Para que me entiendan: no me gustan las carreras de Fórmula 1, Belén Esteban o
Anatomía de Grey (por poner tres ejemplos dispares), pero puedo entender que tengan audiencia y hasta dedicarles uno de esos momentos en que mente, mano y mando no se mueven en la misma onda. Podríamos incluso abrir una tercera vía que consistiría en esos espacios que, más que aburrir, generan indignación y ganas de llamar al FBI para que los desmantelen (me refiero a tarotistas y a los falsos concursos de madrugada, pero ahí ya no se trata de televisión y sí de delincuencia permitida).
Para centrarme de nuevo: en televisión nunca he entendido las grandes audiencias que se llevan espacios dedicados al tiempo (al meteorológico, vaya) y a la cocina. Ver a alguien señalando en un croma que lloverá en Girona, que lucirá el sol en Valencia y que a media semana habrá la entrada de una borrasca provocada por el anticiclón de las Azores, nunca lo he entendido. Y cuanto más me aburre, más tiempo (aquí sí que me refiero al cronológico) le dedican los informativos, que cada vez más están mutando en una especie de monstruo de tres cabezas (Sucesos / Política – El tiempo – Deportes).
He conocido a personas, aparentemente normales, con las que se puede conversar e intercambiar opiniones, pero que sufren una extraña metamorfosis cuando detectan que en ese televisor encendido en todo momento (práctica habitual, y errónea, en algunas casas) sale el hombre (o la mujer, que en los últimos años la cosa se ha ido equilibrando por aquello de los miembros / miembras) del tiempo. Y entonces, es cuando sueltan aquello de: “Ssssst, silencio, que quiero saber qué tiempo va a hacer el fin de semana”. Millones de personas veneran casi al hombre del tiempo y escuchan con atención su oráculo y sus monólogos sobre cirrostratos, tormentas y demás, aunque también se convierten en sus peores enemigos cuando ese domingo destinado a yacer bajo el ardiente sol de Benidorm se convierte en una tragedia pasada por agua. No entiendo que alguien quiera estar informado sobre el tiempo, pero la cosa se agrava si le damos una perspectiva televisiva: ¡es aburrido!
Mi segunda gran fobia televisiva tiene que ver con los espacios (que se han ido multiplicando como un ejército de Gremlins en una fiesta de la espuma) de cocina, todo un clásico que arrasa en las audiencias y se cuela en cualquier rincón de la programación o como espacio estrella dentro de los magacines. Nunca le he encontrado la gracia a ver a un tipo ante una mesa de cocina plagada de ingredientes, cortando verduras a la velocidad del rayo y aleccionándonos sobre el valor de tal o cuál vitamina, mientras pone en marcha un horno y remata el plato con un chorrito de lo que sea y con una hoja de perejil o una filigrana de nata, que siempre viste más.
Lo peor fue cuando apareció el cocinero estrella, Karlos Arguiñano, un tipo majete que al principio podía hacer gracia, pero que se ha convertido en un plagio de sí mismo, con sus chistes malos y sus canciones insufribles para amenizar un bacalao al pil pil o una espalda de cordero al horno. Gracias a él (o a causa de él) por todas las televisiones han ido desfilando cocinillas con recetas fáciles, difíciles, de alta cocina, para estudiantes sin tiempo, para solteros o divorciados sin talento o para amas de casa que, cada día, pueden dedicar media mañana a ir a comprar esos productos frescos de mercado con los que amenizar sus mesas.
¿Alguien se cree que habrá televidentes que sigan, paso a paso y en tiempo real, las instrucciones de uno de ellos? Eso es peor que creerse que alguien hacía aerobic con leggins y calentadores en los tiempos de Eva Nasarre o que alguien sigue los consejos de salud del señor Torreiglesias. Pero siempre hay algún rayo de esperanza, un atisbo de luz (no viene al caso, pero “atisbo de luz” siempre me ha gustado como coletilla innecesaria, al estilo “marco incomparable” o “antesala de los Óscar”), casi un oasis en el desierto: resulta que hay un cocinero vasco (o mejor, otro cocinero vasco)
que ha demostrado que lo de hacer un espacio de cocina con un punto de humor que no sea cargante es posible. Se trata de
David de Jorge, responsable desde hace poco más de un año del espacio Robin Food, atracón a mano armada (sólo por el nombre ya mereció mi atención) que emite la televisión autonómica de Euskadi, ETB.
”Es un programa sin complejos intelectualoides en el que disfrutamos como enanos y nos divertimos a mansalva”, dijo el propio cocinero (en un artículo que recoge la propia web de ETB). Y tiene razón. De Jorge reivindica “cocinar para gente derrotada” y habla de la cocina real, la que todos llevamos a cabo de forma clandestina y de la que no hablamos para no herir sensibilidades. Mi sección favorita del programa se llama
Guarrindongadas, un palabro que, lo juro, utilizo desde hace años para definir algunas de mis cenas o comidas (especialmente cuando estoy solo), y que suelen consistir en mezclas sin criterio de yogures, cereales, frutas, café, cacao en polvo, canela, azúcar, vainilla, leche (a veces todo ello a la vez) o de salchichas de frankfurt sin freír (¿no están ya cocidas?) con pan de molde, salsa de soja, tomate, lonchas de queso, atún, aceitunas, boquerones, tortilla de patatas o lo que pille en cualquier tupper medio olvidado en las zonas ocultas de la nevera.
De Jorge dirige su programa con una agilidad tan grande como su tamaño (no engaña, disfruta comiendo y su cuerpo lo evidencia) y con facilidad para pasar en cuestión de segundos de hablar de los dibujos animados de Porky, de un poema de Borges o de la profesión entrañable de los carniceros de delantal manchado y cuchillo afilado. El mismo De Jorge lo tiene claro, y explica que su esquema es “bien sencillo”. La gente “está muerta de hambre”, añade, y él procura ofrecer “la piel crujiente de los asados recién sacados del horno, bocatas chorreantes, sopas lujuriosas, postres a reventar de crema y nataza, guisados que no se come uno desde hace mil años, pepitorias, escabeches y elaboraciones de
cocotte, sin dejar de lado las sobras, los congelados y todo tipo de ingeniería de cocina.
También arreglamos latas y sopas de sobre. Todo sin tonterías, sin ingredientes difíciles de encontrar ni elaboraciones complejas, y bien explicado. ¡Viva la cocina sin bobadas!”. Un crack, vaya.
El programa, sin salirse del patrón habitual de un espacio de cocina, se me hace más ameno que los otros que he llegado a sufrir, pero roza la perfección en la sección de
Guarrindongadas, en la que De Jorge se arremanga para elaborar algunas de las suculentas (o no) recetas que mandan los telespectadores. Así, De Jorge nos ha amenizado con menús capaces de sacar de quicio a las mentes más puritanas de la cocina vasca, aunque él tiene claro que le gusta dar un tono humorístico a la cocina de una tierra “que siempre se ha tomado demasiado en serio los asuntos del comer”.
Nuestro sufrido chef recibe las propuestas, las elabora y las prueba frente a las cámaras, un ejercicio a menudo más cercano a
Fear Factor o a
Jackass que a un espacio culinario, y que ha contado con exquisiteces varias. Y ojo, que no se trata de crear combinaciones que suenen más o menos desagradables; son platos reales, delicatesen privadas de televidentes con ganas de salir del armario. Puestos a elegir, su top ten lo forman los siguientes platos: bocadillo de galletas Chiquilín con loncha de chorizo y pegote de mahonesa; tazón de leche tibia con pedazos de pan y pellizcos de bacalao en salazón, un desayuno marinero que se ve que algunos viejos lobos de mar siguen tomando; café con leche mañanero caliente con patatas fritas de bolsa sumergidas como los típicos cereales; bocata de leche condensada con turrón y anchoas en salazón; medios melocotones en almíbar rellenos de bonito con mahonesa y, para no seguir con más platos dignos de la guía Michelín (pero por el engorde, no por la calidad), bocata de tortilla de patatas con magdalenas De Jorge lo tiene claro: “Ferrán Adrià al lado de mis televidentes es un aburrido del copón”. Rico, rico.
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