Al alcanzar las bondades elementales de la lectura hogareña, guiado por las artes incisivas de doña Velia Ortiz, el mundo eclesiástico cambió paulatinamente para volverse un paraíso.
…los contenidos de la memoria se transforman, pues el nuevo horizonte los hará aparecer a otra luz. Lo recordado establecerá nuevas relaciones, las cuales, por su parte, influirán en la orientación de la espera despertada por los correlatos de la secuencia de los enunciados. De este modo, en el proceso de lectura se mezclan sin cesar las esperas modificadas y los recuerdos transformados.
Wolfgang Iser, El proceso de lectura
Estar desde la más tierna infancia en un templo no católico puede ser la mejor de las experiencias o la peor, según se vea. Acogido semanalmente por un edificio colonial, Santa Catalina de Sena, exconvento de monjas para mayores señas, a escasas calles del Palacio Nacional, transformado en un espacio protestante (El Divino Salvador) por obra y gracia de la presidencia de Abelardo L. Rodríguez en 1934, que sustituyó el templo anterior, fue una experiencia que, durante los más de 20 años vividos allí, no se puede borrar con nada ni por nada. Sentir la cercanía de esas puertas monumentales (exactamente enfrente de la Secretaría de Educación Pública), no apreciar más que intuitivamente las dimensiones de esa cúpula octagonal omnipresente, no extrañar los retablos perdidos cuyo lugar ocupaban las “mantas escatológicas” (como adjetivó un visitante católico indignado) de los textos bíblicos sustitutos, percibir la entrada de la luz que se detenía precisamente en el púlpito a la hora de la predicación, momento por demás esperado, disfrutar la vista de la nave desde el lugar del coro. (Mucho tiempo tuvo que pasar para poder apreciar las grandezas estéticas de esa arquitectura prodigiosa: Cf. Francisco de la Maza, Arquitectura de los coros de monjas en México, 1956; La ciudad de México en el siglo XVII, 1985.) Todo ello acompañó durante largos lustros la familiaridad litúrgica centrada en lo que dictaba la ortodoxia presbiteriana más rancia, solemne y tradicional, porque no en balde fue el centro de operaciones de don Arcadio Morales (1850-1922) y don Eleazar Z. Pérez (1889-1968), suegro y yerno, baluartes indiscutibles del protestantismo nacional, a quienes luego se dedicaron algunos desvelos. Recordar al segundo, remotamente, en sus últimos tiempos, como entre brumas, es un fino ejercicio de mnemotecnia religiosa.
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En los 4 o 5 años, la sed, el cansancio y el aburrimiento fueron mayúsculos, sobre todo por la resistencia materna a incorporar al hijo al grupo correspondiente, plagado de participantes altivos y engreídos, practicantes fieles del bullying eclesial nunca denunciado. Al alcanzar las bondades elementales de la lectura hogareña, guiado por las artes incisivas de doña Velia Ortiz, el mundo eclesiástico cambió paulatinamente para volverse un paraíso: descubrir, en plenos actos de culto el libro de Daniel, fue acercarse, de un solo golpe, a las maravillas imaginativas de ese texto apocalíptico y así pasar las horas en otro tiempo interminables. ¿De qué trataba ese libro si hubieran preguntado inquisitorialmente los formadores del momento? No hubiera podido responder, pero sí hubiera dicho, de superar la timidez y la intimidación, que era fabuloso lo que contaba en medio de la persecución y el odio babilónicos. Porque, obviamente, las simpatías estaban del lado de los buenos judíos, pero el acompañamiento mental de semejantes historias llenaba esa mirada infantil de letras pintadas en la pared por una mano mágica, aunque sin comprender los enigmáticos juegos de palabras del idioma original; la asociación visual se debió al bello libro de estampas que devorábamos en casa. La memorización de textos era una ley inquebrantable y rígida administrada con una disciplina de hierro típicamente evangélica.
Más adelante, vendrían los días en que la insistencia materna por llenar libretas enteras con los resúmenes de prédicas de todo tipo produjo una agilidad receptiva que se agradece enormemente; había que mantener la velocidad escritural para llevar el ritmo de los expositores, sin tomar en cuenta sus tendencias y orientaciones. Cincuenta años después, aún están ahí los títulos y énfasis de ciertas reflexiones, con nombre y apellido... Leer y escribir en esas condiciones fue una escuela sumamente gozosa, a fin de cuentas, paralela a la educación formal en las aulas públicas adonde se vivieron otras andanzas y peripecias.
[photo_footer]Templo de la Iglesia Nacional Presbiteriana El Divino Salvador.[/photo_footer]
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Tengo 16 años y cumplo un extraño y continuo ritual, entre escolar y lúdico, que consiste en presentarme ante las puertas de la Biblioteca Nacional (antiguo templo de San Agustín, Isabel la Católica y Uruguay) para ingresar y leer algunas páginas sobre las tareas sombrías de la Vocacional. Sí, de la Vocacional 6, en la que algún profesor solicitaba ampliar ciertos temas inexplorados por la conciencia imberbe de los adolescentes a su cargo. He descubierto ese lugar hace algunos meses, en el Centro Histórico de la capital, sin saber que al hacerlo me uno a una costumbre ancestral (al menos medieval) en la que el acceso a la cultura, siendo privilegio de unos cuantos, me permite acceder a un espacio poco iluminado, pero asombroso en su contexto completo. Es una zona que conozco muy bien gracias a mis padres, devotos fieles del barrio en donde vivieron varios años, a pocas calles de este lugar. El contacto con esos edificios coloniales no era nada extraño. Cada vez que voy, me topo de frente con una estatua del profeta Isaías, un personaje sumamente familiar desde mi más temprana infancia. Aún no valoro lo suficiente esas largas horas o minutos en los que me sumé a la fila de la entrada para ocupar un lugar iluminado individual y monacalmente, y así enfrentarme a las páginas de un volumen que aumentaría algún conocimiento biológico o químico para luego quedar en los estantes del olvido. Tenía la gran ventaja de que el autobús de regreso hacía parada exactamente en la esquina de la Biblioteca.
[photo_footer]Antiguo edificio de la Biblioteca Nacional.[/photo_footer]
El placer de estar allí me ganaría poco a poco, aunque lo mejor hubiera sido una lectura literaria, que nunca hice, lamentablemente. Después, en esos mismos días, vendrían las escapadas al cine, lejos del estricto control materno. Luego ese lugar cerraría para trasladarse hasta el extremo sur de la ciudad, en un espacio tan amplio, abierto y lejano que solo tendría más cerca en los tiempos de las clases en la Facultad, tan añorados cómo volátiles, pero siempre gozosos. Allí transcribiría, febrilmente, Ruina de la infame Babilonia (1953), brillante poema de Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009), citado en varios lugares, pero disfrutado al fin en ese magnífico lugar.
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El culpable de todo fue un libro abandonado en una banca de la Vocacional 6. En el último año que pasé allí (1979), lo encontré, un tanto ajado y con manchas de grasa, dejado ahí por otro estudiante tan despistado como yo, pero que pudo hacer el gasto. Taller de lectura y redacción, del poeta Leopoldo Ayala (1939-2018), que quizá debió hacernos leer la profesora en su momento y no lo hizo. Seguramente tuvo sus razones. Poco más de un año después, llevado por el misterioso e impensable azar, y ya lejos de esos espacios tan recreativos y añorados, me acerqué a él para no soltarlo durante varias semanas. Dice el lugar común que hay lecturas que cambian la vida: nada más exacto en este caso, pues lo sucedido fue una auténtica epifanía, con todo y que Ayala no se caracterizaba por ser un gran divulgador, pero a mí me atrapó y me sedujo sin remedio, para siempre. No volvería a ser el mismo luego de conocer los versos de Ernesto Cardenal (especialmente el Salmo 5) y Pablo Neruda (de quien recordaba el poema 15, gracias a la maestra Carmen Gallegos en la secundaria, que no comprendí bien, pero que me parecía deslumbrante), los fragmentos de Juan José Arreola, Rulfo y Julio Cortázar, además de algunas alusiones a García Márquez y Octavio Paz. Creo que no fue casualidad que sólo fueran autores latinoamericanos los que me abrieron la puerta de la lectura frenética y el amor apasionado por la literatura.
En 1981, un día glorioso de agosto en el Centro Histórico fue testigo de la compra apresurada de los libros citados gracias a la beca que cayó del cielo. Así llegaron a mis manos Rayuela, Cien años de soledad, Veinte poemas de amor... y Pedro Páramo, ¡en menos de una hora! Lo que vino después fue un festín que transformó incluso mis visitas al pueblo paterno/materno en verdaderos paraísos de aislamiento para devorar la prosa recién descubierta. En uno de esos viajes, el bombardeo jazzístico de Cortázar no me abandonó ni un minuto. No tardaría mucho en acercarme a Vargas Llosa, a quien me bebí sobre todo en los transportes públicos. Ese mismo año sobrevendría la marea poética al comenzar a escribir como enajenado...
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