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Don Quijote con fondo bíblico: Roque Guinart y otras tres historias

El Cantar de los Cantares dice que los celos son duros como el sepulcro, “sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama”. (Cantares 8: 6).

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 18 DE SEPTIEMBRE DE 2025 18:57 h
Foto de [link]Marek Studzinski[/link] en Unsplash

El capítulo LX en la segunda parte del Quijote trata del encuentro que el Caballero de los Leones tuvo con Roque Guinart, de 34 años, capitán de bandoleros, y otras tres historias: El altercado entre Don Quijote y Sancho, la aparición de Claudia Jerónima y dos capitanes de infantería que se dirigían con otras personas a Nápoles.



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Dormía Sancho plácidamente bajo unos árboles cuando Don Quijote, a quien desvelaban sus imaginaciones, le interrumpí el sueño para decirle que en aquella soledad pensaba darle dos mil azotes de los que quedaban pendientes para el desencanto de Dulcinea. Protesta Sancho, insiste Don Quijote, y sucede lo que no se cuenta en ningún otro lugar de la novela: Sancho se pone en pie y arrebata contra su amo, abrazado a él a brazo partido y echándole una zancadilla dio con él en el suelo boca arriba. Asombrado y dolorido se queja el Caballero. “Cómo, traidor? ¿Contra tu amo quien te da su pan te atreves?”.



Sancho responde que lo único que pretende es ayudarse a sí mismo y hace prometer a Don Quijote que se quedaría quieto y no tratara de azotarlo “por ahora”.



Arrimándose a otros árboles descubrieron a algunos forajidos y bandoleros colgados de ellos, lo que dio a entender a Don Quijote que estaban cerca de Barcelona. Sin esperarlo, de pronto se vieron rodeados por cuarenta bandoleros vivos; les ordenaron que se quedaran quietos hasta que llegase su capitán. Uno de ellos se acercó al rucio de Sancho y se llevó todo lo que le pareció de algún valor escondido en las alforjas y en la maleta, incluidos los escudos que sacaron de su pueblo y los que les dio el duque.



Llegó el capitán de los bandoleros, Roque Guinart, robusto, más que de mediana proporción, moreno, de mirada grave. Montaba un poderoso caballo, iba escoltado por cuatro pistoleros. Enterado de que Sancho había sido despojado por uno de su tropa, ordenó que inmediatamente le fuera devuelto todo, incluidos los escudos robados. Luego admírole “ver la lanza arrimada al árbol, el escudo en el suelo, y a Don Quijote pensativo, con triste y melancólica figura. Se acercó a él y le dijo: No estéis tan triste, buen hombre; porque no habéis caído en las manos de Busiris, rey egipcio que mataba a los extranjeros que le visitaban para ofrecerlos en sacrificio a los dioses, sino en los de Roque Guinart, que tienen más de compasivos que de rigurosos”.



Deduciendo que la enfermedad de Don Quijote tocaba más en locura que en valentía, se acercó a él de nuevo: “Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna esta en que os hallais; que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida suerte se enderezase”.



Ya iba a dar las gracias Don Quijote cuando se inicia la tercera historia en este capítulo, después del altercado con Sancho y el encuentro con Roque Guinart.



Ambos sintieron a sus espaldas un ruido de tropel de caballos, cuando en realidad era uno solo, montado por una bella joven de veinte años, quien se dijo llamar Claudia Jerónima. Acudía en busca de Roque para contarle sus desdichas. Estaba de novia de Vicente Tarrellas, quien le había prometido matrimonio. El día anterior tuvo noticias de que se casaba con otra. Alocada por los celos acudió armada en busca de Vicente. Le disparó un tiro de escopeta más dos de pistola, “abriéndole puertas por donde envuelta en su sangre saliese mi honra”. Buscaba a Roque para que la pasara a Francia, donde tenía parientes.



“Ven señora, respondió Roque, admirado de la gallardía de la hermosa Claudia; vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo que más te importase”.



Don Quijote, que estaba escuchando atentamente, intervino y dijo: “No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora; que lo tomo yo a mi cargo; denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yo iré a buscar a ese caballero y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabra prometida a tanta belleza”. Así habló el defensor de doncellas, Don Quijote de la Mancha.



Acudieron los tres guiados por Claudia. Descubrieron gente y entendieron ser criados de don Vicente a quien o muerto o vivo, llevaban para curarle o para enterrarle. Roque y Claudia se allegaron a don Vicente, a quien todavía le quedaba un hilo de vida. Al ver a Claudia “abrió los casi cerrados ojos y le dijo: “Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto, pena no merecida ni debida a mis deseos”. Preguntóle Claudia: “Luego ¿no verdad que ibas esta mañana a desposarte con Leonora, la hija del rico Balvastro? No por cierto, respondió don Vicente; mi mala fortuna te debió de llevar estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida”.



Desesperada, Claudia se culpa de la tragedia a si misma: “¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducía a quien os da acogida en su pecho!”.



Roque Guinart ordenó que se llevasen el cuerpo sin vida al lugar de sus padres y Claudia determinó ingresar en un convento donde una tía suya era abadesa.



La cuarta historia de este capítulo principia cuando uno de los centinelas apostados por aquel lugar advierte a Roque: “Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran tropel de gente”. Roque quiere saber si son de los que les buscan o de los que buscan ellos. El centinela responde que son de los que ellos buscan.



Los escuderos de la Presa llevan ante Roque dos caballeros de a caballo, dos peregrinos a pie y un coche de mujeres con hasta seis criados. Los caballeros declaran que eran capitanes de infantería española; iban a Barcelona para embarcar rumbo a Nápoles. La mujer principal era esposa del regente de la vicaría, de Nápoles y a quien acompañaban una hija pequeña, una doncella, una dueña y seis criados.



El total del dinero que llevaba la comitiva ascendía a novecientos escudos y sesenta reales. Se entristecieron los capitanes, pensando que serían despojados de todo el caudal, pero Roque Guinart pidió que le dieran sólo ciento sesenta escudos. Escribe Cervantes: “Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad…. La señora regenta se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él no lo consintió de ninguna manera”.



El famoso literato y periodista italiano Gaspeare Gozzi, fundador del periódico L’Osservatore, escribió en el mismo que “los celos son una ceguera que arruina los corazones, signo de locura y malestar”. Llevada de esta locura ciega, Claudia Jerónima asesinó al hombre que supuestamente amaba. Así lo reconoce cuando clama: “¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís!”.



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El cuarto libro de la Biblia, Números, contiene en el capítulo cinco una extraña ley sobre los celos que apenas se menciona en épocas posteriores en la historia israelita.



El Cantar de los Cantares dice que los celos son duros como el sepulcro, “sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama”. (Cantares 8: 6). Otro libro escrito por el mismo autor de Cantares, Salomón, añade: “los celos son el furor del hombre”. (Proverbios 6: 34). El Nuevo Testamento abunda en el tema. Pablo dice a los miembros de la Iglesia en Corinto que los celos son consecuencia de su carnalidad. (1ª Corintios 3: 3). Con el mismo pensamiento se dirige a los miembros de la Iglesia en Galacia, a quienes dice que las obras de la carne, la misma carnalidad que identificaba a los corintios, son las que provocan enemistades, pleitos y celos. (Gálatas 5: 20). Casi terminadas las páginas del Nuevo Testamento, el apóstol Santiago advierte a sus lectores contra los “celos amargos y contenciosos” hay “contención, perturbación y toda obra perversa”.



En Otelo, el moro de Venecia, uno de sus mejores dramas, Shakespeare define los celos como “el monstruo de los ojos verdes”.


 

 


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