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Yo no presto mi coche

Hace unos meses unos amigos míos sufrieron una avería seria en su vehículo de transporte familiar, de esas que requieren traer piezas de otros países, instalar completamente sistemas nuevos… y pagar mucho dinero.
DESDE MI BALCóN AUTOR Febe Jordà 09 DE OCTUBRE DE 2010 22:00 h

Su situación económica era delicada, pero el mayor perjuicio que estaba ocasionando el no disponer de coche era a muchos niveles prácticos en la rutina diaria, y ya por mucho tiempo.

Cuando me comentaron el problema, enseguida me vino a la mente una solución lógica y sencilla: conocía a un hombre, de esos que la Biblia describe como de la familia de la fe, que hacía muchas semanas que no utilizaba su vehículo, así que se lo podría prestar temporalmente. Ni corta ni perezosa, y por la confianza que le tenía al hermano en cuestión, le expuse el caso y la petición. Su cara se ensombreció. Yo me imagino que alguno de los lectores ya entiende perfectamente el porqué. Finalmente me respondió: “Es que… yo no presto mi coche”. “¡Pero si no lo usas desde hace meses! ¡Lo tienes ahí aparcado y no le da uso nadie!” –repliqué sorprendida, por lo incoherente que me parecía la respuesta. “Yo no presto mi coche…”, me repitió el hombre casi en un susurro.

Claro, el coche no se presta. Quizá es por el tema de los seguros, ¿no? La cuestión de la necesidad del hermano es irrelevante. Y con toda seguridad hay otras soluciones, muchas soluciones, antes que tener que prestar el vehículo propio. Soluciones que no solucionan, que no facilitan, que no resuelven. Porque, claro, el coche es una posesión muy cara, que cuesta mucho de adquirir, y que, en todo caso, solo se la dejaríamos a… ¿a quién? (¿A Cristo Jesús? Venga…).

Este pequeño incidente me dio que pensar. Supongo que cada uno de nosotros tiene sus cosas que no prestaría jamás. Pero, me preguntaba si nos es lícito mantener actitudes como estas, y pretender argumentarlas, a la luz de lo que sabemos que Dios requiere de los que se llaman hijos suyos.

Primero, porque creo haber entendido que nada de lo que poseo es mío por derecho propio: sea lo que sea -bienes materiales, oportunidades, dones, bendiciones espirituales-, lo he recibido de gracia, es decir, de regalo y sin merecerlo.

Segundo, porque soy requerida a ser generosa, a dar de gracia, tal como dice el Maestro, en justa correspondencia (queda recogido en Mateo 10:8).

Tercero, porque tengo ejemplo directo y claro en el propio Jesús, que siendo Dios, vino para servir y para dar. Y dio hasta su misma vida.

Podemos hacernos los suecos y decir que esto no va con nosotros. Como el sermón del monte: una predicación de Cristo demasiado radical, impracticable en nuestros días. Si me permitís, aquí diría que somos la pera.

La generosidad tiene que ver con ser:El generoso pensará generosidades” (Is. 32:8). Y con dar. El problema es que tiene inconvenientes, sí: encierra peligros. Por ejemplo, el de pasar por tontos. También el de que abusen de uno. Y el de que te rompan algo (por ejemplo el coche). Pero no me parece que haya -bien, al menos yo no lo he encontrado- ningún versículo que diga que estos extremos puedan servir de excusa para no cumplir el mandamiento explícito que estamos considerando.

Hace unos años, hablando con una hermana de la iglesia de Soria, en aquellos tiempos de la llegada masiva de personas de otras tierras a nuestro país, me comentaba que muchos se acercaban a la iglesia, y ellos les recogían en sus casas, les alimentaban, les buscaban trabajo, les ayudaban a arreglar los papeles. Y luego, cuando ya lo tenían todo resuelto, desaparecían y, si te he visto no me acuerdo.

La hermana me lo contaba con dolor y tristeza. Les había ocurrido ya en numerosas ocasiones. Y me decía: “La verdad es que te sabe muy mal. Ves que solo estuvieron aquí por interés. Y te preguntas qué harás la próxima vez que se presente alguien. Pero lo sabes, porque harás lo que quiere Jesús: les recogerás en casa, les darás de comer, les buscarás trabajo, les arreglarás los papeles…”. Eso es generosidad de corazón. ¡Está tan íntimamente relacionada con la bondad!

Se me ocurre ahora que quizá estamos más interesados en ser conocidos por lo listos que somos, las carreras universitarias que tenemos o el negocio que hemos montado, los dones superespectaculares que podemos mostrar (eso en el plano espiritual), el piso fantástico que nos hemos comprado, la moto, la guitarra, el gusto exquisito que demostramos en el vestir, en el decorar… más, digo, que en ser conocidos por nuestra bondad. Curioso, ¿no?

Volviendo a la generosidad: ¡tengamos bien presente que siempre es más bienaventurado dar que recibir! Porque eso significa que tenemos qué compartir. Supongo que, como en todas las cuestiones, hay que ejercitarse para ser generosos, para que quede como un atributo de nuestro carácter y como un hábito en nuestro hacer. Para no convertirnos en lo contrario: egoístas, tacaños, mezquinos, ruines…

Los generosos regalan tiempo, dinero, sonrisas, saludos, esfuerzo, perdón, misericordia, méritos, honra a los que les rodean. Los generosos adoptan niños, recogen inmigrantes, atienden enfermos y drogadictos, acompañan y velan ancianos, trabajan para tener qué compartir, ofrendan con alegría y liberalidad, otorgan el beneficio de la duda y no juzgan dura e implacablemente al hermano, no castigan a sus semejantes usurpando el lugar de Dios retirándoles el saludo o la palabra, no echan cuentas de los beneficios que recibirán por sus buenas acciones, se desgastan por el avance del Reino aun cuando se sienten cansados, se expatrian indefinidamente para trabajar en medio de las necesidades, su palabra favorita es SÍ.

Cuando los generosos lleguen a la Casa del Padre, quizá agotados por las implicaciones prácticas de su generosidad, sé que su Señor les recibirá contento y les dirá: “¡Bien! Bien, buen siervo, y fiel”. Y les premiará. Porque así lo ha dicho.
 

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