Calvino fue muy criticado por el ala anabautista de la Reforma debido a que negoció con los poderes de su tiempo a fin de consolidar su labor eclesiástica y teológica.
No se debe entender la división entre jurisdicción espiritual y temporal como una estricta separación que quisiera que la Iglesia se ocupe del cielo y el Estado de la tierra. El Evangelio también tiene la vocación de decir cómo vivir aquí en la tierra, y la Iglesia siempre se involucra en asuntos políticos, en mayor o en menor medida.1
F. Dermange, La ética de Calvino
El último capítulo del libro de François Dermange aborda las concepciones políticas de Juan Calvino y está dividido en tres partes bien definidas: (Del conocimiento a la disciplina eclesiástica, El deber del príncipe reformado, ¿Quién es el enemigo público: el ateo o el hereje?) y al final, como en cada capítulo anterior: ¿Qué retener de la posición de Calvino sobre la política? Sabido es que muchos autores han recurrido al reformador francés para justificar, ya sea el autoritarismo, o, el eventual surgimiento de la democracia, sobre lo que se han escrito miles de páginas. Pero lo cierto es que, por la época en que vivió, Calvino se cargó definitivamente más hacia la perspectiva antigua de la práctica de la política y el gobierno. Criticado por ser una especie de “reformador aristocrático” diversos estudios lo presentan como alguien que se encargó de contribuir a preservar los privilegios de las clases dominantes, o, en su defecto, de apoyar los de la burguesía que estaba por dominar todo el panorama sociopolítico y económico. Un ejemplo de este último análisis es el extenso ensayo “La función social del calvinismo”, de Leo Kofler, recogido en Contribución a la historia de la sociedad burguesa (1966; 1974). Entre lo más reciente, será muy interesante leer, en los próximos días, el primer capítulo de la obra Calvin for the World. The Enduring Relevance of His Political, Social, and Economic Theology (Calvino para el mundo. La perdurable relevancia de su teología política, social y económica), de Rubén Rosario Rodríguez, profesor de la Universidad de San Luis (Missouri), “Calvin’s Theology of Public Life” (La teología calviniana de la vida pública). Ante los desafíos de la llamada “teología pública”, obras como ésta vienen a cubrir espacios muy necesarios de reflexión y análisis.
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Dermange inicia el capítulo recordando que la teología protestante, en cuanto al ámbito de lo político, se ha basado en la separación de los “dos reinos”, tal como lo afirmó Lutero en su momento. Calvino lo suscribió completamente al separar “desde la primera edición de la Institución de la Religión Cristiana en 1536, las ‘cosas celestiales’ de las ‘cosas terrenales’”:
Debemos hacer una distinción: que la inteligencia de las cosas terrenales es distinta de las cosas celestiales. Llamo cosas terrenales las que no tocan a Dios, ni a su reino, ni a la verdadera justicia e inmortalidad de la vida eterna, sino hablo de aquellas que están unidas a la vida presente y que están encerradas en sus límites. Por cosas celestiales me refiero al puro conocimiento de Dios, la regla y la razón de la verdadera justicia y los misterios del reino celestial. Bajo la primera especie están contenidas la doctrina política, la manera de bien gobernar su casa, las artes mecánicas (técnica), la filosofía, y todas las disciplinas que se llaman liberales. La segunda se refiere al conocimiento de Dios y de su voluntad, y a la regla de conformar nuestra vida a ella (II, II, 13) (pp. 223-224).
Por un lado, están las cosas terrenales, y por el otro, las que tienen que ver con el “conocimiento de Dios y de su voluntad”: “El reformador no cesa de repetirlo: ‘hay una gran diferencia entre la policía o el orden externo y el gobierno espiritual’ [Com. NT, t. 1, p. 489, sobre Mt 19,8. 8]. Los dos reinos son dos maneras de leer el mundo, compartido entre ‘la vida humana y civil’ [Inst. II, II, 24] y un reino espiritual” (p. 224, énfasis agregado). Ciertamente, ambos aspectos son complementarios, pero la pregunta obligada, para este tema, es: “¿¿qué pasa en el plano político? En principio, también sin rivalidad, Dios pretende, a través de la jurisdicción civil, ‘inducir a su pueblo a la honestidad y al buen orden entre los unos y los otros’ [Serm. Dt, CO, t. 27, col. 544-545, sobre Dt 19]; pero, en el otro reino, el espiritual, “no solo nos ordena que nos abstengamos de todo mal, sino que quiere que nuestras almas sean plenamente reguladas por su voluntad” [Ídem] (p. 225).
Calvino, al igual que otros reformadores “magisteriales”, fue muy criticado por el ala anabautista de la Reforma debido a que negoció con los poderes de su tiempo a fin de consolidar su labor eclesiástica y teológica. Los grupos religiosos más radicales de su época intentaron romper con los gobiernos de las ciudades-Estado en su afán por establecer una nueva manera de obedecer al Evangelio, más allá de las imposiciones políticas dominadas por los intereses de las clases nobles. En esa línea de pensamiento, Dermange revisa la forma en que Calvino aprendió a relacionarse con los gobiernos locales sobre todo después de la definición del principio cuius regio eius religió, consistente que la confesión religiosa de los súbditos debía coincidir con la de su príncipe. De ahí brotó la interrogante: ¿cuál debe ser entonces la actitud de un príncipe hacia “su” Iglesia?: ¿el control, la protección o la indiferencia?
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El reformador de Ginebra debió enfrentar el problema en esa ciudad desde su primera estadía, entre 1536 y 1538, pues los asuntos eclesiales aún seguían formando parte de la esfera de actuación de los gobernantes. Al no estar de acuerdo con eso, Calvino salió al exilio en Estrasburgo, en donde trabajó al lado de Martín Bucero. Su postura al respecto se conoce muy bien gracias a que editó las actas de Coloquio que tuvo lugar en Ratisbona en 1541 y en el cual formó parte de la delegación de Estrasburgo. El resumen de Dermange la explica muy bien:
El reformador comienza por cuestionar que el emperador puede ser el árbitro de los diferendos confesionales, porque si no es guiado por la parcialidad, buscará ciertamente mantener la unidad del imperio mediante la concordia y la paz. Sin embargo, la búsqueda prudente de “una buena unidad”, loable en lo que se refiere a los asuntos de este mundo, se vuelve “perniciosa” cuando pretende resolver diferendos religiosos. Ni la sabiduría humana, ni el cálculo político, son necesarios aquí; solo importa la verdad en la causa de Dios. […]
Calvino comparte visiblemente la posición de Bucero: no cuestionar la autonomía del Estado si se limita a su propio campo y asegurar, al contrario, la independencia de la Iglesia: “Se debe tener cuidado de asegurar que el poder político no sea confundido con el ministerio eclesiástico o que la potencia espiritual del ministerio, la que debe mantener a los cristianos en obediencia, no se vea disminuida en nada” [Les actes de la journée imperiale, tenue en la cité de Reguespourg, Autrement dicte Ratispone, l’an mil cinq cens quarante et un, sur les differens qui sont aujourdhuy en la Religion. [Ginebra], Jean Girard, 1541. CO, t. 5, col. 509-684, col. 644.] (p. 226).
Debido a la distinción entre los dos reinos, “‘toda alma hoy debe estar sujeta en bien a las potencias superiores, las que tienen la espada’, pero, por otra parte, ‘aquellos que están para mantener la disciplina cristiana, la deben ejercer sobre todos aquellos que quieren ser discípulos de Jesucristo, cualquier alteza mundana que ellos sean’” [Ibid., col. 645] (p. 226). Evidentemente, la situación de Calvino era muy diferente a la que vendría después, sobre todo porque todos los gobernantes eran considerados como cristianos, lo que hace una gran diferencia con la actualidad. Es ahí donde aparece la referencia a los anabautistas, pues en contraste con ellos,
que querían reformar lo político en nombre del Evangelio, Calvino aboga por la sumisión [Inst. II, VIII, 4,6]. Ciertamente, “ningún gobierno puede correctamente establecerse en este mundo si no está dirigido por Dios y por su espíritu que precede” [Com. Ps, t. 2, p. 26; sobre el Sal 72]; pero para ello basta con que “los superiores tengan cuidado y se preocupen para gobernar a su pueblo, que conserven la paz en todas partes, que defiendan a los buenos, que castiguen a los malos y que gobiernen como teniendo que dar cuenta de su oficio a Dios, juez soberano” [Inst. II, VIII, 46]. Para hacer la buena parte de las cosas entre los buenos y los malos gobiernos, la ley moral es suficiente [Inst. II, VIII, 12.]; incluso si Calvino la puede resumir a veces en “piedad” [Inst. II, VII, 6] y “caridad” [Inst. IV, XX, 15], como hemos visto que estos términos no son necesariamente cristianos. La religión civil ya es una forma de piedad y la equidad de la Regla de Oro también es una forma de caridad (pp. 227-228).
Calvino enfrentaría de manera álgida la intromisión de algunas familias dominantes en Ginebra en la vida de la iglesia (y a los llamados libertinos) al negarles el sacramento de la eucaristía, pues se empeñaban en cuestionar algunas decisiones suyas y en hacer prevalecer sus privilegios por encima de los criterios teológicos y espirituales de los pastores reformados. La política se atravesó crudamente en su labor pastoral para hacerle ver la necesidad de conseguir verdadera independencia y autonomía para la iglesia, que era lo mismo que invocaban los grupos radicales.
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Todo esto es parte de la introducción al amplísimo tema de la política que Dermange desarrolla pacientemente para dilucidar de qué manera hoy sería posible aprovechar las ideas calvinianas en medio de un ambiente que, al menos en algunos espacios de América Latina, las asocia y, sobre todo, las de los calvinistas posteriores como Guillaume Groen van Prinsterer y Abraham Kuyper, con visiones contrarias al cambio social, asociándolas con las tendencias más conservadoras. Los promotores de esos autores, seducidos por lo acontecido en los Países Bajos y en el ámbito de herencia neerlandesa en Estados Unidos, suponen que es la única versión atendible del legado de Calvino en el área política, tan demandante como lo ha sido, hoy y siempre. Las obsesiones neoapologéticas que los dominan, empeñadas en aplicar algunos conceptos derivados de esa corriente llamada “reformacional”, les impiden ver la pluralidad de perspectivas que existe al respecto de un tema tan vasto y que, al menos, en esta región del mundo sigue siendo tan incomprendida y hasta tergiversada de raíz. Bien harían en asomarse a esta obra para comprender mejor los orígenes y desarrollos del pensamiento sociopolítico reformado.
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1 François Dermange, La ética de Calvino. Trad. de Luis Vázquez Buenfil. México, Comunión Mundial de Iglesias Reformadas-Comunión Mexicana de Iglesias Reformadas y Presbiterianas-Universidad de Ginebra-Labor et Fides-Casa Unida de Publicaciones, 2023, p. 225.
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