Aun los más santos, cuando se los deja solos, pronto manifiestan ser menos que hombres; no son nada. Todas nuestras fuerzas son debilidad, y toda nuestra sabiduría es insensatez.
Un fragmento de “Victoria sobre el pecado”, de John Owen (Biblioteca de Clásicos Cristianos, Abba, 2021). Puede saber más sobre el libro aquí.
Las palabras del versículo que sientan la base del presente libro. La razón de las palabras y su contexto. El objetivo que persiguen. Su importancia para el tema en cuestión. El carácter general de la tentación. La tentación experimentada de manera activa y pasiva. La forma en que Dios tienta. Sus propósitos al hacerlo. La tentación en su carácter específico: sus acciones. Una exposición sobre la verdadera naturaleza de la tentación.
«Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Mateo 26:41).
Estas palabras de nuestro Señor se repiten en tres evangelios con muy pocos cambios. Sin embargo, mientras que Mateo y Marcos las registran como en esta cita, Lucas las relata así: «Le-vantaos, y orad para que no entréis en tentación». Al parecer, la expresión completa rezó: «Levantaos, velad y orad para que no entréis en tentación».
Salomón nos habla de algunos que «yacen en medio del mar, o como el que está en la punta de un mastelero» (Proverbios 23:34). Están convencidos de su seguridad aun frente al abismo de la destrucción. Como ejemplo del atrevi-miento de alguien que está en la punta de un mastelero en medio del mar, lee-mos lo que hicieron los discípulos cuando estaban con nuestro Salvador en el huerto. Su Señor, que se encontraba a poca distancia, estaba «ofreciendo rue-gos y súplicas con gran clamor y lágrimas» (Hebreos 5:7). En ese momento, tomó la copa y comenzó a saborear su contenido, lleno de maldición e ira por los pecados de los hombres. En otro lugar, a una distancia más lejana, se hallaban los judíos, ya armados para destruir al Mesías y acabar consigo mismos.
Momentos antes, nuestro Salvador había advertido a sus discípulos que en aquella misma noche sería traicionado y entregado para que le dieran muerte, y los discípulos habían observado como «comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera» (Mateo 26:37). Es más, les dijo claramente que su alma estaba «muy triste, hasta la muerte» (versículo 38), y por ello les suplicó que permanecieran y velaran junto a Él ahora que se disponía a morir por ellos. Entonces, el Señor se apartó un poco de ellos y, como si carecieran de amor hacia Él o de cuidado por su propio bien, ¡se quedaron profundamente dormidos! Aun los más santos, cuando se los deja solos, pronto manifiestan ser menos que hombres; no son nada. Todas nuestras fuerzas son debilidad, y toda nuestra sabiduría es insensatez. Entre ellos se encon-traba Pedro (quien poco antes había afirmado, confiado de sí mismo, que aunque todos abandonaran al Señor él nunca lo haría), y nuestro Salvador se dirige a él en particular en el versículo 40: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?».
Es como si le dijera: «Pedro, ¿no eras tú quien hace un rato se jactaba de su determinación por no abandonarme? ¿De verdad crees que cumplirás esa promesa, cuando ni siquiera puedes vigilar conmigo una hora? ¿Eso es lo que significa morir por mí; morir en tu seguridad mien-tras yo muero por ti?». Resultaría sorprendente ver que Pedro formuló esa atrevida promesa para luego descuidarla y negligirla si no supiéramos que la raíz del mismo tipo de traición mora y obra en nuestros corazones. Todos los días vemos el fruto que produce; nuestros más nobles compromisos de obedecer rápidamente decaen y se convierten en una deplorable negligencia (Romanos 7:18).
En medio de esta situación, nuestro Salvador les advierte sobre su condición, su debilidad y el peligro que corren, y los anima a evitar la perdición que yacía a la puerta. Les dice: «Levantaos, velad y orad».
No resaltaré la amenaza concreta sobre la que les advertía nuestro Señor a quienes estaban presentes con Él en ese momento. Sin duda, tenía en mente la gran tentación que estaba a punto de sobrevenirles por el escándalo de la cruz. Consideraré más bien la orientación que estas palabras contienen para ayudar a los discípulos de Cristo en todas las generaciones.
Sus palabras incluyen tres elementos:
I. Una advertencia en cuanto al mal (la tentación).
II. El medio que esta utiliza para prevalecer (cuando entramos en ella).
III. La manera en que puede evitarse (velando y orando).
No es mi intención abordar todo lo relacionado con las tentaciones, sino solamente su peligro en general, así como los medios con que podemos evitarlo. Sin embargo, para conocer bien lo que afirmamos y saber de qué habla-mos, podemos establecer ciertas verdades con respecto al carácter general de la tentación.
En primer lugar, la naturaleza general de los términos tentar y tentación es neutra: significa someter a prueba o examen, comprobar o perforar una vasija para saber qué clase de líquido encierra.
Cuando se dice que Dios tienta, lo hace en ese sentido. También se nos ordena que nos tentemos a nosotros mismos —es decir, que nos examinemos o escudriñemos— para saber lo que hay en nosotros, y que oremos para que Dios haga lo mismo. Por lo tanto, la tentación es como un cuchillo que puede cortar tanto un pedazo de carne como el cuello de un hombre; puede ser su comida o su veneno, su entrenamiento o su destrucción.
En segundo lugar, cuando hablamos de la tentación específicamente para denotar algún mal, distinguimos entre la forma activa (la que conduce al mal) y la pasiva (la que entraña la maldad y el sufrimiento). En este último sentido, la tentación implica aflicción, como en Santiago 1:2, y debemos «[tener] por sumo gozo cuando [nos hallemos] en diversas pruebas». En el otro sentido, se ordena a los cristianos que «no entren en ella».
Cuando se considera de manera activa, la palabra implica que el tentador persigue el objetivo específico de la tentación, a saber, conducir a alguien hacia el mal. En este sentido se dice que Dios «no tienta a nadie» (Santiago 1:13), porque Él no tiene la intención de provocar el pecado en sí. También se puede referir a la naturaleza y objetivo general de la tentación: poner algo a prueba. En este sentido «tentó Dios a Abraham» (Génesis 22:1) y a los falsos profetas (Deuteronomio 13:3).
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