Ambos representan, por así decirlo, dos estaciones obligadas para comprender los alcances de la tan discutida obra lírica del autor zacatecano.
¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena
de deleites frenéticos nos llena!
Trueno de nuestras nubes, que nos baña
de locura, enloquece a la montaña,
requiebra a la mujer, sana al lunático,
incorpora a los muertos, pide el Viático,
y al fin derrumba las madererías
de Dios, sobre las tierras labrantías.
R.L.V., La Suave Patria
Entre los más atentos lectores de la poesía de Ramón López Velarde destacan, sin duda alguna, Xavier Villaurrutia (1903-1950) y Carlos Monsiváis (1938-2010). El primero, miembro de la generación de los Contemporáneos, toda una institución cultural en el México de la primera mitad del siglo XX. El segundo, riguroso analista de trasfondo protestante y gran conocedor de la poesía mexicana, discípulo directo de Salvador Novo, integrante del grupo de Villaurrutia. Ambos representan, por así decirlo, dos estaciones obligadas para comprender los alcances de la tan discutida obra lírica del autor zacatecano. A propósito del centenario de su muerte, bien vale la pena acercarse a sus apreciaciones críticas para valorar mejor sus tensiones internas en donde la religión, el provincianismo, la modernidad sui generis y su innegable mundanidad se dieron cita para producir una de las obras líricas más notables de la literatura en castellano.
Villaurrutia es ampliamente reconocido por el extraordinario estudio que acompaña los Poemas escogidos (1935) de López Velarde, recogido también en El león y la virgen (UNAM, 1942) y que forma parte del volumen Textos y pretextos (). La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes lo ha incluido en su sitio y de ahí se cita en esta oportunidad. El estudio crítico abre con un testimonio sobre los breves encuentros que Villaurrutia tuvo con el autor de La Suave Patria en la Escuela Nacional Preparatoria de la capital mexicana, donde éste era profesor de Literatura Española. Sobre él, señala de manera general: “Desaparecido en el mediodía de su vida, la muerte no vino a derribar esperanzas, ni a segar promesas en flor, porque Ramón López Velarde había realizado ya las primeras y cumplido las segundas. Su viaje fue el perfecto viaje sin regreso” (pp. 69-70).
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Más adelante, en la caracterización de los grandes elementos de la lírica de López Velarde, Villaurrutia va directamente al punto que interesa aquí:
A los ojos de todos, la poesía de Ramón López Velarde se instala en un clima provinciano, católico, ortodoxo. La Biblia y el Catecismo son indistintamente los libros de cabecera del poeta; el amor romántico, su amor; Fuensanta, su amada única.
Pero éstos son los rasgos generales, los límites visibles de su poesía, no los trazos más particulares ni las fronteras más secretas. Ya en su primer libro, La sangre devota, Ramón López Velarde borra, de una vez por todas, la aparente sencillez de su espíritu y señala dos épocas de su vida interior diciendo:
Entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato. (p. 73)
La mención del poeta francés, nada gratuita, apunta hacia el hecho de que, para superar su provincianismo, no vaciló en beber de su obra a fin de encontrar una voz que le permitiera expresarse en un registro “moderno” y fuertemente autocrítico. Villaurrutia agrega que “de allí en adelante, y ya para siempre, se establecerá expresamente el conflicto que hace de su obra un drama complejo, situado en las atmósferas claroscuras / en que el Cielo y la Tierra se dan cita”. Y se extiende en esa idea:
En un epigrama perfecto de luz y síntesis, un raro escritor mexicano ha concentrado el drama de ciertos espíritus diciendo de uno de ellos que “Nunca pudo entender que su vida eran dos vidas”. En efecto, ¡cuántos espíritus llegan a la muerte sin haber prestado atención a las ideas contradictorias que entablan inconciliables diálogos en su interior! ¡Cuántos otros se empeñan y aun logran ahogar o por lo menos desoír una de estas dos voces, para obtener una coherencia que no es sino la mutilación de su espíritu! […]
Cielo y tierra, virtud y pecado, ángel y demonio, luchan y nada importa que por momentos venzan el cielo, la virtud y el ángel, si lo que mantiene el drama es la duración del conflicto, el abrazo de los contrarios en el espíritu de Ramón López Velarde, que vivió escoltado por un ángel guardián, pero también por un “demonio estrafalario”. (pp. 73-74)
Su conclusión es sumamente atendible: “¿Será necesario decir que esta dualidad de Ramón López Velarde está muy lejos de ser un juego retórico exterior y puramente verbal y que, en cambio, se halla muy cerca de la profunda antítesis que se advierte en el espíritu de Baudelaire? También en Ramón López Velarde, ‘la antítesis estalla espontáneamente en un corazón también católico, que no conoce emoción alguna cuyos contornos no se fuguen en seguida, que no hallen al punto su contrario, como una sombra, o, mejor, como un reflejo’” (p. 80).
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Monsiváis, por su parte, se acercó en varios momentos a esta poesía, señalando en cada uno aspectos diversos, pero siempre con el énfasis puesto en la peculiar religiosidad de su autor. En Poesía mexicana II (1979), escribe, en un resumen puntual de lo que representa: “Como obra poética y como fenómeno cultural, López Velarde es definitivo. No sólo amplía y vigoriza una literatura. También le permite a una colectividad complacerse idealizadamente —aún sin haberla leído, gracias a la natural comunicación social de las grandes obras— en una poesía que funde impresiones o nociones consideradas antagónicas” (p. XXV).
En Las tradiciones de la imagen: notas sobre poesía mexicana (2001), Monsiváis afirma:
La poesía de López Velarde sólo es nacional en la medida en que es tradicionalista y localiza la patria en lo católico y lo criollo de la provincia. El tradicionalismo no impide que la religiosidad extrema sirva a los fines del erotismo ni que el erotismo ratifique la religiosidad de los sentidos. […]
En última instancia, según creo, López Velarde es un poeta a finde cuentas laico que va y viene de la misa a las adoraciones corporales. A la contemplación arrobada de lo sexual se enfrenta la sexualización de las alegorías y los símbolos del culto (pp. 32-33).
Finalmente, en Escribir, por ejemplo. (De los inventores de la tradición) (2008), auténtica suma de sus apreciaciones sobre autores/as mexicanos, cita una carta de López Velarde a su padre: “Participo de las dobles tendencias morales del siglo actual: junto a la inclinación al pecado experimento, a las veces, éxtasis de santo. Creo que Dios le dio al hombre, para confundirlo, esta duplicidad psicológica” (p. 53). Y señala, en un resumen quintaesenciado de sus largas lecturas (“Poesía y teología: la provocación que pasa inadvertida”): “López Velarde responde a la identificación de lo social con lo restrictivo, y ve en la heterodoxia religiosa un pecado contra Dios y la nacionalidad. Como lo reitera su periodismo político, él, de modo explícito, acata las ideas tradicionales. Sin embargo, su poesía dista de ser conservadora. Allí la teología se desconcierta o busca ampliaciones y López Velarde elabora su propia modernidad, y modifica las reglas que dice venerar y que también y sin duda venera” (p. 55, énfasis agregado).
Muestra de estas observaciones son los siguientes poemas en los que se aprecian hondamente las contradicciones señaladas, hermanadas en versos impares.
Hoy como nunca
A Enrique González Martínez
Hoy, como nunca, me enamoras y me entristeces;
si queda en mí una lágrima, yo la excito a que lave
nuestras dos lobregueces.
Hoy, como nunca, urge que tu paz me presida;
pero ya tu garganta sólo es una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses,
y toda tú una epístola de rasgos moribundos
colmada de dramáticos adioses.
Hoy, como nunca, es venerable tu esencia
y quebradizo el vaso de tu cuerpo,
y sólo puedes darme la exquisita dolencia
de un reloj de agonías, cuyo tic-tac nos marca
el minuto de hielo en que los pies que amamos
han de pisar el hielo de la fúnebre barca.
Yo estoy en la ribera y te miro embarcarte:
huyes por el río sordo, y en mi alma destilas
el clima de esas tardes de ventisca y de polvo
en las que doblan solas las esquilas.
Mi espíritu es un paño de ánimas, un paño
de ánimas de iglesia siempre menesterosa;
es un paño de ánimas goteando de cera,
hollado y roto por la grey astrosa.
No soy más que una nave de parroquia en penuria,
nave en que se celebran eternos funerales,
porque una lluvia terca no permite
sacar el ataúd a las calles rurales.
Fuera de mí, la lluvia; dentro de mí, el clamor
cavernoso y creciente de un salmista;
mi conciencia, mojada por el hisopo, es un
ciprés que en una huerta conventual se contrista.
Ya mi lluvia es diluvio, y no miraré el rayo
del sol sobre mi arca, porque ha de quedar roto
mi corazón la noche cuadragésima;
no guardaba mis pupilas ni un matiz remoto
de la lumbre solar que tostó mis espigas;
mi vida sólo es una prolongación de exequias
bajo las cataratas enemigas.
Ánima adoratriz
Mi virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico, que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa.
Mi única virtud es sentirme desollado
en el templo y la calle, en la alcoba y el prado.
Orean mi bautismo, en alma y carnes vivas,
las ráfagas eternas entre las fugitivas.
Todo me pide sangre: la mujer y la estrella,
la congoja del trueno, la vejez con su báculo,
el grifo que vomita su hidráulica querella,
y la lámpara, parpadeo del tabernáculo.
Todo lo que a mis ojos es limpio y es agudo
bebe de mis droláticas arterias el saludo.
Mi ángel guardián y mi demonio estrafalario,
desgranando granadas fieles, siguen mi pista
en las vicisitudes de la bermeja lista
que marca, en tierra firme y en mar, mi itinerario.
Como aquel que fue herido en la noche agorera
y denunció su paso goteando la acera,
yo puedo desandar mi camino rubí,
hasta el minuto y hasta la casa en que nací
místicamente armado contra la laica era.
Dejo, sin testamento, su gota a cada clavo
teñido con la savia de mi ritual madera;
no recojo mi sangre, ni siquiera la lavo.
Espiritual al prójimo, mi corazón se inmola
para hacer un empréstito sin usuras aciagas
a la clorosis virgen y azul de los Gonzagas
y a la cárdena quiebra del Marqués de Priola.
¿En qué comulgatorio secreto hay que llorar?
¿Qué brújula se imanta de mi sino? ¿Qué par
de trenzas destronadas se me ofrecen por hijas?
¿Qué lecho esquinal pide tibieza en su tramonto?
Ánima adoratriz: a la hora que elijas
para ensalzar tus fieles granadas, estoy pronto.
Mas será con el cálculo de una amena medida:
que se acaben a un tiempo el arrobo y la vida
y que del vino fausto no quedando en la mesa
ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa
el burlesco legado de una estéril pavesa.
(Zozobra, 1919)
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