Han sido descritos tres tipos de cribado genético.
El primero es aquel que se realiza antes del parto, durante el mismo embarazo. Tal cribado prenatal permite detectar en el feto múltiples anomalías genéticas como, por ejemplo, los errores en el cierre del tubo neural que provocan la denominada espina bífida o la anencefalia. En el primer caso la médula espinal y las raíces nerviosas están alteradas y pueden causar parálisis musculares o trastornos de la sensibilidad, mientras que en el segundo no existe cerebro y, por tanto, el bebé no consigue sobrevivir después del parto. Asimismo es posible descubrir mediante este tipo de cribado el famoso síndrome de Down, sobre todo en madres gestantes de edad avanzada. Tal cribado genético es el que se conoce también como “diagnóstico prenatal” y será analizado posteriormente con más detalle.
El segundo tipo de prospección genética es el que se efectúa en todos los recién nacidos. Un ejemplo lo constituye el llamado test de Guthrie que se viene empleando de manera rutinaria desde hace casi 40 años para diagnosticar los bebés que padecen la fenilcetonuria. Ésta es una enfermedad metabólica que le impide al lactante asimilar un aminoácido esencial presente en su dieta alimentaria, la fenilalanina. De forma que esta sustancia se va acumulando lentamente en el organismo hasta que origina un deterioro del sistema nervioso central y, por tanto, una grave deficiencia mental. Guthrie ideó en 1961 una sencilla prueba que, mediante unas pocas gotas de sangre tomadas del talón del bebé, permite diagnosticar la enfermedad y tratarla con sólo proporcionarle una dieta sin fenilalanina. En la actualidad son bastantes los países que aplican el test de Guthrie a todo neonato con resultados excelentes. Otros cribados genéticos como éste se usan también para diagnosticar enfermedades hereditarias como la anemia falciforme, la galactosemia, el hipotiroidismo y muchas otras.
Por último, el tercer tipo de cribado genético es el que se practica sobre personas sanas pero portadoras de los genes defectuosos y que, por tanto, pueden ser transmisoras de la enfermedad. Ellas no la padecen pero sí la pueden pasar a su descendencia. Actualmente es posible diagnosticar numerosas taras genéticas en estos individuos poseedores de genes recesivos. En Estados Unidos se han practicado estos tipos de cribados genéticos en individuos pertenecientes a ciertos grupos de riesgo. Tal es el caso de las ya mencionadas comunidades alemanas de judíos asquenazíes, en relación con la enfermedad de Tay-Sachs. Aunque esta dolencia sólo ataca a un niño entre 36.000, en el caso de estos judíos la proporción de portadores es muy elevada, uno de cada 30.
Cada uno de estos tipos de cribado genético puede plantear diversas cuestiones éticas. Las principales tienen que ver con la respuesta o el comportamiento de la sociedad ante el conocimiento de los resultados. Existen, por desgracia, demasiados precedentes históricos que muestran cómo ciertos portadores de determinadas dolencias hereditarias fueron marginados cuando se les diagnosticó y tuvieron problemas para encontrar trabajo o ser admitidos en lugares públicos. Este es el caso, por ejemplo, de la población negra norteamericana portadora del gen de la anemia falciforme. La imposición del cribado genético dio la impresión, a los miembros de la comunidad afroamericana, que lo que se pretendía era reducir la natalidad entre los negros. ¿Hasta qué punto las autoridades pueden obligar a alguien a un chequeo genético? Incluso en el caso de los portadores de anomalías génicas ¿es lícito imponer medidas tan radicales como la esterilización o el aborto?
El secreto médico es una cualidad que, desde el juramento de Hipócrates, ha venido dignificando a la profesión médica. Es evidente que los facultativos disponen a veces de información privilegiada acerca de sus pacientes, cuya divulgación podría perjudicar gravemente a éstos. De ahí que, en los asuntos relacionados con los chequeos genéticos, deba imponerse siempre la ética de la confidencialidad. El analista médico tiene la obligación de mantener en secreto los resultados de sus prospecciones, excepto sólo en aquellos casos en que tal confidencia pueda causar daños a terceras personas. Cuando existe riesgo de contagio, infección o transmisión, la declaración es entonces forzosa.
La aplicación del cribado genético debiera ser siempre libre y voluntaria, sin ningún tipo de coacción o imposición. El paciente podría ofrecer aquello que se denomina su
consentimiento informado, sólo cuando estuviera realmente de acuerdo con lo que se le va hacer y con sus posibles repercusiones personales y sociales. No obstante, en bioética el principio de autonomía tiene también sus limitaciones. Vivir en una sociedad implica cierta renuncia a determinadas libertades individuales en aras del bien común. De ahí que, en ocasiones, el hecho de someterse a un diagnóstico genético capaz de evitar muchas enfermedades, así como sufrimiento y dolor a otras personas, puede ser una exigencia razonable y hasta una obligación moral. Mediante tales prácticas siempre se habría de buscar ante todo el bien de los seres humanos, del individuo, la familia y la colectividad.
En cuanto al consejo genético que, teniendo en cuenta los elevados costes sociales de determinadas minusvalías, recomienda de manera tajante la interrupción forzosa del embarazo, no parece éticamente admisible. El objetivo de conseguir una humanidad genéticamente sana y sin taras hereditarias de importancia puede ser loable a primera vista, pero encierra en su interior el temible fantasma de la eugenesia.
El peligro de los abusos políticos, sociales y xenófobos se cierne siempre detrás de tales planteamientos. ¿En qué consiste estar sano? ¿qué es lo normal y qué lo anormal? ¿quién debe decidirlo? Los términos “salud”, “sanidad” o “normalidad genética” son susceptibles de transformarse en peligrosos argumentos con los que discriminar a las personas, sobre todo cuando se convierten en soportes para determinadas ideologías políticas.
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