Sancho hizo lo más y mejor que pudo por los habitantes de la ínsula Barataria, igual que lo hizo Jesús por los habitantes de Jerusalén.
Dice Cide Hamete: “Pensar que en esta vida las cosas dellas han de durar siempre en un estado, es pensar en lo escusado”.
Comienza y termina la supuesta guerra que el duque había comunicado a Sancho. Los habitantes de la ínsula ganaron la partida y proclamaron la victoria. Hasta aquellos que conocían el juego consideraron que la burla promovida por el duque esta vez había ido demasiado lejos. Del trajín de uno para otro lugar Sancho se quejaba de tener los huesos molidos. Al amanecer el día abandona la cama y sepultado en silencio comienza a vestirse. Todos le miraban y esperaban en qué había de parar la prisa con que se vestía. Entonces tiene lugar uno de los episodios más triste y más enternecedores de la novela. Llegándose al rucio lo abraza, le da un beso de paz en la frente, y con lágrimas en los ojos dice al animal:
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“Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias; cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos”.
Enalbardado el rucio se dirige al mayordomo, al secretario, al maestresala y al doctor Pedro Recio, que se hallaban presentes, y les dirige este largo discurso:
“Abrid camino, señores míos y dejad volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mi de arar y cavar, poder y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincia ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma; quiero decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mi una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la misericordia de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de muchas cebollinas. Vuestras mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me hallo; ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno, y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a bizmar (curar con emplastos), que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mi”.
Hubo varias reacciones al discurso de Sancho. El doctor Recio pidió que no se fuera. Le daría una bebida para los dolores de espalda y prometió dejarle comer abundantemente de todo aquello que quisiera.
Por su parte, el mayordomo añadió que le pesaría su marcha, “que su ingenio y su cristiano proceder obligan a desearle”.
Contesta Sancho que va a entrevistarse con el duque y “a él se le dará de molde; cuanto más que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que ha gobernado como un ángel”.
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Interviene de nuevo el doctor Recio y dice: “Soy de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de verle”.
Cuenta Cide Hamete: “Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primera compañía y todo aquello que quisiere para el regalo de su persona y para la comodidad de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él; que pues el camino era tan corto, que no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazándole todos, y él, llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de su determinación tan resuelta y tan discreta”.
Así terminó el gobierno de Sancho en la ínsula Barataria.
Escribe Unamuno: “Al dejar ese gobierno por el que tanto tiempo suspiraste Sancho, y que te parecía ser la razón y el fin de todos los andantes trabajos, al dejarlo y volverte a tu amo, llegas al meollo de ti mismo y puedes hombrearte con Don Quijote y decir como él: yo sé quién soy”.
Durante su gobierno Sancho hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que examinase si lo eran. Promulgó leyes bienhechoras y sensatas que hasta hoy se guardan en aquél lugar, y que se nombran como las constituciones del gran Sancho.
Con todo, los depravados anfitriones, obedeciendo los gustos mal gusto del duque, so querer protegerlo de sus supuestos enemigos embuten el cuerpo del gobernador entre dos tablones, a modo de armadura, para que sin percatarse de quien lo hacía, lo vapulearon a gusto, aporreando los tablones y saltando sobre él hasta dejarlo baldado a golpes. ¡Canallas!
Dice Cervantes que Sancho salió molido de la ínsula a la que había entregado su corazón y donde había gastado sus energías.
En la Biblia, dice el profeta Isaías que Cristo fue molido por su propio pueblo. Judíos religiosos decidieron su muerte.
En realidad, desde niño estuvo sentenciado a muerte por orden de Herodes. (Mateo 2: 3-16). El rey no renunció a su idea; 32 años tenía Jesús cuando de nuevo intentó matarle, pero tenía miedo a la reacción del pueblo (Mateo 14: 5). Compañeros de la infancia con los que se había criado Jesús, a quienes predica al principio de su ministerio en la ciudad de Nazaret, después de haber oído sus palabras, le echaron fuera de la ciudad y le llevaron hasta la cumbre de un monte para despeñarle (Lucas 4: 2-29). Por haber curado a un paralítico en día de reposo, esto es, en sábado, “los judíos perseguían a Jesús y procuraban matarle” (Juan 5: 16).
Sancho hizo lo más y mejor que pudo por los habitantes de la ínsula Barataria, igual que lo hizo Jesús por los habitantes de Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalen, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 24: 37). En Jerusalén es sometido a juicio ante uno de los grandes sacerdotes del judaísmo, Caifás, y después de unas deliberaciones amañadas, sentenciaron: “Es reo de muerte”. (Mateo 26: 66).
La sentencia se cumplió tras varios intentos de Pilato por liberarle. Ante la oposición de los dirigentes judíos, Pilato ordenó azotar a Jesús y “le entregó para ser crucificado” (Mateo 27: 26). En el valiente discurso que el apóstol Pedro pronuncia en el Pórtico de Salomón después de la resurrección y ascensión de Cristo, lanza contra los judíos esta acusación. “Vosotros matasteis al Autor de la vida” (Hechos 3: 15).
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