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Retorno

Volvía con el zurrón cruzado sobre el pecho y apoyado en el costado, repleto de útiles. La mano derecha, aferrada al fusil. La izquierda, perdida en batalla. Un par de medallas decoraban su pecho, ya opacas y casi sin sentido. Arrastraba los pies, a lo largo del camino de tierra, hacia la casona cubierta por frondosos árboles perennes.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 25 DE SEPTIEMBRE DE 2010 22:00 h

Le impresionó un instante el silencio, carente de estallidos y disparos, tan solo perturbado de vez en cuando por un gorjeo lejano. La boca como de esparto por no haber ingerido líquido alguno desde que salió del destacamento. Y es que había sido tal su prisa, que no quiso perder un segundo, ni aguardar más. Regresar a casa, eso era todo cuanto anhelaba. Regresar y quedarse al fin, resguardado de la muerte y la maldad que tanto le habían acechado. Apareció ante sí el portón de forja de la parte frontal del jardín.

Hacía casi veinte años que no lo veía, pero la emoción que se lo trajo de nuevo como un recuerdo vívido. Su madre y su padre, ahí parados, agitando las manos en el aire en señal de despedida y llenos de congoja. Él, con apenas doce primaveras, desconocía por aquel entonces su destino, tan solo sabía que sería el tamborilero de la guarnición del General. Ninguna familia pudo eludir el mandato; en época de guerra los hijos varones fueron cedidos, donados, sacrificados, como una reverencia más a la patria que les libraba de sus enemigos. Ni siquiera sus padres, acomodados y de renombre, pudieron evitar la orden. Cada familia, en una entrega ejemplar, hizo lo que debía.

Gerardo empujó el portón y accedió al jardín. El mayordomo arrancaba las malas hierbas y no advirtió su presencia. El soldado soltó el fusil y llamó al timbre, sintió que todas las fuerzas se le desvanecían, había llegado por fin a su hogar.
  • ¿Por quién pregunta? – Un hombre joven, cercano a su edad, abrió la puerta.

  • Soy Gerardo Arganza.

  • ¡Primo! ¡Bienvenido! – Su abrazo olía a perfume francés.
Gerardo accedió a la casa y la encontró espléndida, tan cómoda y elegante que se vio completamente inadecuado. El joven estaba exquisitamente vestido, y sus maneras le embaucaron enseguida.
  • Perdone que se lo pregunte.- Gerardo apenas susurraba.- Pero no recuerdo cuál de mis primos es usted.

  • ¡Por favor Gerardo, tutéame! Soy Hernán... Uno de los pocos primos vivos que te quedan… ya sabes… la guerra ha sido cruenta. Pero toma asiento por favor, le diré al servicio que te traiga algo de beber.
Hernán salió de la sala y Gerardo se quedó embelesado, contemplando la gran lámpara de araña que pendía del techo. No quería sentarse por temor a manchar la fina tapicería, así que se acercó a la chimenea y observó una foto de Hernán, de niño. Solo entonces le reconoció. Le recordaba en aquellas cenas familiares de muchas copas y pavo humeante. Le recordaba corriendo por el jardín con los juguetes de Gerardo, algo envidioso, algo esquivo. El ama de llaves, escandalosamente envejecida, entró en el salón, mostrando su rostro muchos años y muchos kilos después de la última despedida.
  • ¡Señorito! ¡Bienvenido! – Abrió los brazos y le estrechó contra su voluminoso pecho.- ¡Bébase la limonada!
Tomando a Gerardo del brazo, se sentó junto a él en el sofá contiguo y le habló de las una y mil desgracias que habían acontecido en la familia durante su ausencia. Los caídos en batalla, los niños muertos al nacer, los abandonos conyugales.
  • No quiero interrumpirla, doña…

  • Doña Cándida ¡No me digas que te has olvidado!

  • Es cierto, doña Cándida. Perdone, es que hace casi veinte años que…

  • ¿Tanto tiempo? – Las gotas de sudor le corrían por el canalillo generoso. – Bueno, pero dime, dime.

  • Quería ver a...- Gerardo se hallaba intimidado entre los que apenas reconocía como familiares y amigos.

  • ¿A don Belisario? Está arriba, bastante delicado de salud. Doña Bárbara falleció, hace más de un año.- El silencio le hizo un homenaje.

  • ¿Podría verle?
***

El dormitorio olía a eucalipto. Las cortinas gruesas corridas, escondían la luz pletórica de Agosto. Una cama de matrimonio amplia, con dosel, en una de las esquinas, junto a una mesilla repleta de medicamentos. Allí, descansaba una sombra. La voz de Hernán sonó tras Gerardo, acompañada de una palmadita en la espalda:
-Vamos primo, adelante, no te quedes en la puerta. Se alegrará de verte.

Cándida accedió primero y descorrió la cortina del último ventanal. El hombre que dormitaba parecía más muerto que vivo, un títere. Gerardo se sentó en una silla junto a la cama y, tomándolo de la mano, le sonrió:
-¿Quién eres?- La voz del anciano era casi un suspiro.
-Soy Gerardo, padre, tu hijo.
-¡¿Cómo?! – La exclamación de Hernán rompió el silencio reinante.- ¿Hijo? ¡Tú estás loco!

Gerardo, desconcertado, miró a su primo y palideció.
- ¿Qué hijo? – Don Belisario, senil, se perdía en los devenires de su mente.- ¡Dadme agua! ¡La medicina!
- Vamos a hablar afuera.- Espetó Hernán, casi como una orden.

Gerardo le siguió hasta el pasillo, confuso.
-Primo, creo que la guerra te ha trastocado los sentidos. Belisario es mi padre, tú eres su sobrino y, por tanto, mi primo.
-No, pero yo… yo soy Gerardo Arganza Vallejo.

Hernán rió, con grandes carcajadas.
-Fue una idea de madre. Tu madre había fallecido al parirte y tu padre, borracho, estaba desaparecido desde hacía años. Por eso falsificaron tus papeles, para que constases como su hijo y no tener que enviarme a mí. Mi madre te prestó su segundo apellido, te lo cambió para que fueses en mi lugar. Pero tú estabas de acuerdo, Gerardo, dijiste estar muy agradecido y te ofreciste voluntariamente ¿Es que ya no lo recuerdas?
-No… yo creía que… doña Bárbara era mi madre y yo… - Gerardo temblaba.
-¡Que no, primo! ¡No insistas por favor! Esto es una conversación de lunáticos y no quiero que se me crispen los nervios. Has debido vivir situaciones muy difíciles y yo estaré siempre agradecido contigo, pero no voy a tolerar estos delirios. Ve a descansar, date un baño y come bien. Verás cómo mañana tu mente estará mucho más clara.

***

Gerardo ocupó el cuarto de invitados. Una recámara espaciosa y llena de cuadros de escenas griegas, que más parecía un salón que un dormitorio. Una cama individual, dos sofás tapizados en verde agua y varias mesitas, de madera de roble, con sendos jarrones de flores naturales.
-Le traeré ropa del señorito Hernán.- Cándida se mostraba condescendiente. – Tome este batín, ya está la bañera llena de agua caliente, es esa puerta. Bienvenido, señorito.

Gerardo se desnudó con parsimonia, atestada como estaba su mente de recuerdos cruzados y dudas profundas. Su piel se erizó al contacto con el agua humeante, pero enseguida sintió cómo todos sus músculos se relajaban. Sumergido entre espuma, intentó volver atrás en el tiempo. Tratar de entender, o de redescubrir, quién era en realidad. Desde luego, durante aquellos años de lucha, sólo la certeza de unos padres amorosos que esperaban su regreso, le había dado fuerzas para sobreponerse a la destrucción que le rodeaba. ¿Padres amorosos? ¿O tíos sin escrúpulos que le enviaban a morir para salvar a su vástago? Cerró los ojos con fuerza, su madre, no se puede confundir a una madre, un olor, un tacto. Solo aparecía Bárbara en sus evocaciones. Aunque, tal vez, si como decía Hernán, la suya había fallecido al traerle a él al mundo, sólo tenía como referente a una tía afectuosa que vino a ocupar el espacio dejado por su madre. ¿Y su padre? Belisario no le había reconocido ¿Por qué estaba demenciado o porque realmente solo tenía un hijo, Hernán, que siempre había estado a su lado? Cuando se fue tenía doce años, y los vio allí, en el portón, agitando las manos en señal de despedida y acongojados ¿Ese pesar sería fruto de la pena, por perder un hijo, o de la culpa de enviar a un muchachito a enfrentarse con hombres? Hombres armados y sin escrúpulos que bien encañonarían a un simple tamborilero ¿qué más daba? Allí la vida no tenía ningún valor, para nadie.

-Señorito, la cena.- La voz de Cándida siguió al toque de nudillos en la puerta.

La voz de Cándida, la recordaba en sus correrías infantiles. Se vistió como un autómata, con el delicado traje de lino que halló sobre su nueva cama, aún con la mente absorta en el entramado de sus orígenes.
-¿Qué tal primo? ¿Mejor? – Hernán le recibió con una sonrisa tensa, sentado en la cabecera de la larga mesa.- Ven, siéntate a mi lado. ¿Tienes hambre?

Gerardo asintió, pero no dijo palabra. Le intimidaba la presencia de aquel hombre que parecía mucho mejor que él, más estudiado, más correcto, quizás, más amado que él y, por supuesto, con mucha más suerte.
-Primo, solo queda en manos de tres de nosotros el perpetuar el apellido y buen nombre de la familia. Tú, yo y una prima más, Sofía ¿La recuerdas? Vive en el extranjero, tuvo que exiliarse junto a su madre durante el primer periodo de esta guerra interminable. Así que somos los dos hombres jóvenes y fuertes que encararán el nuevo presente de la nación.

A Gerardo le parecía un político, alguien famoso al que escuchar sin entender palabra. Pero asentía, mientras sorbía la sopa, en un despliegue de pésimos modales.
-¿Cubiertos de carne o pescado? – Preguntó Cándida.
-No lo sé, he comido siempre en el barracón.

Hernán y Cándida rieron, pero no era una broma, era una realidad, y Gerardo se sintió aún más abochornado.

***

Los días posteriores, Gerardo se dedicó a conocer el negocio familiar, a visitar las tierras de labranza y las ganaderías, a empaparse de una actividad que nada tenía que ver con el matar, único oficio que él sabía desempeñar.
-La guerra, aunque funesta, ha sido beneficiosa para nuestra familia.- Hernán observaba sus propiedades con las manos en la cintura y el pecho henchido de orgullo.
-¿Beneficiosa?
-Por supuesto, tantos años de lucha han obligado a muchos a vender sus tierras a precios insulsos con tal de tener efectivo, dinero con el que mantener a sus hijos o que mandar a los que tenían en el frente. Y yo, querido primo, he sido el estratega que ha juntado todos esos retazos de desesperados para convertirlos en lo que ves ahora, un gran imperio.
-Yo es que no entiendo mucho de esto y...- Gerardo olvidaba enseguida sus argumentos, Hernán le amedrentaba con su vehemencia.
-¡Yo te enseñaré! Serás mi secretario. Un par de lecciones de contabilidad y un buen cuaderno de cuentas, y te convertirás en una ayuda perfecta. Tendrás un nuevo futuro.
-Gracias, primo.

Gerardo se acostumbró enseguida a agachar la cabeza, a verse como un recogido que se había ganado el beneficio ajeno.

***

- Nunca olvide que usted fue a la guerra, es un héroe. Cuando pasó la comitiva para recoger en cada casa a los muchachos, el señorito Hernán se escondió tres días en el bosquecillo y solo le llevaron a usted. Fue un gran sacrificio.- La cara de Cándida parecía como acongojada, con la mirada perdida en un horizonte pasado.
- Aún así, si no fuera por él, no tendría donde ir ahora. Al fin y al cabo, yo me ofrecí voluntario para sustituirle.- Gerardo se dejaba ayudar a desvestir por ella.
- Tenga la mirada alta, señorito. Usted vale mucho.
- Menos de lo que tu crees, pero gracias de todos modos.
- Buenas noches, señorito.- Cándida le regalaba miradas de lástima.
- Buenas noches.

En las pesadillas de Gerardo, siempre aparecían los rostros de cada una de sus víctimas. También aparecía el General, que le obligaba a beber alcohol y acostarse con prostitutas sudorosas, para hacerse un hombre y no tener miedo. Se reían de él los demás soldados, por ser un niño al que le quedaba el casco grande. Y se siguieron riendo, cada vez por algún motivo diferente, pues no parecía ser digno de admiración alguna.

Sin embargo, aquella noche, en las pesadillas de Gerardo también aparecieron sus juguetes de niño, bajo el árbol de Navidad, y Bárbara entregándole un gran paquete. Apareció Belisario, y resonó su frase inmensa: “Estoy orgulloso de tí, hijo”. Despertó de golpe, impresionado. ¿Había sido solo un sueño o un recuerdo real? Si lo que decían era cierto ¿dónde estaría su verdadero padre? ¿muerto ya por el alcohol o vagando por un país devastado pero sediento de renacer? Trató de volver a dormirse, pero fue imposible. Corrió las cortinas cuando los gorriones le avisaron de que había llegado el amanecer.

***

- Señorito Hernán. Necesito hablar con usted. – Cándida se asomó a la puerta del despacho.
- Adelante. Sé breve.
- Tengo miedo, señorito. ¿Y si el señorito Gerardo se entera de todo?
- ¿Ese pelele? ¿Pero tú has visto cómo ha vuelto de la guerra? ¡Más estúpido de lo que se fue! Igual que su padre, un viejo senil que no recuerda ni su propio apellido. Ya está todo a mi nombre, Cándida, mis abogados se encargaron de eso cuando el viejo aún podía firmar así que, aunque descubriera que él es el hijo legítimo, no podría llevarse nada. Mira estos documentos de identidad – Sacó una carpeta del cajón del escritorio.- ¿Quién dice aquí que soy? A río revuelto, ganancia de pescadores. Está todo solucionado, no hay marcha atrás. Si le tengo aquí, es por pura caridad.
-¡No diga eso, señorito! Todo esto es de él. Yo...
- ¿Tu, qué? ¿A caso no te he dado todo lo que te había prometido? Ten cuidado Cándida, no me vayas a traicionar ahora.

El ama de llaves salió apesadumbrada del despacho. A la mañana siguiente, amaneció muerta. “Un infarto fulminante” dijeron los médicos contratados por Hernán “Seguramente a causa del sobrepeso”. Gerardo lloró mucho, porque ella era uno de los pocos recuerdos que aún seguían vivos y le ayudaban a anclarse al presente, para vislumbrar con un atisbo de esperanza el futuro. Tuvo un funeral y un entierro humildes, como su condición, aunque extrañamente sus herederos aparecieron lujosamente ataviados.

***

De vez en cuando, a Gerardo le gusta dejar volar su imaginación, y soñar despierto con que tuvo una madre que le quiso mucho, y un padre que estaba orgulloso de él. Le gusta suponer que la obligación les pudo y que un trozo de sus corazones se fue con él a la batalla. Es una lástima que las detonaciones, impactos y enfermedades de tantos años le hayan debilitado así, física y moralmente, pero al menos le queda la grandiosa amabilidad de su primo Hernán. Su única familia. El único que le quiere.

Porque a Gerardo le doblegaron ese sentimiento de inferioridad suyo y el desarraigo al que llevan todas las guerras. Y le acabó venciendo la codicia ajena, que logró hacerle creer que no era quien siempre fue, y que nada merecía.
 

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