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Thomas Müntzer y Andreas Carlstadt, antítesis radicales de Lutero

Villacañas introduce simultáneamente a estos personajes como parte de un universo común de aplicación de las ideas anabautistas, sin dejar de mencionar los puntos de contacto con Lutero.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 06 DE OCTUBRE DE 2025 20:50 h
Müntzer en un billete de la República Democrática Alemana-RDA.

El fundamento de esta reducción a la unidad hasta eliminar todo resto profano pudo ser la experiencia del Espíritu, como sucede en el caso de Thomas Müntzer, o bien la reverencia ante la Escritura, en cuya lectura prende la experiencia del espíritu y permite identificar un nuevo Israel a la vez político y religioso, como es más claro en el caso de Andreas Carlstadt. En realidad, ambas opciones son una y la misma y la evolución hacia el espiritualismo de Carlstadt, por ejemplo, fue pareja de su biblismo. Se trataba para ellos de la revelación profética, que todavía está abierta a las novedades del Espíritu, o de la Biblia, que contenía por entero la profecía y por eso la excitaba en sus lectores. A la postre, apenas cabe distinguir entre el espíritu que produce revelación nueva, o el lector que interpreta la Biblia con eficacia existencial. La base que ofrece su coherencia a la reforma radical es la creencia en el carácter absoluto de la experiencia del espíritu, que no conoce la mediación del maestro en la fe. (JLV) 1



J.L.V.



Como parte de su amplia exposición de lo que denomina “la reforma intelectual de Lutero”, José Luis Villacañas dedica prácticamente dos capítulos a “las construcciones de la reforma radical” en donde incluye a Thomas Müntzer (1488-1525) y Andreas Carlstadt (1486-1541) como ejemplos de las discontinuidades que produjo el pensamiento y la acción en ambos teólogos y dirigentes que, en algún momento estuvieron relacionados con él.



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En “Lutero: iglesia visible, invisible y comunidad civil” desarrolla las implicaciones que estos y otros dirigentes (llevados por la fuerza de los hechos) extrajeron de las ideas del reformador de Wittenberg para aplicarlas, transformadas y a veces en abierta contradicción con él, en el contexto de las aceleradas transformaciones religiosas y políticas en las que participaron.



Este autor logra enlazar las propuestas doctrinales de Lutero con las acciones radicales de los anabautistas mediante un análisis impecable.



Tal como lo muestra el epígrafe del presente texto, Villacañas introduce simultáneamente a estos personajes pues los ve formando parte de un universo común de aplicación de las ideas ya identificadas como claramente anabautistas, sin dejar de mencionar los puntos de contacto con Lutero, pero siempre con la mira puesta en la forma en que desarrollaron nuevas concepciones y acciones, tanto en el campo religioso como en el político. La importante presencia de la Biblia y del Espíritu, afirma, los acerca y los aleja al mismo tiempo.



 



Müntzer, el “teólogo [apocalíptico] de la revolución”



En la nota biográfica correspondiente a Müntzer, destaca su participación con el grupo de los profetas de Zwickau (1521) y cuando se autoafirmó como nuntius Christi al acercarse a los husitas. Y subraya: “Müntzer usaba la teología de la cruz de Lutero de una manera intensa y radical, y pensaba que el despertar del cristiano era aceptar su cruz” (p. 495, nota 6).



Sus obras reflejan la influencia cristológica de Lutero, pero “su experiencia del espíritu es completamente diferente a la de Lutero, pues implica una radical santificación” (énfasis agregado).



El autor explica así su interés en estos dos teólogos para comprender mejor los alcances y las limitaciones de las reformas radicales:



…fueron los dos teólogos más importantes en relación con el movimiento de los campesinos. Pero también porque de esta manera aprendemos a distinguir entre ese movimiento y los anabaptistas. Cierto que aquellos dos teólogos no creían en el bautismo de los niños, pero no eran por aquel entonces anabaptistas propiamente dichos. Si se asociaron a ese movimiento campesino fue porque su teología del nuevo pacto con Dios era afín con su propia caracterización como Bundesgenossen [aliados] y porque sus reivindicaciones contra el pago de diezmos a señores y obispos, y sus demandas de elegir a sus pastores, correspondían a la reforma radical. Por eso el pacto entre campesinos y reformadores radicales se dio cobre las premisas del espiritualismo (p. 503).



Y, en efecto, el entendimiento de la religiosidad del espíritu que ellos asumieron condicionó incluso su interpretación de la Biblia, puesto que ésta los condujo a una doctrina y una práctica muy diferenciada del profetismo, realidad de la cual Lutero se sintió siempre muy lejos (p. 524, nota 65).



Las implicaciones sociopolíticas de la teología anabautista en marcha comenzaron a aflorar muy pronto y a hacer de estos movimientos un conjunto de verdaderamente inaceptables para los reformadores magisteriales, comenzando con el iniciador de todo en Alemania.



Las redes radicales encontraron puntos de convergencia sobre estrategias y fines: “Su perspectiva fue intensamente comunitaria y apelaba al derecho inmediato de reconstruir la vida humana entera según el Evangelio, tal y como este era entendido proféticamente por la misma comunidad” (p. 497).



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Los radicales olvidaron el “todavía no” de la llegada del reino de Dios y avanzaron hacia el cambio inmediato porque veían a la reforma magisterial como demasiado débil y tibia con “el resto profano y con el perverso”. En este paquete incluían a los gobernantes y a las jerarquías religiosas.



Las reformas radicales intentaron “asaltar el futuro” con una serie de cambios intempestivos que aplicaran la realidad evangélica hasta sus últimas consecuencias y quisieron construir ex novo toda autoridad completa desde la comunidad eclesial autoacreditada a diferencia de las reformas luterana y calvinista que creían “que la autoridad temporal procedía de Dios, lo que quería decir […] que era buena así como estaba, en su facticidad mundana e histórica, y que no necesitaba ser fundada desde los acuerdos de la comunidad eclesial, sino determinar su ey civil desde la ley natural espiritualizada” (p. 498).



Para Müntzer, como antaño sucedió con el papa, “Dios daba a la comunidad el poder de la espada y el poder de remitir pecados” (p. 500). Otros reformadores anabautistas como Balthasar Hubmeier (1480-1528) y Conrad Grebel (1498-1526), a quienes Villacañas otorga un lugar importante, contribuyeron también con ideas doctrinales que fueron dando cuerpo al pensamiento radical.



Especialmente el primero, quien participó en la redacción de los Doce artículos de mayo de 1525. El rasgo apocalíptico de Müntzer se aprecia claramente en su lectura de las Escrituras: “Sin el espíritu no se escucha la Palabra pero la actitud que mueve el espíritu es aspirar a distinguirse como elegido. Eso marca la diferencia y dispone a la recepción especial de la Palabra, a dotarla de un significado personal, único, profético” (p. 506).



Ésta es la marca distintiva de Müntzer: su identificación con la letra del libro de Daniel y la forma en que asumió simbólicamente su figura para aplicar el juicio divino ya en el presente conflictivo y exigente.



 



Carlstadt: más allá del pensamiento y la acción de Lutero



Carlstadt, en cuya biografía destaca que fue profesor en la universidad de Wittenberg entre 1505 y 1522, se fue alineando progresivamente con la reforma radical al romper con Lutero, pues su creencia básica fue que “la gracia es capaz de destruir la entidad de la naturaleza” (p. 496, nota 7), derivada de su idea de la predestinación que implicaba una única elección sin reprobados.



En ausencia de Lutero por estar escondido, Carlstadt tomó decisiones más duras en Wittenberg para luego marcharse y seguir una ruta cada vez más distanciada del reformador: “Fue en Orlamünde donde dejó de bautizar niños y es posible que dejara de realizar la cena, cada vez más apegado a un espiritualismo intenso que reconocía como único sacramento la experiencia interior” (p. 496).



Pero aunque su biblismo lo llevó a una noción radical de justicia como igualdad, no se adhirió al movimiento de Müntzer.



Este último reformador intentó hacer un pacto entre las fuerzas radicales, lo que no aceptó Carlstadt quien afirmó que no habían sido elegidos para desenvainar la espada sino “para defenderse con el arma indestructible de la fe” (p. 514).



Para él, solamente importaba el verdadero pacto con Dios. Villacañas profundiza en Carlstadt en una sección titulada “La religión como esfera absoluta” que demuestra muy bien cómo su apocalipticismo lo llevó a transigir con los poderes temporales, lo cual se ve con extrema claridad en su rechazo total a Los ocho Sermones de Wittenberg Invocavit, de Lutero, “donde la reforma magisterial se promovía como una reforma considerada, que adaptaba el ritmo de sus transformaciones al estado de opinión de la mayoría de los miembros de la comunidad para no dividirla” (p. 515).



Para Carsltadt, en los asuntos de Dios no considerarse a las masas o príncipes para que juzgasen en asambleas o concilios puesto que “la conciencia aquí era el poder absoluto” dado que representaba a la palabra de Dios, “que la ocupa perfectamente con indicaciones prácticas concretas”.



La religión interior, se entiende, entonces, merced al pacto que ha hecho Dios con la comunidad, es “la clave absoluta de la vida” (p. 517): “Experiencia ante todo del singular, para él la religión dotaba a la vida personal de un nuevo centro, pero este no era absoluto, pues no eliminaba las instancias de la naturaleza, de la comunidad, sometidas a una lógica profana, consecuencia del sencillo hecho de que nadie podía asumir el juicio acerca de la diferencia entre reprobados y salvados, entre justificados y santificados”.



Debido a que Calstadt también asumía la simultaneidad de la obra de justificación y santificación como obra del Espíritu, su orientación soteriológica de la vida terrenal lo llevó a apartarse de Müntzer en cuanto a la violencia armada, pero también del sentido eclesial de la reforma luterana.



Poco a poco, este reformador participó en la gestación de una imagen taimada de Lutero en la cual se presentaba a éste “como un hombre sin espíritu, cómodo, entregado a la carne, un doctor lügner, el embustero, el loco arrogante” (p. 519), con lo que intentó desprestigiar a toda la reforma magisterial, pues creía que los mediadores no eran necesarios.



Así lo escribió en su réplica a un texto de Lutero de diciembre de 1524.



Villacañas puntualiza que lo que estaba en juego tanto en Müntzer como en Carlstadt “era el sentido absolutamente vinculante de la Ley sobre el que reposaba la alianza y la constitución de la verdadera iglesia sin resto.



Ahí residía la genealogía de la fe, en el cumplimiento/incumplimiento de la Ley como ley total” (pp. 519-520). Se trataba, así, de proponer criterios para localizar a los elegidos.



Toda la “moderación de Lutero, sus aparentes sensatas enseñanzas, su paulatina santificación, su acreditación lenta en la vida cotidiana, su defensa de la paz de la comunidad que atiende a las necesidades naturales del prójimo, todas ellas contrarias al rigor de una Ley que ya se limitaba al amor” (p. 520), era lo que produjo el desprecio hacia él. No había que ponerse, por tanto, al lado de los señores sino de la voluntad divina desplegada en la comunidad cristiana renovada.



Y Villacañas concluye comparando a Lutero y Müntzer desde la teología personal de cada uno: Müntzer será más mundano y el radical intentaba “proyectar el sentido apocalíptico al presente, algo que implicaba traducir las instancias escatológicas a realidades mundanas” (p. 522, énfasis agregado). “¿Dónde quedaba entonces la espiritualización de la lay natural y civil?”, se pregunta este autor (p. 523).



El pacto de Lutero con la nobleza (“…dejaba a Dios el juicio religioso sobre la autoridad civil”, p. 524), denunciado por Müntzer, era lo que postergaba el juicio final, nada menos.



“Para Müntzer, el argumento de Lutero le parecía una táctica perversa de postergación, un defecto de su conciencia apocalíptica. Sencillamente le parecía que Lutero ya estaba jugando del lado de Kathéchon de los poderes temporales, y por tanto no hacía sino ganar tiempo” (p. 525).



La impaciencia e intransigencia de los radicales los llevó a alcanzar un estatus no solamente de intratables, sino también de inclasificables según la nomenclatura cristiana con que se contaba, aun cuando reciclaban muchos impulsos medievales llevados también por la ansiedad escatológica.



Al observar que los poderes temporales seguían ahí, y al comprobar que sus ímpetus renovadores no se cumplieron como esperaban, los movimientos anabautistas progresivamente evolucionaron hacia otras formas de comprensión de la naturaleza de la iglesia, del Estado, de la espiritualidad y del lugar de la fe cristiana en el mundo.



Pero Villacañas no quita el dedo del renglón y aumenta más páginas para la discusión de aquello que se impuso con la fuerza fáctica de la realidad ingobernable: la diferencia entre iglesia visible e invisible y sus relaciones con la comunidad civil en los albores de la constelación moderna, su más amplio objeto de estudio.



1.  José Luis Villacañas, “Las construcciones de la Reforma radical”, en Imperio, Reforma y Modernidad. Vol. I. La revolución intelectual de Lutero. Madrid, Guillermo Escolar Editor, 2017, pp. 494-497.



 



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