Se despertó y vio el cafetal, exuberante al otro lado de la pequeña ventana, conociendo ya el esfuerzo ímprobo que le iba a costar cosecharlo. Talita dormía a su lado, semidesnuda a causa del calor y su piel negra rezumaba vida a borbotones. Las tablas crujieron bajo sus pies mientras se dirigía al pequeño baño situado en el patio. Y fue allí, frente al espejo que pendía de un clavo, donde Rosmiwa advirtió la primera extrañeza.
Se observó un segundo mientras se secaba la cara y se halló envejecido, como si el peso de veinte años hubiese caído sobre él en una sola noche. Profundas arrugas cuarteaban su rostro y el fondo de los ojos, otrora blancos, estaba cubierto por una capa amarillenta. Sacó la lengua, estaba seca y blanquecina. Volvió a entrar en la casa y se dirigió a la cocina, donde tuvo que sentarse a trompicones cuando le flaquearon las piernas.
- ¡Talita!- Gritó desesperado.- ¡Ven, mujer!
La joven apareció adormecida en el dintel, despertando enseguida ante la imagen tétrica de su esposo.
- ¿Qué ha pasado?
- No lo sé... tal vez...
- Te han hecho la brujería de los muertos.- Sentenció ella, y no hubo más que añadir, ambos supieron que era cierto.
- ¿Quién ha podido ser? Si hablamos con esa persona a lo mejor...
- Has tenido tantos pleitos este año con el problema de las tierras que pudo ser cualquiera ¡La maldita envidia! ¡Ya te lo advertí!
Rosmiwa no contestó, un dolor agudo en el estómago le dobló las intenciones. Vomitó entonces un líquido negro y espeso, semejante al petróleo, tras el cual se le nubló la vista. Gritaba delirante, transpiraba profusamente. Talita corrió a la puerta, por la calle de tierra pasaban algunos vecinos vespertinos que, ante sus súplicas de ayuda, no pudieron más que disentir con la cabeza y seguir silenciosos su camino. Ya era demasiado tarde.
De regreso a la cocina, el olor nauseabundo del líquido negruzco se había apoderado del pasillo. Rosmiwa no era más que un cadáver consumido, casi ya en los huesos. Talita calló de rodillas, derrotada.
***
Aquella misma tarde decidieron enterrar el cuerpo, pues la putrefacción se daba a pasos agigantados. La tradición en aquel recóndito lugar de África, mandaba a los varones más cercanos a la familia a llevar el féretro desde su casa al cementerio, a las afueras de la población. La noticia se extendió rápidamente, y pronto la pequeña vivienda se llenó de gente que vociferaba y se daba golpes en el pecho en señal de dolor. De repente, el murmullo cesó a la entrada del abuelo paterno de Rosmiwa, curandero en la serranía.
- Hijos, no pude llegar antes.- Exclamó con la mirada perdida.- Pero os diré qué haremos. Siempre que uno es muerto por la magia negra, el cadáver conduce a aquellos que cargan al difunto hasta la casa de su asesino.
Varios de los presentes se miraron desconcertados, temían aquel mundo poderoso pero ajeno a los sentidos, nadie quiso ofrecerse voluntario. El abuelo señaló a cuatro que, sin argumentar, elevaron la caja de madera sobre sus cabezas y se dirigieron a la puerta.
- Silencio ahora.- Ordenó el abuelo.- Dejaros guiar.
La comitiva fúnebre, formada por más de dos docenas de familiares, siguió sigilosa al cuerpo de Rosmiwa que, desde lo alto, parecía oprimir los hombros de sus allegados, a derecha e izquierda, hasta una casa baja de tejado gris.
- Aquí vive Yungue.- Exclamó Talita.- Era dueño de una de las tierras expropiadas que se nos asignó a nosotros después.
- Haced lo que creáis conveniente.- Sentenció el abuelo.
Varios hombres de la comitiva entraron enfurecidos en el domicilio. Allí, encontraron a Yungue, pendiendo de la cuerda que le sirvió de horca, a donde le habían empujado la culpa y la vergüenza tras saber del fallecimiento de Rosmiwa. Su rostro azulado era el rostro de la muerte.
El abuelo, que permaneció fuera, sintió en un momento cómo sus sentidos se agudizaban. La revelación que recibió fue tan clara que se desplomó en el suelo, acongojado, pues una lágrima salada había caído del cielo sobre su frente, mientras, el mismísimo Satanás, reía a carcajadas por haber matado dos pájaros de un tiro.
Aquel día hubo una fiesta en el infierno, donde Rosmiwa y Yungue se miraron, entre el crujir de dientes y el llanto incesante, comprendiéndose, sin remedio, víctimas de la misma trampa. Trampa eterna de fuego que ellos mismos se tendieron.
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