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Andanzas y lecciones de Don Quijote (10): las bodas de Camacho

El escritor ruso Turquénef, comentarista del Quijote, llama quijotescos a los hombres que a todo se arriesgan por amor, fracasen o triunfen.

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 23 DE DICIEMBRE DE 2021 17:00 h
Foto de [link]Paul Gilmore[/link] en Unsplash.

El jesuita y escritor del siglo XVI, Juan de Torres, pensando en el amor, escribió esta frase: “Los grandes amores suelen dar lugar a grandes engaños”.



Esto fue, exactamente, lo que según Cervantes ocurrió en las bodas de Camacho, cuya historia se cuenta en los capítulos XX y XXI, segunda parte del Quijote.



Camacho era el hombre más rico de toda aquella tierra. Estaba enamorado de la hermosa Quiteria, cuyo linaje aventajaba al de Camacho. Los padres de ambos prepararon la boda, en la que volcaron su riqueza con intención de que fuera la nunca vista por aquellos lugares y recordada en los años venideros. Exquisitos manjares de todas las especies y grupos de danzarines y danzarinas.



Pero el amor es un cocodrilo siempre al acecho en el río de la vida. Tiene el color del cielo, pero también los dolores del infierno.



Muy cerca de la vivienda de Quiteria, tan sólo pared y media, tenía su casa Basilio, joven que “no tenía tantos bienes de fortuna como de naturaleza”. Basilio y Quiteria se amaban desde chiquillos y el amor crecía en ellos a medida que crecía el tiempo; “tanto que se contaba por entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niños, Basilio y Quiteria”. Ya jóvenes y pensando en matrimoniar el padre de Quiteria prohibió a Basilio la entrada a la casa. Había decidido casar a Quiteria con Camacho, joven mucho más rico que Basilio.



Escribe Cervantes: “Desde el punto que Basilio supo que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca más le han visto reír ni hablar razón concertada, y siempre anda pensativo y triste, hablando entre sí mismo, con que da ciertas y claras señales de que se le ha vuelto el juicio; come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como animal bruto”.



A punto estaba el cura de bendecir a los novios cuando llega Basilio, cansado y sin aliento, con un grande bastón en las manos que, hincándolo en el suelo, mudado el color y con los ojos puestos en Quiteria, con voz tremente y ronca estas razones le dijo: “Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos, que viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; … Yo, por mis manos, desharé el imposible o el inconveniente que puede estorbásela, quitándome a mi de por medio. ¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas de su dicha y le puso en la sepultura!”.



Diciendo esto sacó una vaina que guardaba en el bastón y se le clavó en el pecho, cayendo a tierra herido.



Acudieron los amigos. Acudió Don Quijote. Con voz doliente y desmayada dijo Basilio: “Si quisieres, cruel Quiteria, darme en este y forzoso trance la mano de esposa, aún pensaría que mi temeridad tendría disculpa”.



El cura llamado para casar a Camacho y Quiteria intervino diciendo que lo importante en esos momentos era que Basilio se confesara para salvar su alma. Respondió el herido que “de ninguna manera se confesaría si primero Quiteria no le daba la mano de ser su esposa”.



Alzando la voz, Don Quijote alegó que la petición de Basilio era justa. Camacho, que contemplaba la escena, estaba sorprendido y confuso. Los amigos del herido pedían con insistencia que Quiteria le diese la mano. Algunos acudieron a ella llorando pidiéndole que lo hiciera. Al fin Quiteria, puesta de rodillas, le dio la mano. Mirándola atentamente, Basilio le dijo: “Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía!, que la mano que quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de nuevo, sino que confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu legítimo esposo”.



Entre estas razones Basilio se desmayaba; de modo que todos los presentes pensaban que con desmayo se le iría la vida.



Quiteria, toda honesta y toda vergonzosa, “asiendo con su derecha la mano de Basilio, le dijo: “Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y así, con la más libre que tengo te doy la mano de legítima esposa, y recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe ni contraste la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto. Sí, doy –respondió Basilio–, no turbado ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo quiso darme, y así me doy y me entrego por tu esposo. Y yo por tu esposa –respondió Quiteria–, ahora te lleven de mis brazos a la sepultura”.



Sancho, que todo lo contemplaba tuvo esta salida: “Para estar tan herido este mancebo, mucho habla; díganle que se deje de requiebros, y que atienda a su alma”.



“Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó la bendición y pidió al cielo que diese buen paso al alma del nuevo desposado”.



Una de las intenciones del juego es maquinar o intrigar, no para hacer daño a otro, sino para conseguir algo que se deseaba. Este fue el caso de Basilio.



Sigamos leyendo el Quijote en este capítulo XXI de la segunda parte. En cuanto el cura les echó la bendición Basilio “con presta ligereza se levantó en pie, y con novista desenvoltura se sacó el estoque, a quien servía de vaina su cuerpo”.



¿Qué había ocurrido? Una estratagema bien estudiada y montada. La gente decía: “¡Milagro, milagro!”. Basilio replicó: “¡No milagro, milagro, sino industria, industria!”.



Cervantes despeja nuestras dudas: “El cura, desatentado y atónito, acudió con ambas manos a tentar la herida, y halló que la cuchilla había pasado, no por la carne y costillas de Basilio, sino por un cañón –canuto– hueco de hierro que, lleno de sangre, en aquel lugar bien acomodado tenía; preparada la sangre, según después se supo, de modo que no se helase”.



Dijo Camacho que aquel casamiento, por haber sido engañoso, no había de ser valedero, pero Quiteria dijo que ella lo confirmaba de nuevo.



Sintiéndose burlado, Camacho sacó espada y sus compañeros lo imitaron. Lo mismo hicieron Basilio y los suyos. Y Don Quijote, quien blandió tan fuerte y tan diestramente la suya con la intención de poner paz entre ambos bandos, que todos se sosegaron. Camacho, queriendo dar a entender que no se sentía afectado por la burla de Basilio y la decisión de Quiteria, ordenó que siguiera la fiesta como si realmente se desposara. Basilio, Quiteria y sus seguidores emprendieron camino a su aldea. Con ellos fueron Don Quijote y Sancho.



¿Qué hacemos con Basilio? ¿Lo condenamos? ¿Y de qué lo acusaríamos? ¿De amor? Entonces, amar ¿es delito o pecado? Tal vez no, pero, ¿y sus engaños y artimañas para lograrlo? Estas son interpretaciones por Don Quijote como una acción de Dios. De ser así, hemos de guardar silencio. Dice el poeta colombiano Gregorio Gutiérrez: “Siempre que no se hiera a otros, en la persecución del amor todo está justificado”. El escritor ruso Turquénef, comentarista del Quijote, llama quijotescos a los hombres que a todo se arriesgan por amor, fracasen o triunfen. En el terreno del amor, acciones como las de Basilio muestran el fondo del corazón entregado. Es el valor que se da al ser amado lo que muestra una posición alocada y para Basilio, Quiteria era para él lo más valioso del mundo. No podía soportar que la mujer con la que había compartido juegos de niños se entregara a otros brazos. Su amor hacia Quiteria no vacilaba al correr los años, como suele suceder con mucha frecuencia en corazones adolescentes. Antes al contrario, se afirmaba.



Si grande fue el amor de Basilio por Quiteria que le llevó a punto de fingir un suicidio, mas grande fue el amor de Dios hacia todos los hombres y mujeres que, sin saberlo, se estaban suicidando en la perdición.



Un texto clave del Nuevo Testamento, en la segunda parte de la Biblia, escrito por el apóstol Juan, muestra la profundidad, la intensidad, el alcance, y los motivos del amor de Dios: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo el que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna”. (Juan 3:16).



Así fue el amor de Dios para todos nosotros. Movido de este amor Dios no hizo cualquier cosa, sino que entregó a Su Hijo.



El Hijo unigénito, en el cual había puesto toda su complacencia. Y no lo dio de cualquier manera, lo dio para que fuera vilmente crucificado en un madero en unión de dos ladrones. El apóstol Pablo continúa el pensamiento del apóstol Juan: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. (Romanos 5:8). Murió de la forma más ignominiosa: “Su cuerpo sobre el madero”, “fue crucificado en debilidad” (1ª Pedro 2:24, “ª Corintios 13:4).



En las últimas líneas que aquí escribo quiero destacar la universalidad o, como ahora se dice, la globalización del amor de Dios. Este amor no es a un pueblo, ni a una raza, es amor al mundo que Él creó. Amor también a ti, lector. Me permito una pregunta: ¿Tienes el amor de Dios en tu corazón? Si no lo tienes y lo quieres escríbenos aquí a Protestante Digital.


 

 


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