Los hombres de la Generación del 98 especialmente no comulgaban con la Iglesia católica, pero tampoco negaban a Dios.
En el grupo poético de la generación de 1927 hubo algunos que destacaron por su anticlericalismo, como Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, Federico García Lorca y otros.
Si la generación del 27 estuvo formada mayormente por poetas, la del 98 destacaron los ensayistas, aunque no se ignoró la poesía.
No hay acuerdos sobre los escritores que componían la generación del 98. Laín Entralgo la reduce a diez nombres. Julián Marías la amplia nada menos que a 18. Entre éstos se encuentra el grupo de los anticlericales.
Aunque se han dado otros nombres, algunos autores estiman que el padre de la generación del 98 fue el granadino Ángel Ganivet. En el Idearium se queja contra la concepción española del cristianismo del que dice que “con la mano parece tocar las estrellas de Dios mientras que con la otra clava la espada en el cuerpo del supuesto hereje, no puede producir más que fanatismo e ignorancia”.
A Miguel de Unamuno es difícil encuadrarlo en una determinada creencia religiosa. Escribía según corría el aire la mañana que abandonaba la cama. Unas veces se declaraba creyente, otras católico, otras anticatólico y anticlerical tal como se manifestó en aquél grito en el Parlamento ante decenas de eminentes políticos: “Yo señores, no soy católico”.
Para Unamuno, el Cristo de su tierra es tierra, tierra, tierra. “Este Cristo –añade– no es el verbo que se encarna en carne vividera; este Cristo es la gana, la real gana que se ha enterrado en tierra”. En otro lugar, donde trata de El Cristo español, hablando con un suramericano le da la razón cuando éste le dice: “Estos cristos ahuyentan, repugnan”.
Si todo esto no es anticlericalismo tampoco la semana tiene siete días. El propio Unamuno, en un artículo sobre Nietzsche, escribe: “Se puede muy bien ser religioso, profundamente religioso, cristiano, profundamente cristiano, muy profundamente cristiano y ser anticlerical y anticatólico”. Él fue todo eso.
Ramón del Valle-Inclán dice en Luces de bohemia: “Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas”.
Toda la obra de Vicente Blasco Ibáñez rezuma irreligiosidad y anticlericalismo. Basta con leer sus dos principales novelas anticlericales: La araña negra y La catedral. Gabriel Luna, un antiguo seminarista que se convierte en ateo revolucionario dice en La catedral: “Tanto apretaron en otros tiempos curas, frailes e inquisidores, que la máquina de la fe saltó en mil pedazos”.
El anticlericalismo de Pío Baroja es virulento. En Juventud y egolatría se declara “enemigo de la Iglesia”. En su libro La idea de Dios en la generación del 98, el jesuita Emilio del Río dice de él: “Baroja se caracteriza por su incontinencia anticlerical y difamatoria”.
El mismo jesuita del Río que atacó a Baroja también ataca a Azorín, considerado por muchos el inventor del 98. En el libro arriba citado dice que Azorín “fue violento enemigo de la religión católica”. Por su parte, en un trabajo de 1902 titulado La voluntad, Azorín dice que “no hay en España ningún obispo inteligente”. Más adelante, en el mismo escrito, añade: “El catolicismo en España es tiempo perdido. Entre obispos cursis y clérigos patanes acabarán por matarlo”.
Antonio Machado se consideraba “coleccionista de excomuniones”. En el segundo tomo de las Obras Completas, editadas por Espasa Calpe, escribe: “Nosotros militamos contra una sola religión, que juzgamos irreligiosa: la mansa y perversa que tiene encanallado a todo el occidente”. En carta a Unamuno fechada en Baeza “después de mayo” de 1913 le pregunta: “¿Cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia?”.
José Ortega y Gasset está considerado como el filósofo más importante que ha tenido España en los dos últimos siglos. Hasta su muerte en 1955 ostentó la cátedra de Metafísica en la Universidad de Madrid. Continuamente se quejaba de que lo tacharan de anticlerical. Lo cierto es que en toda su abundante obra no se halla una literatura tan fuertemente anticatólica como la que figura en El Santo, incluida en Personas y cosas, de 1916. Aquí Ortega se dispara con pétrea sequedad y pétrea violencia en contra de la Iglesia católica. En una conferencia pronunciada el 6 de diciembre de 1931 en el cine de la Ópera, en Madrid, dijo: “Yo, señores, no soy católico y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles de mi vida privada queden formalizados acatólicamente”.
Quiero hacer énfasis en la gran diferencia que existe entre los anticlericales que presenté hace dos semanas y los que figuran en el presente artículo. Aquellos, todos extranjeros, derivaron del anticlericalismo al ateísmo. Los españoles de esta lista no; fueron anticatólicos, anticlericales, pero no ateos. Mantuvieron la creencia en la existencia de Dios. Los hombres del 98 especialmente no comulgaban con la Iglesia católica, pero tampoco negaban a Dios. Tenemos el ejemplo del bueno de Antonio Machado. En Prosas Completas, tomo II de sus Obras Completas, página 1964, encuentro la declaración con la que cierro este trabajo: “Dios es el ser insuperable, perfecto –es perfectísimo– a quien nada puede faltar. Tiene, pues, que existir, porque si no existiera le faltaría una perfección: la existencia para ser Dios. De modo que un Dios inexistente, digamos, mejor, no existente, para evitar equívocos, sería un Dios que no llega a ser Dios. Y esto no se le ocurre ni al que asó la manteca”.
Una confesión: el lector de este artículo advertirá que al escribir del anticlericalismo en España en dos artículos me he limitado a los individuos. He evitado pronunciarme sobre las olas de anticlericalismo desatadas en España en diversos períodos de su historia como protestas de tono político y enfrentamiento con el Estado que derivaron en quemas de templos, profanación de conventos, matanzas de curas, destrucción ciega de imágenes y otras terribles masacres. No he querido escribir de esas reacciones de odio y venganza. Me he limitado al anticlericalismo ideológico, el enfrentamiento sereno entre opiniones, que siempre se ha impuesto y se impondrá a la barbarie.
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