su nombre, es un mueble, un ser inerte que ni habla ni conoce, nunca iba a venir a reclamar lo suyo y nosotros no podíamos tolerar que se lo apropiara el Estado.- El viejo no perdía su sonrisa socarrona.
- ¡Pero ustedes sí podían apropiárselo! ¡Me han engañado!- Sinesio empezó a sollozar.
- Tú nos has engañado a nosotros, has caído en el juego porque preferiste mentir y suplantar a otro, que decir la verdad. Tú mismo, amigo… como te llames, te has cavado tu propia tumba.
Don Alcides se dio media vuelta y se fue, por el pasillo oscuro, ignorando los insultos que Sinesio le increpaba en su desesperación.

-¡Yo no soy Adolfo Salinas! ¡Esto es un error! ¡Mi nombre es Sinesio Gutiérrez! – Comenzó a gritar, sin nadie que le atendiese.

El sol se filtraba entre los barrotes iluminando el pequeño plato en el que le servían la comida. Frío y miedo, el sueño efímero de haberse creído alguien importante, la profunda convicción de que, al fin, estaba pagando una culpa que le había perseguido y se había disfrazado de otra.

-¡Yo no soy Adolfo Salinas! – Volvió a gritar.
 

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