La culpabilidad, entre los tres conceptos mencionados, pareciera ser la que está más cerca de ser objetiva.
Uno es culpable de algo o no lo es, con lo que se trata de una cuestión descriptiva más que subjetiva. Por poner un ejemplo, cuando un niño rompe un jarrón, es culpable de haberlo hecho. Si no lo hubiera hecho, pero lo pareciera, no es culpable de ello aunque se le acusara por tal acción. Así pues, alguien es culpable de algo cuando es el autor de tal falta, al margen de que puedan o no corroborarlo los demás.
Y esto nos lleva, por ejemplo, a aquellas situaciones más relacionadas con lo jurídico, los tribunales, donde permanentemente se dirimen cuestiones de este tipo. El juez, previa intervención de las diferentes figuras presentes en el juicio, como el fiscal, el defensor, los testigos o el propio acusado, establecen al final del proceso si la persona es culpable o no de las faltas que se le imputan. Pero como las personas somos falibles, nuestras sentencias también lo son, y en ocasiones contemplamos, no sin cierta frustración y falta de fe en la justicia cómo personas claramente culpables de determinados delitos pueden ser puestos en libertad o cómo, al revés, personas inocentes pueden haber sido declarados culpables y han tenido que soportar la pena impuesta injustamente.
Indiscutiblemente, pues, la culpabilidad es o no es al margen de quien la juzga. Es decir, incluso aunque un juez pueda dictar que una persona es inocente de determinada falta, si la tal persona la cometió, es culpable de ella. Otra cosa diferente es que esa culpabilidad sea reconocida de manera pública o que la persona pague por ello. De igual forma, si alguien es inocente, lo es al margen de la condena que tenga que cumplir por ser considerado culpable.
Desde algunas consultas de psicología seculares muchos han hecho y siguen haciendo énfasis en que hay que liberarse de la culpa por ser ésta algo que nos ata y que nos atenaza limitando nuestras posibilidades de ser verdaderamente libres. Se ha insistido en que sentirse culpable es algo negativo y se ha animado a los pacientes a mirar hacia otro lado cuando se sintieran así, de forma que pudieran “avanzar” en sus vidas dejando atrás las cargas que les incomodan. Pero resulta que la culpa es un mal necesario, no sólo desde el punto de vista espiritual y bíblico, como más adelante veremos, sino incluso para poder garantizar una adecuada salud mental.
La cuestión, desde luego, no es sencilla. Sabemos que a menudo podemos sentirnos culpables por cosas que realmente no son adecuadas, realistas o proporcionadas. Si, por ejemplo, un hijo tiene el impulso de decirle a su madre “Eres una mala madre” por el hecho de que no le deja hacer lo que quiere, ella puede, efectivamente, sentirse culpable como tantas veces ocurre. Este sentimiento, en cualquier caso, no se basa sobre hechos tangibles, sino sobre el propio miedo de la madre de estar siendo injusta, quizá por un exceso de autocrítica y, principalmente, por el chantaje emocional al que está sometida por parte de su hijo (que, si lo pusiéramos en otras palabras, rezaría tal que “Si no haces lo que yo quiero, eres una mala madre”). Pero coincide con lo que Paul Tournier llamaría “culpa falsa”, que es perjudicial, limitante y, fundamentalmente, injusta.
Pero esta no es la culpa a la que nos referimos como necesaria para la salud mental y espiritual. Hay otro tipo de culpa, la verdadera, que nos pone ante la realidad de que no todo lo que hacemos está bien hecho. Es la que nos hace sentirnos mal cuando entendemos que nuestros actos tienen consecuencias negativas para los demás o para nosotros mismos. Cuando ese sentimiento de culpa no aflora, se dan las mayores desgracias, las más terribles ofensas, las más profundas rupturas personales porque, en el fondo, todos entendemos que sentirse culpable es, de alguna manera, el primer paso a resolver o revertir una situación negativa en la que nosotros hayamos tenido algo o mucho que ver.
Este tipo de culpa ni siquiera es remordimiento. Éste último tiene más que ver con un cierto “pinchazo” en la conciencia, algo que no necesariamente nos llevará a enmendar el mal cometido. El remordimiento, es más, surge en muchas ocasiones en plena ejecución de la falta, cuando aun siendo conscientes de que lo que hacemos está mal hecho, seguimos adelante con ello. Aún cuando en ocasiones y en algunas personas el remordimiento les lleve a parar y dejar de hacer lo que estaban haciendo, ese “pinchazo” del que hablamos no nos lleva necesariamente a abandonar lo malo, ni tampoco a enmendar el error. Es algo a lo que, en definitiva, somos capaces de habituarnos, porque
como seres de costumbres que somos, nos hacemos a todo y tenemos una extraña facilidad para adaptarnos a lo malo y a cauterizar nuestra conciencia haciendo, finalmente, que la posibilidad del remordimiento sea, más que remota, prácticamente inexistente.
La Biblia nos pone, sin embargo, ante un concepto mucho más profundo y con mayores garantías que el remordimiento. Éste último es una reacción más bien humana, pero el arrepentimiento es la alternativa divina a la que todo hombre es llamado para llegar a ser acepto por Dios. El arrepentimiento garantiza un cambio de ritmo y dirección completamente opuestos a los que se estaban llevando antes de producirse éste. De hecho, en el lenguaje común, cuando hablamos de arrepentimiento, por ejemplo, refiriéndonos a un delincuente, todos entendemos que, para que el arrepentimiento sea tal, debe haber una clara garantía de que la persona no seguirá actuando como antes lo hacía. Y es que el arrepentimiento, a pesar de lo que muchos creen, no puede fingirse. El remordimiento, por el contrario, sí. Éste último no implica que las cosas vayan a cambiar. Sólo indica que la persona se siente mal por ello, pero en definitiva, y pensémoslo detenidamente, ¿esto de qué sirve?
De la misma forma, ¿busca Dios un ser humano que se remuerde en su conciencia por las faltas cometidas? ¿Cuántos hoy se reconocen pecadores, imperfectos, pero no conciben en ningún momento la posibilidad de volverse al Dios al que han dado la espalda?
El Señor no llama en ningún caso al remordimiento, sino al arrepentimiento que alinea al hombre en sintonía con lo que Dios quiere para él: un cambio de sentido respecto al camino que llevaba.
El caso del hijo pródigo ilustra muy bien esta realidad: un hijo que huía en dirección contraria a donde se encontraba su padre, ajeno a cualquier idea de culpa por haber pretendido vivir de los bienes de su padre pero sin él, queriendo disfrutar de su herencia estando él aún en vida y dormido a cualquier sentimiento de haber actuado mal. Pero en un momento dado, considerando su situación a la luz de una realidad más amplia, habiendo vivido en carne propia el mal que él mismo había traído a su vida, no sólo llega a ser consciente de su culpa, sino que ve con claridad cómo ha de volverse y empezar a andar hacia su padre y, a partir de ahí, en las líneas que ese padre le marca, completamente opuestas a las que él, en su soberbia y autosuficiencia, había escogido.
Así, resulta que la culpa, por mucho que nos pese, es un mal necesario. Es el paso previo que nos lleva a la gracia. No es posible acercarse ni mucho menos disfrutar de un favor inmerecido (eso es lo que significa gracia) cuando no se es consciente de que no se merece, de que la culpa, innegociable, objetiva, al margen de nuestra propia opinión sobre ella, nos sentenciaría a ser destruidos con la muerte por el Dios Altísimo y Santo que no puede tolerar el pecado y la ofensa hacia Su persona.
La culpa existe al margen de nuestra conciencia o de nuestro remordimiento, si es que éste tuviera lugar.
Somos culpables ante el Dios Santo, incluso sin saberlo o sin querer reconocerlo. Los remordimientos, en caso de darse, de poco nos servirán. Pero la culpa que lleva al arrepentimiento y, por tanto, a la gracia, nos abre las puertas al favor inmerecido de disfrutar de Dios y Sus favores aún cuando habíamos renunciado a ello.
Esta es la revolución del Evangelio, la revolución de una reconciliación con Dios posible, la revolución, en definitiva, de una culpa necesaria.
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